La expectativa de un reencuentro siempre está acompañada por el miedo al desengaño. Descubrí Cien años de soledad con dieciséis años, experimentando una conmoción similar a la de otros lectores de mi generación. Por entonces, mis novelistas de referencia eran Baroja, Unamuno, Dostoievski y Stendhal. No podía sospechar que existían otras formas de hacer literatura, donde la realidad podía convivir con lo fantástico, sin provocar intolerables disonancias. Aunque la primera edición circulaba por mi biblioteca familiar desde los años setenta, nunca le había prestado demasiada atención. Fernando Lázaro Carreter y Evaristo Correa Calderón comentaban generosamente la obra en sus espléndidos manuales de Lengua y Literatura Españolas, pero los profesores de la época postergaban su estudio, destacando los hitos de la generación del 98. Además, nunca se llegaba al final de temario, frustrando la posibilidad de conocer a los autores contemporáneos. En 1979, España aún vivía sumida en el provincianismo cultural, mostrando cierta desconfianza hacia las novedades.
Durante una tarde de estudio, harto de memorizar fechas y títulos, leí el fragmento escogido por Lázaro Carreter y Evaristo Correa para comentar Cien años de soledad. Perdí mis manuales de bachillerato hace tiempo y sólo me cabe recurrir a la memoria, que conserva la impresión de haber leído en esa lejana fecha una página perfecta sobre la decadencia de Macondo, cuando por fin acaban los cuatro años, once meses y dos días de lluvia torrencial y las calles parecen pantanos con muebles destrozados y “esqueletos de animales cubiertos de lirios colorados”. Podría decir que el texto desmontó mi aprecio por la Edad de Plata de la literatura española, pero no es cierto. De inmediato, pensé en Valle-Inclán y en Ramón Gómez de la Serna. La prosa lírica y neobarroca de García Márquez vibraba con el mismo sentido musical que las Sonatas y revelaba el mismo ingenio que las greguerías. Muchos años después, leí que el estilo de García Márquez no se había forjado en la atmósfera claustrofóbica de Yoknapatawpha, sino en el clima festivo de las greguerías, verdadera fiesta del lenguaje. El autor colombiano leyó tardíamente a Faulkner, cuando ya había publicado Cien años de soledad. Por el contrario, conocía muy bien la obra de Alejo Carpentier. De hecho, José Arcadio Buendía atisba la nave corsaria de Víctor Hughes en el mar Caribe, aparentemente inmóvil, como si hubiera quedado suspendida en el tiempo. Víctor Hughes es un personaje real que ocupa un lugar central en El siglo de las Luces (1962). Su presencia en la novela de García Márquez expresa una deuda literaria, pero también es una de las claves de Macondo. Macondo es un lugar mítico que funda y recicla las cosas, generando un movimiento sin fin, semejante al de una esfera pitagórica, cuyo desplazamiento indica la intervención de un todopoderoso y omnisciente demiurgo, pero no de un Dios compasivo.
Cuando finalicé Cien años de soledad, sufrí un arrebato creador y escribí un relato que imitaba torpemente el estilo de la novela. Afortunadamente, el cuento se extravió, no sin soportar previamente el desdén de un profesor de literatura que me aconsejó leer más a Baroja y menos a los “modernistas”. Aún me pregunto qué quiso decir, pero aquel fracaso me hizo descubrir varias cosas. En primer lugar, la inutilidad de copiar a los grandes innovadores, pues un estilo tan singular como el de García Márquez abre caminos, pero no tolera remedos. Sus imitadores, que no son pocos y algunos con notable éxito, sólo han logrado alumbrar obras menores, donde se explota hasta el ridículo el realismo mágico, multiplicando el número de personajes con edades bíblicas, sexualidad insaciable y crenchas infinitas. En segundo lugar, el carácter artesanal de la literatura, un trabajo que requiere paciencia, madurez y unas chispas de genio. García Márquez necesitó muchos años para tejer un mundo tan complejo o, más exactamente, para consumar un deicidio, quizás el prodigio más insólito del quehacer literario. Por último, la necesidad de reformar los planes de estudio para que las nuevas generaciones lean directamente los textos y no pierdan tiempo memorizando fechas y nombres.
En las décadas posteriores, volví a leer Cien años de soledad, pero poco a poco declinó mi interés por la obra. Me impresionó el juicio adverso de Pier Paolo Pasolini, que acusaba a García Márquez de ser “un escritor indigno”. Aunque yo lo descubrí mucho más tarde, escribió un artículo demoledor en 1973, donde no escatimaba dicterios: “García Márquez es un fascinante burlador, tanto es así que todos los bobos han caído en la celada. Pero le faltan las cualidades de la gran mistificación […]: las cualidades que posee, por poner un ejemplo, Borges”. Para el director italiano, sólo se trataba de “la novela de un guionista o un costumbrista, escrita con vitalidad y con derroche del tradicional manierismo barroco latinoamericano, casi para el uso de una gran empresa cinematográfica norteamericana”. Siempre hay algo sospechoso en el éxito excesivo, que puede ser fruto de la promoción, las circunstancias o la histeria colectiva. ¿Quién se atrevería hoy a decir que Los cipreses creen en Dios es una obra maestra? ¿Significa eso que Cien años de soledad sólo es un best-seller? Cincuenta años después de su publicación, podemos afirmar categóricamente que no, que Lázaro Carreter y Correa Calderón no se equivocaban al describir la obra como un gran acontecimiento literario que renovaba la literatura en lengua castellana, causando un impacto similar a Azul (1888), el magistral libro de Rubén Darío. Al escribir esto, reparo en que el comentario de mi profesor de literatura respondía a esta comparación, donde se sugería que el estilo no es un adorno, sino el rasgo distintivo de un texto literario. Si pasamos por alto la forma, no habría manera de distinguir una novela o un poema del Boletín Oficial del Estado. No se puede explicar una obra mediante su contexto. Es necesario explicarla desde dentro, captando su respiración y sus latidos. García Márquez es un excelente narrador, pero también es un poeta con una sensibilidad privilegiada.
Cuando hace unos días empecé a releer Cien años de soledad, no había olvidado las invectivas de Pasolini y mi escaso aprecio por los emuladores de García Márquez. Honestamente, no sabía qué me iba a encontrar y, preventivamente, me inclinaba hacia la decepción. Sólo necesité avanzar unas páginas para disolver mis prejuicios. Macondo ejerce una fascinación invencible. Posee la fuerza de un espacio mítico porque sintetiza las esperanzas y desilusiones de una región real, concreta, sin sucumbir al exceso de tópicos y localismos que limitan su eco. Macondo recrea la atmósfera opresiva de los pueblos colombianos ubicados en las proximidades de la costa atlántica. Su historia es la de todas las pequeñas comunidades acostumbradas a vivir entre la miseria, la exclusión y la desesperanza. Los acontecimientos fantásticos que salpican su rutina se perfilan como puntos de fuga de una realidad asfixiante, donde sólo prosperan el tedio, la rabia y el resentimiento.
García Márquez transforma sus experiencias personales en hechos maravillosos que sugieren la necesidad de interpretar la realidad desde una perspectiva flexible, capaz de sacudirse el lastre de la razón. En Aracataca, su pueblo natal, una muchacha se fugó con un hombre y su familia intentó disimular el escándalo, asegurando que se había elevado a los cielos. De ahí surgiría la ascensión de la bella Remedios, que evoca la Asunción de la Virgen. Don Nicolás, abuelo del escritor, le llevó al circo cuando era un niño. De esa anécdota surgiría la imagen de Aureliano Buendía caminando de la mano de su padre para conocer el hielo. García Márquez no busca el golpe de efecto. No es cierto que conciba la literatura como un juguete, como le reprochaba Pasolini, citando el párrafo donde Aureliano describe la literatura como “el mejor juguete que se había inventado para burlarse de la gente”. No es un embaucador, sino un narrador que pretende expandir los límites de lo real. La vida es experiencia objetiva, pero también sueño, imaginación y delirio. La razón no puede prescindir del misterio y lo irracional sin dejar a oscuras vastas regiones del ser. Quizás lo mágico no sea otra cosa que la realidad contemplada desde otro punto de vista.
El espacio de Macondo comprende la selva, “un paraíso de humedad y silencio”, el mar y ese Viejo Mundo que se manifiesta en forma de galeón abandonado. La irrupción del ferrocarril, el teléfono, los gramófonos y el cine introduce la modernidad, pero al mismo tiempo destruye su paz, desencadenando disturbios sociales y guerras civiles. La necesidad de borrar de la memoria colectiva la matanza acaecida durante la represión de la huelga bananera no difiere demasiado de la amnesia colectiva causada por una epidemia de insomnio. ¿Qué es real? ¿Los hechos? ¿O lo que se reinventa? ¿Es posible una crónica fidedigna del pasado? Macondo es el paraíso hasta que descubre la existencia de la muerte y el olvido. Melquíades se refugia en ese precario edén y no se rinde cuando la muerte lo derrota. Al igual que Lázaro, resucita, pero no como un hombre de carne y hueso, sino como uno de esos fantasmas que conoce Ulises durante su descenso al reino de Hades.
En el paraíso no existen tabúes, ni prohibiciones, salvo la de pretender ser como dioses. El temor recurrente al incesto que recorre toda la novela pone de manifiesto que Macondo ha caído en el tiempo, que ha perdido su inocencia y viaja hacia la perdición. Narrar e inventar historias sólo es una forma de demorar ese desenlace. La lluvia torrencial que casi ocupa un lustro no deja lugar a dudas. El mal lo ha contaminado todo y el lenguaje ya no nombra las cosas; sólo las oculta. La corrupción adquiere su rostro más sombrío cuando los norteamericanos, con su tecnología y su poder militar, se apropian de la región y empiezan a explotar el banano: “…dotados de recursos que en otra época estuvieron reservados a la Divina Providencia, modificaron el régimen de lluvias, apresuraron el ciclo de las cosechas, y quitaron el río de donde estuvo siempre…”. No hay que esperar demasiado de las revoluciones y los cambios políticos. Cuando Arcadio se convierte en gobernador de Macondo, sus ideas liberales no le impiden prohibir, fusilar y humillar a los adversarios. Su crueldad sólo es una evidencia más de la imposibilidad de observar la historia con optimismo. Los tres mil trabajadores masacrados durante la huelga bananera son trasladados al mar en “un tren interminable y silencioso” para ocultar el crimen. Es imposible no pensar en los grandes genocidios del siglo XX, con sus trenes avanzando hacia el Lager y el Gulag.
El encierro final de Aureliano en un cuarto para leer el manuscrito que narra la historia de su familia y la fecha y las circunstancias de su propia muerte rememora el tiempo circular de la Antigüedad, donde no hay espacio para salvaciones o redenciones. La humanidad está condenada desde que traspasó el umbral de la historia, abandonado el edén de la conciencia prerracional: “las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”. Lúcido e intempestivo, Pasolini se equivocó con García Márquez. Macondo cumple cincuenta años y, a pesar de su visión trágica del devenir, rebosa vida y cierta ebriedad dionisíaca, cuya máxima expresión es la pasión carnal -explosiva, ciega, caudalosa- que devora a los personajes. Todo indica que García Márquez opina lo mismo que Valle-Inclán: la existencia es una mascarada con un final dramático, sangriento. De hecho, el carnaval de Macondo desemboca en una matanza: “… quedaron tendidos en la plaza entre muertos y heridos, nueve payasos, cuatro colombinas, diecisiete reyes de baraja, un diablo, tres músicos, dos Pares de Francia, y tres emperatrices japonesas”. Sólo la belleza y el placer nos proporcionan breves treguas, efímeros momentos de felicidad.
Quizás mi pesimismo sea fruto de mi edad. Ya no soy un joven lector al que le aguardan infinidad de Mediterráneos, sino un perro viejo que husmea por antiguos rincones. Tal vez otras interpretaciones, más luminosas y alegres, se ajusten mejor al espíritu de la obra. Esa posibilidad corrobora que sólo los grandes clásicos pueden soportar cien años de soledad, sin perder su capacidad de inspirar sueños.