La obra de José Ángel Valente tiene una raíz que desborda la idea de poesía como género literario. El interés de José Luis Pardo por esta escritura atestigua que filosofía y poesía transitan por cauces comunes, anegándose mutuamente en la tarea del conocer. En la presentación de la poesía completa de Valente, Pardo apunta que “su trabajo sobre la palabra tiene una importancia de primera magnitud para quien intenta dedicarse a la filosofía: una dedicación que, si bien está centrada en el concepto, no puede –ni debe– librar a este último de su pertenencia radical al orden de la palabra.” La obra de Valente no es algo cerrado. Acercarse a sus textos es ponerse en contacto con un proceso inacabado, donde la palabra intenta ir más allá de sí misma, impulsada por el propósito de restaurar la unidad primordial entre la pura materialidad de lo que es y la incorporeidad del no-ser. La desaparición física de Valente, que vivió la experiencia de su muerte con una dignidad estoica, no puso fin a una obra que, desde muy temprano, asumió la necesidad de avanzar hacia el fragmento y el silencio. La verdad sólo se muestra a un lenguaje con suficiente fuerza para aceptar su propia abolición.
La poesía de Valente entiende la expresión como un ejercicio de anonadamiento. El habla poética no es comunicación, sino una empresa de conocimiento, impregnada por un inequívoco propósito moral. La exigencia formal, la búsqueda de la palabra exacta, no procede tan sólo de un imperativo estético. La intención de conocer expulsa del poema cualquier recurso innecesario o gratuito. Este modo de proceder responde al deseo de abrir un “claro”, donde la palabra, lejos de actuar como cauce de información, se pone a disposición de un mundo que se dice a través de ella. La crítica del lenguaje, que ya había comenzado a articularse con Presentación y memorial para un monumento (1970), se radicaliza a partir de Material memoria (1979), avanzando hacia una poesía minimalista, donde se advierte una innegable afinidad con el esencialismo de Paul Celan, que procede con el rigor de un geómetra, dispuesto a prescindir de todo lo accidental para llegar a la pureza de las formas.
Al igual que Celan, Valente explota el recurso de la depuración, sin rehuir la opacidad y la dispersión, pues entiende que la “ininteligibilidad” no es un reto hermenéutico, sino el elemento esencial de una sintaxis poética, dispuesta a destruir el lenguaje para posibilitar la manifestación del ser.
Los ensayos reunidos en La piedra y el centro (1982) traicionan la voluntad de su autor, que rechaza la posibilidad de construir una poética a partir de unos textos vinculados por una comunidad de temas y no por una teoría unificada. Sin embargo, en esta obra hay algo más que afinidad temática. Al hablar de Miguel de Molinos, El Bosco, Grünewald, Santa Teresa de Jesús o San Juan de la Cruz, Valente despliega las claves de un pensamiento que medita sobre el ser, el lenguaje y la experiencia religiosa. La forma de análisis evoca el itinerario del místico por sus moradas interiores. Los temas no son diseccionados, sino que se gira alrededor de ellos, hasta crear la luz donde acontece la experiencia de la comprensión, una auténtica revelación. Revelación en el sentido en que Gadamer define la experiencia: lo que rompe toda expectativa. Al hilo de esta idea, Valente considera que la palabra no necesita justificarse mediante el sentido, pues la palabra es “epifanía”. Se tiende a describir la escritura como vehículo o medio, pero la escritura es sobre todo un estado de suspensión, donde se rompe el vínculo con toda referencia o predeterminación y se produce ese “descondicionamiento” inherente a la genuina expresión artística. Este fenómeno explica que el verdadero arte implique la disolución del yo, pues la poesía, según Valente, “está, en verdad, hecha por todos”.
La trascendencia de lo individual no desemboca en un arte de masas, sino en el conocimiento del otro. La paradoja del arte es que el otro no emerge de lo exterior. El otro aparece en la imagen de uno mismo que produce el artista al objetivar su experiencia del mundo. Se produce de este modo esa superación de la alteridad que nace de la unidad con el otro. Para salir de uno mismo, hay que descender a lo más profundo de nuestra intimidad, pues allí no nos encontraremos con nuestra singularidad más irreductible, sino con esa realidad exterior –el otro- que nos constituye y nos permite ser.
La unidad en el otro es una experiencia religiosa. Su trascendencia rebasa la mera comunidad con lo diferente, pues su raíz no está en la extraordinaria capacidad de superar la diferencia sin anularla, sino en la vieja idea cristiana de encarnar el espíritu y espiritualizar el cuerpo. Al encarnarse, Dios asume la materia. “Negación de lo escindido, la encarnación –escribe Valente- redime al Dios de su corporalidad no realizada y al cuerpo de los límites de la pura corporalidad”. El éxtasis místico no es una experiencia del espíritu, sino del cuerpo, que conoce su plenitud y su trascendencia. La unión sexual no es privilegio de los sentidos, sino regocijo del espíritu que anuncia la buena nueva de la resurrección de la carne, redimida de su contingencia. La palabra no es ajena a este hecho, pues en la palabra se manifiesta el espíritu y el espíritu no es nada distinto de la carne, carne que se dice en el poema, materia que vence a la muerte en la perennidad de la palabra esencial. “La palabra”, advierte Valente, “no significa; manifiesta”. La escritura no surge; adviene. De ahí su inocencia, pues no responde a una necesidad ni a un propósito. En la palabra, el espíritu se hace carne, carne “respirante”. Ésa es, según Lezama Lima, “su función trascendental-orgánica”. La transformación de la palabra en alimento, en algo que “se come” y dispensa vida, pone de manifiesto su condición de materia espiritualizada o espíritu materializado.
El carácter trascendente de la palabra poética se intensifica con el silencio. “La palabra –apunta Valente- va siempre con nosotros aunque callemos o sobre todo cuando callamos. Porque la palabra no destinada al consumo instrumental es la que nos constituye: la palabra que no hablamos, la que habla en nosotros y nosotros, a veces, trasladamos en el decir”. La palabra poética discurre entre el callar y el decir. Es la tensión extrema del lenguaje en su esfuerzo por descondicionarse de las convenciones. Por eso, lo inexpresable está contenido en la expresión, como polo dialéctico de un texto que contempla el silencio como un elemento más de su discurso. Esta reflexión está en San Juan de la Cruz, pero también en Wittgenstein, que en 1931 escribe: “Lo inexpresable está –inexpresablemente- contenido en lo que está expresado”. Ésta es la causa de que, al destruir el sentido, se produzca, según Valente, “la apertura infinita de la palabra” o, lo que es lo mismo, “la plenitud de la visión”.
La dispersión de estas ideas (Valente no unifica sus teorías) no impide advertir una poética extremadamente exigente y rigurosa en su búsqueda de la palabra esencial. La voluntad de disolución con el yo y de comunidad con el otro explican la adscripción inicial a la generación del 50 (Ángel González, Brines, José Agustín Goytisolo), pero, desde muy pronto, se hará evidente que la poesía de Valente desborda ampliamente los presupuestos estéticos de esta nómina de poetas y que, en todo caso, sólo muestra una indiscutible afinidad con la obra de Claudio Rodríguez. Al igual que éste, sus poemas incluyen la meditación sobre el lenguaje y la disposición de anonadar al “yo” para posibilitar la emergencia del “nosotros”. La influencia de Heidegger se advierte con toda nitidez. La palabra poética no dice al poeta, sino al ser, que adviene en un espacio liberado de la servidumbre inherente a la instrumentalización del lenguaje. Esa búsqueda de la palabra esencial desembocará en el decir alusivo del fragmento. Nada más coherente, por tanto, que la obra póstuma de Valente se titule Fragmentos de un libro futuro. Los poemas aquí reunidos radicalizan los planteamientos de una escritura que busca la luz procedente de la oscuridad.
Lo visible, advierte Valente, “limita con la nada”, con lo no visible. Las palabras serán borradas por “la cierta sucesión de las aguas”. El río evoca “el ritual aciago del adiós”; el silencio, la inminencia del ser, su no-manifestación que es su forma de aparecer. El vacío es “una inmensa morada”, un gigantesco útero donde lo que es, se espiritualiza, mostrando su parentesco con el no-ser. Valente concibe la escritura como un “criptograma”, pero asume que en su centro tal vez no haya ningún secreto, ninguna enseñanza. La palabra se muestra y no tiene por qué expresar un sentido. El ser es y es suficiente. La trascendencia no está más allá, sino más acá de lo que aparece. El poeta se limita a certificar esta teofanía sin dios. No hay “asidero en tanta sombra”. El existir “se diluye despacio, muy despacio, en lo no descifrable”. Las palabras son alimento, pero algún día perderán su capacidad de engendrar. Les sucederá lo mismo que a los que amamos: sólo nos quedará su “anhelante impresencia”. Esta poética no excluye lo inmediato. Por eso hay referencias a Cernuda, las fosas comunes del barranco del Víznar, los campos de exterminio nazis y la pintura de Ucello, que en su búsqueda de la perspectiva y el mito muestra la promiscuidad y reversibilidad de todos los lenguajes. Tampoco se prescinde de ciertas alusiones culturalistas, que meditan sobre el esperpento valleinclanesco y la estética barroca. Predomina, no obstante, el tono elegíaco: la meditación de la muerte, la evocación del amigo fallecido, la sombra del hijo malogrado. Al igual que el último Juan Ramón, Valente desdibuja la frontera entre los géneros, recurriendo a la prosa poética o, más exactamente, al poema en prosa. Este recurso convive con el poema breve, inspirado en el haikú. Podríamos decir que nos encontramos ante un testamento con rasgos de summa poética, de obra total. Se trata, sin duda, de un libro que asume su carácter poliédrico y polisignificativo, donde se repite una vez más uno de los rasgos esenciales del arte contemporáneo: la coexistencia de expresión y teoría, de materia e idea.
José Ángel Valente fue algo más que un poeta. José Luis Pardo lo ha definido como uno de esos intelectuales, cuya obra no necesita el refrendo del mercado, pues su influencia ya forma parte de una cultura (la nuestra, pero también la europea, a cuya construcción como espacio de tolerancia y matriz de ideas, tanto se esforzó en contribuir). La proximidad de sus poemas a cierta tradición filosófica, que en nuestro país ya se había manifestado a través de la pluma de María Zambrano, recupera la huella del pensamiento presocrático, ese pensar esencial que Heidegger cifró como origen, nudo y destino del saber filosófico de Occidente. Los fragmentos de Heráclito o el poema del Parménides no están muy lejos de una poesía que nunca cesó de desbrozar el lenguaje para abrir el claro donde comparece el ser, ese espacio donde las cosas, liberadas de cualquier ejercicio hermenéutico, recuperan su inocencia (esto es, vuelven a ser lo que son y nada más). La filosofía no puede ignorar lo que la convoca, sin empobrecerse irremediablemente.