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Gabriel Miró[/caption]

 

La literatura de Gabriel Miró refleja la huella de los Ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola. La meditación ignaciana apunta que «no el mucho saber harta y satisface al ánima, mas el sentir y gustar de las cosas internamente». Miró nunca se desvió de esa consigna. Publicadas entre 1913 y 1917, las quince estampas que componen las Figuras de la Pasión del Señor son una síntesis de su credo estético: neomodernismo, impresionismo, sensualidad bíblica, sensibilidad pictórica y espiritualidad teresiana. Entre 1914 y 1915, Miró dirigió la Enciclopedia sagrada católica, que no llegó a terminarse. Su trabajo mejoró sus ya hondos conocimientos del Antiguo y Nuevo Testamento, incitándole a escribir una obra sobre los últimos días de Cristo. Las quince Figuras de la Pasión incluyen a los personajes principales de los Evangelios, pero también se demoran en personajes secundarios o insignificantes. Cada figura es un relato con una leve trama argumental. Miró no pretende hacer teología. Profundiza de forma indirecta, adentrándose en los paisajes y en el mundo interior de los que siguen o se oponen a Cristo. «Sanhedritas amigos de Jesús» es una de las figuras más conmovedoras, pues contiene la muerte en la Cruz. Miró cede el protagonismo a Josef de Arimathea y Nicodemus. Ambos pertenecen al Sanedrín, pero son hombres buenos y justos.

Miró nos presenta al rico e ilustre anciano de Arimathea deambulando por sus maizales y sus campos frutales. El alboroto de las acequias, el esplendor de las huertas y los manzanos de Samaria contrastan con el desierto. La vida y el vacío forman el pliegue escogido por Dios para irrumpir en la historia, quizás porque lo pequeño será lo primero en el Reino de los Cielos y la herida del pecado se sanará mediante el escándalo de la Cruz, un tormento reservado a sediciosos y esclavos rebeldes. Josef observa el «afán de las abejas, afán sin angustias», semejante al de los pájaros y los lirios de la parábola referida por el Evangelio de San Mateo. Seguidor clandestino de Jesús, no cuestiona al Dios del Antiguo Testamento, sino que ahonda en el drama de la creación, gravemente herida por el pecado original: «Y la mano divina, después que tocó en los orígenes de las cosas los sufrimientos de la creación, hizo al hombre… En todos los seres era posible lo que apetecieran para su bien. Y el más grande bien de los hombres: vivir, vivir sin dolor, no se hallaba en su voluntad…».

Josef conoce las profecías, pero no puede imaginar que la Cruz será el precio de una nueva alianza. Jesús sudará sangre en el huerto de Gethsemaní, bajando hasta la penumbra más oscura del dolor físico y psíquico.  Ajeno a su tormento, Josef contempla «la mañana maravillosa, regocijada infantil», temblando sobre un horizonte de «montes remotos», con «una tonalidad dulce, de carne húmeda, recién modelada». La belleza del paisaje sólo agrava el pesar por su propia caducidad «dentro de esa vida palpitante, briosa». Cuando abandona el campo y se interna en un jardín umbrío, su aflicción crece: «Allí la luz llegaba trabajada, envejecida, pálida, como si tamizara la frente de la Humanidad». En las sendas de mirtos, sauces, adelfos y acacias, «había una quietud grave que desnudaba la vida». Entre el follaje, se halla el sepulcro que ha preparado para acoger sus restos mortales. Sin hijos, sabe que sólo le esperan «postreras lágrimas alquiladas». Su tristeza se hace más tolerable al observar unas «rosas carnales», «jaspeadas», de un «rojo púrpura». Son las rosas que le regaló la adúltera salvada por Jesús de una multitud colérica. Miró completa el hecho narrado por el Evangelio de San Juan, con una hermosa fantasía. Jesús cogió su mano y la condujo hasta la quinta del venerable anciano de Arimathea, con el objeto de asegurar su vida.

La aparición de Nicodemus, fariseo y quizás oriundo de Galilea, disipa las melancólicas reflexiones de Josef. Nicodemus sabe que van a prender y juzgar a Jesús. Está dispuesto a dilapidar su fortuna para evitarlo. No le considera un farsante ni un blasfemo, sino un maestro y no comprende el odio que ha suscitado su predicación: «¿Por qué le aborrecen si hasta las rosas de tu huerto nos presentan la piedad y la gallardía de su alma? ¿Por qué odian al Rábbi Jeschoua?». Josef responde con tristeza: «¡Le odian porque pudo perdonar! ¡Hacer el bien presentado el alma limpia es acercar demasiado la lámpara a las vilezas de los otros!». Jesús es prendido, flagelado, escarnecido y crucificado. Nicodemus y Josef acuden al Gólgota, impotentes y abatidos. Al pie de la Cruz, no están sus discípulos, que se han escondido acobardados, sino la Virgen María, su hermana María de Cleofás, María de Magdala y María Salomé, madre de los apóstoles Santiago el Mayor y San Juan Evangelista, por entonces un adolescente que no se ha querido separar de Jesús en su última hora. Miró adopta una nueva licencia, incluyendo a Lázaro entre los presentes. «¡Mi casa era su escudo y él la abandonó para recogerse en Gethsemaní!”, exclama el resucitado, retorciéndose las manos. Mientras, María de Magdala balbucea: «¡El Señor resistirá menos que los otros; se le hincha el costado!... Al principio hablaba más… Encomendó su madre al discípulo; después tuvo angustia y gimió: “Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”». Entre los que se mantienen fieles en el Calvario, nadie destaca tanto como la Virgen: «La madre del Señor, postrada en la roca, miraba densamente hacia la cruz. Y semejaba que sus ojos se mirasen a sí mismos».

El genio de Miró resplandece al describir la agonía de Jesús: «Agonía del crucificado, que padece las angustias de todas las muertes. Dolor de peso de podredumbre de las meninges, del corazón, de la aorta, de los pulmones, que se entancan, se macizan de sangre parada. Las arterias, que llevan la dulzura de la vida, se vuelven dogales. La fiebre traumática le hunde sus uñas de sed y todo el cuerpo parece una lengua para sentirla». Miró no es un simple cronista, pues aprecia el profundo significado de la Cruz: «Jesús ha de pasar las soledades humanas de la muerte. En la tierra no puede ni el amor vencer la agonía del amado. El que muere está solo. De Dios a criatura era un tránsito de resignaciones, de sencillez, de piedad. De hombre a Dios, había de subir la jornada yerma, cegada, sin tierra y sin cielo. Jesús, solo».

Miró finaliza su estampa con una última licencia. La adúltera a la que salvó Jesús visita la casa de Josef y manifiesta su desconsuelo: «¡Yo prometí besar la sandalia del Señor cuando retoñaran mis rosales! ¡Mira las rosas en mi regazo, y ya no puedo dárselas!». Conmovido, Josef abre un cofre y extrae el cáliz de la última cena de Jesús: «Sintió que le temblaba la vida, que toda le acudía devotamente a sus dedos». La mujer se postra, solloza y sus rosas se esparcen por el suelo. Josef alza «el cáliz de ágata como una flor encendida». Miró no se limita a narrar poéticamente, sino que muestra la solidaridad de Dios con el sufrimiento del hombre. La agonía de Cristo no es un hecho aislado ni un acontecimiento cíclico. Es un «aquí y ahora». Cristo está vivo y se hace presente en la Eucaristía, llameante como una amapola. Y como dice Santa Teresa de Jesús en el Libro de la Vida: «Nunca se cansa de dar ni se pueden agotar sus misericordias: no nos cansemos nosotros de recibir». Figuras de la Pasión del Señor es uno de los grandes clásicos de nuestra Edad de Plata, pero muy pocos lectores se asoman a sus páginas, quizás porque el hombre ha «absolutizado ciertos métodos que no son aptos para las grandes realidades», de acuerdo con las palabras de Benedicto XVI en 2009. Las ciencias naturales tienden a negar la existencia de Dios, pero los poetas aún creen en las «grandes realidades». Gabriel Miró nos acerca a Dios mediante la belleza. Una apuesta demasiada arriesgada para una época que ya no sueña con «estar en uno con el amor divino» (San Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales).