“¡Qué disparate huir de la luz para andar siempre tropezando!” (Santa Teresa de Jesús, Libro de la Vida).

Miguel de Unamuno entendió desde muy temprano que la razón no era el mejor camino hacia la fe, al menos razón que sólo se contenta con evidencias empíricas y desprecia el encuentro, la espera o la escucha. Fascinado por la figura de Cristo, “hombría de Dios”, consideró que la poesía era la única vía capaz de adentrarse en el misterio de lo sobrenatural. La poesía es “razón poética” o “razón creadora”, conocimiento versificado, saber que se expresa mediante hexámetros, octosílabos, endecasílabos, alejandrinos, versículos o versos blancos. Desde los pitagóricos, se sostiene que el verso no es un simple recurso literario, sino un espejo del principio generador del cosmos, pues obedece a nociones como la simetría, el orden, la equivalencia o la armonía. La palabra poética “centellea en la noche del ser” (María Zambrano) como el origen de toda vida. Según los primeros versículos del Evangelio de San Juan: “En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios” (1, 1). Para Unamuno, Dios es Palabra creadora, Poesía que engendra formas, Logos que se dice y se oculta, oponiendo el ser a la nada: “Todo lo que de veras vive en el corazón está en verso –escribe-. El Padrenuestro está en verso, primero un decasílabo, luego otro, después un heptasílabo, enseguida un octosílabo agudo al que sigue un decasílabo compuesto de dos hemistiquios de cinco”. Escribir poesía no es un simple tributo a la belleza, sino una exploración de lo real, que pretende descubrir su fundamento. Los poemas de Unamuno son inquisiciones sobre el ser, la identidad y la diferencia. Su propósito es esclarecer los grandes problemas de la existencia humana: la relación entre contingencia y necesidad, azar y finalidad, finitud e infinitud, tiempo y eternidad. Según Ciriaco Morón Arroyo, así “como a la metafísica se la llamó durante siglos filosofía primera, la poesía de Unamuno es poesía primera”.

La poesía de Unamuno contempló con indiferencia las tendencias de su época. No se dejó seducir por la estética triunfante del modernismo y sólo aceptó algunas lecciones de la escuela simbolista. Áspera, dura, afilada, reciamente castellana, sólo experimentó con la forma para allanar el camino a las ideas: “siente el pensamiento, piensa el sentimiento”. Dicho de otro modo: desborda el cauce de la razón mediante la imaginación, somete la imaginación al juicio de la razón. Admirador de Homero, Dante, Leopardi y Carducci, Unamuno cultivó un clasicismo intemporal, que no cree en la autonomía de la palabra, sino en su trascendencia. El Cristo de Velázquez, publicado con escasa resonancia en 1920 tras siete años de minuciosa elaboración, refleja fielmente su poética, que no cesa de preguntarse por la existencia de Dios y el destino del ser humano.

La obra, que consta de 2.539 endecasílabos sueltos divididos en cuatro partes, es una larga meditación sobre Cristo a partir del cuadro de Velázquez. A diferencia de Matthias Grünewald, el pintor sevillano recrea la crucifixión con serenidad, sin convulsiones ni muecas. La Cruz no aparece como un horrible método de ejecución, sino como una promesa de eternidad, que se manifiesta en el resplandor de un Jesús apolíneo sobre un fondo negro y un madero de inverosímil perfección geométrica. “Sobrevestido de nuestra muerte”, Cristo redime al ser humano de su condición mortal. “No hay más que un modo noble de vivir y es el ansia de sobrevivir –apunta Unamuno-, y a esta ansia le dio asiento y fin el Cristo”.

Cuando se observa el Cristo de Velázquez, se aprecia en primer lugar al Hombre. No es un simple reo, sino el cordero de Dios que se inmolará para rescatar al ser humano de su finitud: “Blanco tu cuerpo está como el espejo / del padre de la luz, del sol salvífico; / blanco tu cuerpo está como la hostia / del cielo de la noche soberana”. Cristo es “el Hombre eterno que nos hará hombres nuevos”. Su luz y blancura son ecos del esplendor divino, igual que la luna es un reflejo del sol. El cuerpo agonizante de Cristo ahuyenta a la muerte, transformando la desesperanza en claridad: “¡al tocar en tu cuerpo las tinieblas / se escarchan en blancor de viva luz!”. Su sacrificio es semilla y alimento: “la sangre que nos diste es la que deja, / pan candeal, tu cuerpo blanco”. Su cuerpo martirizado no es el trágico fin de un sueño, sino “dehesa de amor”, “coto de inmensidad, donde los hombres la tímida esperanza cobijamos de no morir del todo”. Unamuno tiene muy presentes las palabras de San Pablo: “¿Cómo andan diciendo algunos entre vosotros que no hay resurrección de muertos? Si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe” (1 Co 15, 12-14). Unamuno sabe que la resurrección es el signo de una nueva alianza que trasciende el horizonte fijado por las leyes naturales: “Tú, Cristo, con tu muerte has dado / finalidad humana al Universo / y fuiste muerte de la muerte al fin”. Gracias a Cristo el hombre puede vivir con esperanza: “¡nuestra roca y nuestro aliento has sido Tú!”.

El cuadro de Velázquez no es truculento, pero tampoco invita a una indiferente tranquilidad. No es aventurado afirmar que plasma la advertencia de Pascal: “Jesús estará en agonía hasta el fin del mundo; es necesario no dormir en ese entretiempo”. Unamuno siempre vivió su fe de un modo trágico y agónico. La idea de un Cristo despierto, vivo y doliente no le parecía una paradoja, sino la esencia del mensaje evangélico: “¡Cuántas veces me han dicho: ¿Usted cree que existió Cristo?! La cuestión no es si existió, sino si existe”. No es extraño que el escritor recurra a un cuadro para comprender y aprehender la presencia de Cristo, pues su sensibilidad católica interpreta la fe como una vivencia material, sensual. Cristo es el Verbo encarnado, no una abstracción. La pintura, la escultura y la arquitectura intentan recrear la concreción de lo espiritual en una forma viva, que se actualiza en la Eucaristía. El catolicismo está ligado a la visión, al aparecer, mientras que el protestantismo se muestra más receptivo a la “escucha”, a la experiencia interior. El aprecio de Unamuno por la tela de Velázquez nace de la congoja que le produce “no ver” con claridad la presencia de Cristo en el mundo. En su Diario, escribe: “Dame, Jesús mío, que te vea nacer en mí, y me olvidaré de tanta angustia […] Sencillez, Jesús mío, sencillez”.

Unamuno se acerca a Jesús por distintas vías. Primero, sigue los consejos de la Imitación de Cristo de Tomás Kempis, que repudia cualquier aproximación intelectual a Dios. Después, dialoga con el protestantismo, pero le decepciona su rígido sentido moral, que hace demasiado hincapié en lo ético y no presta suficiente atención a lo trascendente. Por último, se identifica con la espiritualidad católica de la tradición española, con sus grandes místicos y su fidelidad a la Iglesia. No se equivoca Olegario González de Cardedal cuando afirma que El Cristo de Velázquez debe leerse como el “poema del pueblo católico español”. Esa dimensión colectiva, cultural, convive con el tono de plegaria, de oración íntima: “¿En qué piensas, Tú, muerto, Cristo mío?”. Se ha dicho que Unamuno reza con la mirada fija en la muerte, luchando por vencer la duda, pero El Cristo de Velázquez expresa inmediatez, cercanía, enamoramiento. Unamuno se acerca al crucificado con el alma ardiendo, buscando esa intimidad que sólo es posible con una fe viva: “¿Por qué ese velo de cerrada noche / de tu abundosa cabellera negra / de nazareno cae sobre tu frente?”. La fe de Unamuno a veces se tambalea, pero el idilio con Cristo perdura, como una llama perpetua. La oscuridad de la razón retrocede ante la noche oscura de la fe. Unamuno no escoge la segunda persona por razones literarias, sino porque entiende que la plenitud de la vida se realiza en Cristo, el Dios que se hizo hombre y vivió entre los hombres: “…la vida / por Ti quedó encumbrada”. La cruz es una hendidura abierta en el tiempo, que deshace su curso fatal y aparentemente irreversible: “por Ti nos vivifica esa tu muerte, / por Ti la muerte se ha hecho nuestra madre, / por Ti la muerte es el amparo dulce”. Cristo está vivo, despierto, atento: “…vela el Hombre / desde su cruz, mientras los hombres sueñan”.

Tres son las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. Se ha dicho que Unamuno sólo presta atención a la esperanza: “En el inferno […] se sufre, pero se vive, y el caso es vivir, vivirse, aunque sea sufriendo”. Sin embargo, el hambre de vida no excluye la fe ni la caridad. La fe no es ciega, pero reaparece una y otra vez, sin claudicar ni rendirse al escepticismo. En cuanto a la caridad, se manifiesta como un desamparo común, unánime, que enlaza a todos los hombres en el mismo lamento: “Tú que callas, oh Cristo, para oírnos, / oye de nuestros pechos los sollozos; / acoge nuestras quejas, los gemidos…”. No es cierto que el otro no exista en Unamuno. Su egotismo no malogró sus afectos ni menoscabó su sensibilidad. Miguel de Unamuno es uno de los grandes poetas de la tradición católica española. El Cristo de Velázquez no es una obra de devoción, sino de comprensión, que revela la peculiaridad del Dios cristiano. Frente a otros dioses lejanos y ensimismados, Cristo es un rostro que nos interpela, obligándonos a repensar nuestra humanidad. Es el “águila blanca” que nos permite sobrevolar la hora oscura de la muerte.

La edición crítica de Víctor García de la Concha (Madrid, Espasa-Calpe, 1987) es el “adentramiento” más riguroso en El Cristo de Velázquez. Hans Küng sostiene que “en la duda honesta puede haber más fe, más fe reflexiva que en el Credo recitado mecánica e irreflexivamente todos los domingos” (Ser cristiano, 1974). Sólo una “duda honesta” puede inspirar la oración final del poema de Unamuno, que expresa el anhelo místico de extraviarse en lo divino silenciosamente, con un “vuelo sin ruido” (Santa Teresa de Jesús, Libro de la Vida):

“¡Dame,

Señor, que cuando al fin vaya perdido

a salir de esta noche tenebrosa

en que soñando el corazón se acorcha,

me entre en el claro día que no acaba,

fijos mis ojos de tu blanco cuerpo,

Hijo del Hombre, Humanidad completa,

en la increada luz que nunca muere;

mis ojos fijos en tus ojos, Cristo,

mi mirada anegada en Ti, Señor!”.