Hace pocos meses, un diario digital reunía a un grupo de jóvenes escritores españoles y les preguntaba su opinión acerca los clásicos literarios, especialmente sobre los que habían formado parte de las lecturas obligatorias en sus años de escuela. Sin ninguna clase de inhibición, los interpelados no dejaban títere con cabeza. Ni el Quijote se salvaba de sus juicios negativos, que se fundaban en criterios tan endebles como el aburrimiento, la incomprensión o el desagrado. La mayoría admitía no haber sido capaz de superar las veinticinco o cincuenta primeras páginas. El Quijote era descrito como una obra caótica y reiterativa, con un humor grosero y primario. Es innegable que Cervantes no planificó su obra, elaborando un esquema previo que marcara un rumbo y un destino. Y no es menos innegable que su sentido de lo cómico está asociado a los mamporros y, ocasionalmente, a lo escatológico. Creo que ambas objeciones reflejan una lectura superficial y cierta incapacidad para situar la obra en su contexto, aceptando que la perspectiva del tiempo es fundamental cuando median quinientos años entre una pieza literaria y su lector. Esa distancia, lejos de restar méritos, revela que la obra continúa viva, pese al inevitable desgaste de los siglos. El Quijote desbordó las intenciones satíricas de Cervantes. Alonso Quijano no es un majadero, sino un erasmista derrotado por el Concilio de Trento. Su peripecia encarna la derrota del idealismo y el fracaso de las ensoñaciones utópicas. El Quijote muestra la autonomía del arte, que trasciende la perspectiva de su creador. De hecho, continúa su andadura, con una historia efectual cada vez más compleja, incorporando a su caudal los ejercicios hermenéuticos de cada generación. Se puede decir que ha conquistado la única eternidad asequible en el mundo empírico, pues hace hablar a otros hombres que han crecido y se han formado en circunstancias completamente diferentes. Imagino que todo eso pasa desapercibido para el que condena la obra porque ha despertado sus bostezos y su impaciencia.
En la lista de clásicos presuntamente intratables, los jóvenes literatos incluían sin rubor a Platero y yo, Tiempo de silencio, El Jarama, El lazarillo de Tormes, La Celestina, La Regenta y la obra completa de Azorín, “verdadero monumento al tedio”, según un autor que acusaba a su profesor de secundaria de alimentar la aversión a la lectura con obras particularmente plúmbeas. Me produce auténtico estupor que Platero y yo resulte decepcionante. Juan Ramón Jiménez es un poeta deslumbrante en cualquiera de sus etapas. La hondura metafísica de sus últimos libros no es un hallazgo tardío, sino la confirmación de una implacable exigencia estética. Platero y yo no es un libro para niños, con tendencia a la cursilería y el sentimentalismo. Su prosa simbolista desprende belleza e inteligencia. Su mirada morosa y sensual recuerda la pretensión fenomenológica de llegar a la esencia de las cosas. Su intención de convertir la historia de Platero en una atípica versión de la Pasión de Cristo, no es el vestigio de una religiosidad periclitada, sino una fecunda recreación de la sencillez evangélica, cuando la buena nueva aún era palabra viva y no dogma.
El Quijote y Platero y yo son clásicos oscurecidos por una exposición excesiva, pero no se puede afirmar lo mismo de El Jarama o Tiempo de silencio, quizás las dos obras más sobresalientes de unas décadas sometidas a la censura de una interminable dictadura. El Jarama es el retrato minucioso de una época mediante los distintos usos lingüísticos de sus personajes. Los excursionistas hablan un lenguaje coloquial que reproduce la atmósfera de un Madrid circundado por núcleos de chabolas. Es un lenguaje aparentemente banal, exento de reflexiones o grandes frases. No pretende seducir, sino captar la mediocridad de una larga postguerra, donde lo anodino había adquirido el rango de epopeya. Los habitantes de los pueblos próximos a la capital aún viven conforme a las reglas de un mundo rural que comienza a desintegrarse. El ahogamiento de un excursionista es el punto más alto de la narración, pero pasa desapercibido. Se podría decir que es un clímax asfixiado por un entorno insignificante, una pirueta que anula el principal evento de una trama casi inexistente. El juez que acude a levantar el cadáver y los guardias civiles que le acompañan emplean un lenguaje burocrático e impersonal. Una extraña inmovilidad preside los hechos, creando una atmósfera de hiperrealidad. La prosa de Ferlosio es como el ojo de una cámara fotográfica. Todo es real, objetivo, fidedigno, pero no hay movimiento. O, en todo caso, un movimiento imperceptible, semejante al de una sombra que declina con el sol. En 1956, fecha de publicación de la novela, España se ha descolgado de la historia y avanza por una vía muerta, donde nada tiene sentido.
En Tiempo de silencio, sí hay movimiento. El lenguaje no es hiperrealista, sino deliberadamente deformado, casi como si ejecutara la matemática perfecta del esperpento. Las chabolas se convierten en “soberbios alcázares de la miseria” y las mujeres anglosajonas o suecas en “rubias mideluésticas”. Los monólogos interiores de los distintos personajes se mezclan, componiendo una estridente sinfonía. Los hechos se desdoblan y transforman gracias a un perspectivismo radical, que relativiza cualquier pretensión de objetividad. Un lenguaje neobarroco hace tambalearse al realismo social dominante. Madrid se erige en personaje central de una tragedia que nunca se desvía de un fatalismo ciego. Lo grande actúa como espejo de lo pequeño. Y a la inversa: “Un hombre es la imagen de una ciudad y una ciudad las vísceras al revés de un hombre”. La existencia degradada de los barrios de chabolas evoca los bajos fondos del Lazarillo de Tormes o la indefensión de los criados de La Celestina. La ferocidad y amoralidad de sus habitantes no brota de una perversidad intrínseca, casi biológica, sino de un pecado colectivo. La España de Franco prolonga la hipocresía de Vetusta, escenario de La Regenta. No hay compasión para el pobre o el inadaptado. Ana Ozores se desploma en la Catedral de una ciudad chismosa, mezquina y despiadada. Se invoca sin cesar a Cristo, pero nadie imita su misericordia. La adúltera es repudiada, escarnecida, humillada.
Mientras escribía esta nota, recordaba mis experiencias como joven lector. No he olvidado mis tardes en el Parque del Oeste con mi ejemplar de Tiempo de silencio, maltratando el libro a conciencia con subrayados, notas y asteriscos. Sólo tenía diecisiete años, pero nunca he leído tanto y con tanta intensidad. Esos clásicos que ahora se menosprecian imprimieron una dirección a mi vida. De hecho, nunca me he desviado de ese camino. Leer ensanchó mi espíritu y me hizo reparar en que lo inaudito suele anidar en lo pequeño y humilde. Nunca me aburrió Azorín. Gracias a él, aprendí a percibir el tiempo de otra manera, comprendiendo que el mundo no discurre conforme a una medida, sino de acuerdo con un ritmo. “La muerte es una cosa seria de verdad –escribe Miguel Torga-. Pero más lo es la vida”. Los clásicos nos ayudan a vivir mejor, a mantener despiertos los sentidos, a contemplar el mundo con inteligencia, a esforzarnos para descubrir que la palabra no es una herramienta, sino una epifanía de eso que llamamos ser. Nos recuerdan la importancia de la vida y nos ayudan a encarar el misterio de la muerte.
Hace tiempo que los clásicos llevan una existencia marginal, casi clandestina. Es el signo de un “tiempo de penuria”, afirma Hölderlin. “La noche del mundo extiende sus tinieblas”, corrobora un siglo más tarde Heidegger. Y seguimos en esa noche, esperando a un Dios que no llega, quizá porque hemos perdido la capacidad de escuchar.