No es un secreto que la metafísica y la teología comienzan a desplomarse a mediados del siglo XIX, cuando los avances científicos aportan evidencias incompatibles con los dogmas de fe y ciertos relatos filosóficos que presuponen la existencia de trasmundos, como la “llanura supraceleste” de Platón o el “mundo supralunar” de Aristóteles. Se puede afirmar que la filosofía de Nietzsche completa el proceso de desmitologización impulsado por Comte, Feuerbach, Darwin y Marx, precursores de una imagen del mundo definitivamente escindida de lo sagrado y sobrenatural. La frase “Dios ha muerto” sintetiza las grandes corrientes de pensamiento de la época, marcando el fin de una tradición y el inicio de una nueva era. Lo divino, herido de muerte por el pensamiento ilustrado, abandona la historia en el umbral del siglo XX, empezando un exilio que aún perdura. ¿Significa esto que efectivamente “Dios ha muerto” o que sólo era una ensoñación, una fantasía de nuestra conciencia racional, incapaz de soportar su finitud? Juan Ramón Jiménez no formula un planteamiento regresivo, pero no suscribe la reducción del ser a una temporalidad habitada por objetos de experiencia. Entiende que lo divino aún permanece entre nosotros, pero ya no se trata del Dios adorado por distintas iglesias –un fetiche instrumentalizado por los poderes terrenales-, sino del dios que reúne naturaleza e historia, sosteniendo su curso mediante una eternidad en movimiento. Para el poeta, la eternidad no es un absoluto inmóvil e inmutable, sino un proceso que mantiene una comunicación permanente entre los tres estadios del tiempo. Pasado, presente y futuro no son los rostros sucesivos de un baile de apariencias, sino momentos de una trama infinita. Nada muere del todo. La muerte no borra el rastro de lo que una vez existió. Ese rastro o vestigio queda grabado en la memoria y emerge en el presente, participando activamente en la configuración del futuro. Hans Jonas, discípulo de Heidegger, llama a ese fenómeno “absoluto no-ser actual de las cosas pasadas”. No se refiere al simple recuerdo, sino a una verdadera presencia. La muerte del Dios cristiano deja paso a un dios que necesita al yo para existir y que existe para que el yo pueda desplegarse, superando su tendencia a la dispersión. En cierto sentido, es el regreso de los dioses del mundo antiguo, firmemente enredados en el transcurrir cotidiano.

En el “Fragmento segundo” de Espacio, el yo dialoga con ese dios inmanente. Y lo hace evocando su historia, pues el yo no es nada, al margen de sus vivencias, de su relación con las cosas. Y dios no es nada, sin ese yo que lo nombra y merodea. Juan Ramón Jiménez baja al río Hudson y descubre que sus aguas contienen “el campo amarillo de la infancia”. Por debajo de Washington Bridge pasa la niñez, el amor, la luz. En el rincón de una ciudad moderna se revela una vez más que la analogía no es un procedimiento poético, sino la ley secreta del universo: “New York es igual que Moguer, es igual que Sevilla y que Madrid”. Es igual porque la belleza es universal y continua, como el devenir de un río. La belleza es pájaro, viento, canto, palabra: “En el alambre de lo azul, el gorrión universal cantaba, el gorrión y yo cantábamos, hablábamos; y lo oía la voz de la mujer en el viento del mundo”. La belleza no es un ideal, sino algo que acontece ante nuestros ojos, el parpadeo de un dios siempre presente. El “gorrión universal” nos convoca en cualquier paisaje: “En el jardín de St. John the Devine, los chopos verdes eran de Madrid”. La analogía, que anula provisionalmente las distancias temporales, se combina con la sinestesia para impugnar el discurso de la razón y dilatar nuestra experiencia de lo real: “El cielo flotaba hecho armonía violeta y oro”. El yo se expande, hablando “con un perro y un gato en español”. Hay una “lengua universal” que hace inteligibles todas las paradojas: “un sol ya muerto, pero vivo; un sol presente, pero ausente”. La presencia es la intersección entre el ser y el no-ser, el milagro que permite escuchar los colores y experimentar el tacto del tiempo. El dios habla en lo creado, no en textos canónicos, que reflejan la miseria del pensamiento racional. Habla de forma oscura, reclamando el poder mediador de la poesía, que permite sortear cualquier límite e internarse en lo incondicionado.

Juan Ramón Jiménez señaló que Espacio era un poema “sin asunto”. No mentía, pero su monólogo no es pura espontaneidad caótica. La referencia a dios y lo eterno mantiene un hilo que permite deambular por el texto, con la sensación de no caminar a ciegas. La aparición de referencias autobiográficas clarifica el poema. En el “Fragmento tercero”, Juan Ramón identifica el mar con el paraíso de su infancia, pero también con la evolución y transformación de su poesía, una obra que se considera felizmente inacabada, pues contempla la perspectiva del cambio, incluso más allá de la muerte de su autor: “…marenmedio, mar, más mar, eterno mar, con su luna y su sol eternos por desnudos, como yo, por desnudo, eterno; el mar que me fue siempre vida nueva, paraíso primero, primer mar”. El “marenmedio” que marca un decisivo punto de inflexión en la poesía de Juan Ramón Jiménez es el mismo mar que ahora le separa de una España destrozada por la guerra civil. El pronunciamiento militar ha roto la ilusión de una patria gobernada por los discípulos de Giner de los Ríos. Sin embargo, el sonido de las botas desfilando por las calles de ciudades en ruinas no debe enmudecer al poeta. El poeta debe ser fiel a su destino y su destino es adentrarse en lo eterno, librando al mundo de la mera compulsión de la necesidad: “…sólo el Destino es inmortal, y por eso yo te hago a ti inmortal, por mi Destino”. Juan Ramón Jiménez no se atribuye un papel mesiánico. Sólo constata que el destino del poeta es preparar la eclosión de lo infinito. Frente a la nada disolvente, que hunde todo en el olvido, la totalidad de lo eterno, donde nada se pierde. La palabra del poeta transforma el ser en mundo: “…ni el mar ni el viento son viento ni mar; no están gozando viento y mar si no los veo, si no los digo y lo escribo que lo están. Nada es la realidad sin el Destino de una conciencia que la realiza”. El poeta es un demiurgo que reinventa las fuerzas de la naturaleza, insertándolas en un red de analogías y correspondencias.

Al igual que Thomas Mann, Juan Ramón considera que el sur no es una mera latitud, sino el espacio donde la belleza y lo eterno convergen: “¡Al sur, al sur! Todos deprisa”. Viajar al sur nos ayuda a comprender que la vida y la muerte no se anulan mutuamente: “Allí la vida está más cerca de la muerte, la vida que es la muerte en movimiento, porque es la eternidad de lo creado, el nada más, el todo, el nada más y el todo confundido”. La inmortalidad brota de la unión de los contrarios: “Otelo con Desdémona será lo eterno”. Juan Ramón finaliza su poema con un conmovedor diálogo entre el cuerpo y el alma. Lejos de cualquier prejuicio platónico-cristiano, exalta nuestra dimensión física, deplorando la tradición filosófica que describe el cuerpo como la cárcel del alma y la muerte como una liberación: “¿Y por qué te has de ir de mí, conciencia? ¿No te gustó mi vida? Yo busqué tu esencia. […] ¿Y te has de ir de mí tú, tú a integrarte en un dios, en otro dios que éste que somos mientras tú estás en mí, como de Dios?” El contraste entre dios y Dios o, dicho de otro modo, entre lo inmanente y lo trascendente, no se resuelve con una posición definida, sino con una deliberada ambigüedad. Octavio Paz afirmó que Espacio dibujaba un círculo, reuniendo los conceptos de principio y fin en sus últimas líneas, pero yo creo que la interrogación final invoca más bien la figura de una espiral, que asimila la experiencia poética con una inacabable apertura.

Espacio plantea un poderoso reto hermenéutico. La historia de la poesía moderna describe un progresivo alejamiento de la claridad. No es fruto del capricho, sino del propósito de ir más allá, de expresar lo inefable, de superar la distancia que separa a las palabras de las cosas. Para la ciencia, la palabra es un instrumento. Para la poesía, una revelación. La ciencia ha convertido al hombre en “el señor del ente”; la poesía le reserva el papel de “pastor del ser” (Heidegger). La ciencia busca lo idéntico. La poesía, lo otro. La ciencia presupone sus hallazgos. La poesía espera, escucha, sin saber lo que le aguarda. Espacio es un ejemplo de esta actitud. Para la teología cristiana, Dios es Uno, Indivisible e Inmutable. Para la poesía, dios es multiplicidad, escisión y cambio. La eternidad del poeta consiste en reflejar ese proceso. Juan Ramón Jiménez no excluye la posibilidad de un absoluto trascendente, pero considera que es tan inaccesible como el nóumeno kantiano. El poeta siempre llega tarde a la casa de Dios, “ruina que persiste entre la piedra prohibitoria más que la piedra misma”.

 

Bibliografía:

Albornoz, Aurora de, “Juan Ramón Jiménez o la poesía en sucesión”, en Juan Ramón Jiménez: Nueva antolojía. Barcelona, Península, 1972, pp. 7-90.

Blanco Pascual, Francisco Javier, La poética de Juan Ramón Jiménez. Desarrollo, contexto y sistema. Universidad de Salamanca, 1981.

Gullón, Ricardo: Conversaciones con Juan Ramón Jiménez. Madrid, Taurus, 1958.

-El último Juan Ramón Jiménez. Madrid, Alfaguara, 1963.

Jiménez, Juan Ramón: Espacio, en Lírica de una Atlántida. Edición de Alfonso Alegre Heitzmann. Barcelona, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, 1999.

-Espacio. Edición de Aurora Albornoz. Madrid, Editora Nacional, 1982.

Predmore, Michael P., La poesía hermética de Juan Ramón Jiménez. El “Diario” como centro de su mundo poético. Madrid, Gredos, 1973.

Sánchez Barbudo, Antonio: La segunda época de Juan Ramón Jiménez. Cincuenta poemas comentados. Madrid, Gredos, 1963.

Varios autores, Juan Ramón Jiménez. Edición de Aurora de Albornoz. Madrid, Taurus, 1982.

 

- Espacio: Juan Ramón Jiménez (I)