Desde muy temprano, el joven Joseph Randolph descubrió que le atraían los muchachos, pero el deseo carnal se manifestaba de forma menos apremiante que la ensoñación romántica. Se enamoraba platónicamente, experimentando sentimientos de culpa cuando lograba consumar sus idilios. “Era joven, narcisista y tristemente puritano”, se excusaría años más tarde. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, se alistó y conoció las penalidades del frente. Herido en dos ocasiones, cayó prisionero de los alemanes. El cautiverio resultó menos penoso que el campo de batalla. Su experiencia le inspiró la pieza teatral Prisioneros de guerra, que publicó en 1925, donde el romance entre dos oficiales eclipsaba las típicas preocupaciones por el curso de la contienda. Hacia el final del conflicto, perdió a su hermano Peter. Su muerte le produjo una honda impresión, pero no ensombreció su carácter. El melodrama familiar y el horror de la guerra le habían enseñado que la amargura nunca era una respuesta inteligente.
En 1956, Ackerley publicó Mi perra Tulip, un texto autobiográfico donde narra su relación con su querido pastor alsaciano Queenie, desplegando su ingenio y su flema. No incurre en ficciones moralistas, ni escarnece al ser humano. Simplemente, explota los contrastes entre dos especies que conviven amistosamente desde hace siglos. En 1960, apareció su única novela, We Think the World of You, donde Queenie se transformaba en Evie, sirviendo de vínculo entre dos hombres que se enredan en una aventura homosexual. Ackerley dedicó el resto de su tiempo a su trabajo como editor y redactor literario de la revista semanal The Listener, una prestigiosa publicación de la BBC. Su olfato se manifestó en la promoción de autores como Philip Larkin, Auden, Spender o Isherwood. Dejó un diario y unas memorias, que se publicaron póstumamente. Murió en Londres en 1967.
En 1921, Ackerley se presentó voluntario al puesto de secretario ofrecido por el Maharajah de Chhatarpur. El Maharajah no buscaba un diligente funcionario que se ocupara de los asuntos de Estado, sino un amigo con el que poder compartir su entusiasmo por los muchachos, el lujo y la cultura occidental. Quería amistad, pero también consuelo filosófico y no le molestaba reconocer que tenía el temperamento de una doncella a la que hay que cortejar. No creía que eso afectara a su dignidad, pues no se engañaba sobre su importancia. Sabía perfectamente que no era un emperador romano, sino un pequeño aristócrata de una nación ocupada. Su milenaria cultura le parecía menos importante que esa Europa, donde –en su opinión– “habitaba la Sabiduría”. Ackerley desconocía todo sobre las tradiciones y costumbres de la India, pero respondió a la proposición del pequeño monarca, aconsejado por E. M. Forster, que acababa de regresar de allí. Hermoso, flemático y con una homosexualidad desinhibida, se ganó con facilidad el aprecio del Maharajah, mostrándose comprensivo con sus defectos. Ambos disfrutaron de cinco meses de camaradería, donde intercambiaron bromas y confidencias, mientras contemplaban la danza de travestidos, con nombres tan inverosímiles como Napoleón III.
La frivolidad del Maharajah, que gobernaba su estado con una notoria incompetencia, no excluía ciertas preocupaciones religiosas. Lector de Spencer, George Henry Lewes y otros autores ingleses a los que atribuía las virtudes de los clásicos griegos, a veces se interrogaba sobre la existencia de Dios o el porqué de la muerte, pero nunca concedía mucha importancia a esos temas. Su interés por los muchachos desbordaba ampliamente cualquier otra inquietud y confiaba en la indulgencia divina para excusar sus pecados. Aunque la inteligencia no era su rasgo más acusado, de vez en cuando manifestaba opiniones de cierta agudeza. Al contemplar unas hermosas ruinas, se pregunta si la belleza no será un manto de Dios. En otra ocasión, celebra la belleza del atardecer y expresa el deseo de tener un amigo tan delicado como esa luz rosa y dorada.
Ackerley nunca regresó a la India, pero eso no le impidió advertir la injusticia del sistema de castas y la petulancia de los ingleses, que apenas ocultaban su desprecio hacia los nativos. Su estancia en la corte del Maharajah inspiró Vacación hindú, un clásico de la literatura de viajes que apareció en 1932 y se reeditó veinte años más tarde, ligeramente ampliado. El libro cosechó una reseña entusiasta de Evelyn Waugh y un aceptable número de lectores. Según César Aira, que tradujo brillantemente la obra al castellano para Pre-Textos en 2002, el Agha Khan puso el nombre de Hindoo Holiday a uno de sus caballos y el sentido de la cortesía obligó a Ackerley a apostar por él en todas sus carreras, lo cual no benefició especialmente a su bolsillo. André Gide consiguió que el libro se tradujera al francés y un crítico hindú elogió en una edición de 1970 que el autor no se mostrara complaciente con su nacionalidad, exhibiendo esa arrogancia que caracteriza a sus compatriotas. Curiosamente, el Maharajah nunca llegó a leer la obra, pues falleció poco después de su publicación.
El mérito de Vacación hindú no radica tan sólo en su capacidad de trascender el prejuicio, sino también en la perspicacia de un ojo al que no se le escapan los matices o la discreta comicidad de los que le rodean. Los excelentes retratos del Primer Ministro –que se considera un filántropo porque siempre ha velado por su propio bienestar–, de los criados –tan sumisos como oportunistas– o del insufrible tutor musulmán –que se estremece cada vez que estrecha la mano de un comedor de carne–, revelan una aguda comprensión del temperamento humano, no exenta de grandes dosis de tolerancia y benevolencia. Ackerley no maquilla los aspectos más indeseables de la India. Deplora la crueldad de una cultura que discrimina a la mujer y fomenta la división entre hindúes y musulmanes, pero no se muestra menos impaciente con la estulticia de los occidentales. No se puede hablar de conciencia política, pero sí de una claridad moral que lamenta las condiciones de vida de los obreros, cuyo trabajo cargando bloques de piedra apenas difiere del realizado hace mil años en régimen de esclavitud. Aunque Ackerley no oculta su escepticismo sobre las previsiones astrológicas, le incomoda que los niños de las castas más bajas no tengan, al igual que el resto de los recién nacidos, un horóscopo que les permita conocer el rumbo de su vida. Desde su punto de vista, las cosas no mejorarán mientras las nuevas generaciones no se rebelen contra el abuso y la explotación. Cuando unos barrenderos manchan su traje de dril blanco, no se lo reprocha pues entiende que “tal vez se están vengando del mundo, o simplemente retozan en su elemento: miserables intocables, polvo ellos mismos, girando en polvo”.
Su perspectiva crítica no estorba a su sensibilidad cuando se trata de apreciar la complejidad cultural de la India. La teoría de la transmigración de las almas evoca la sabiduría pitagórica, según la cual un hombre es muchos hombres y la identidad, un espejismo que mutila al yo. La sabiduría ancestral de un pueblo colonizado sufre un injusto menosprecio, tal vez porque evidencia las incongruencias de la potencia ocupante. La admiración por el saber milenario de la India no transige con el tópico. Ackerley señala que el Maharajah no se desplaza en elefante, sino en un moderno automóvil. Sus apreciaciones sobre arquitectura no son menos inteligentes. Explica que el hindú nunca construye un arco, porque considera que es una forma autodestructiva, ya que se basa en una presión en dos direcciones: hacia abajo y hacia fuera. Por el contrario, prefiere la forma rectangular, la viga recta de piedra que sólo presiona hacia el suelo. Esa concepción del espacio refleja las diferencias entre una religión más inclinada hacia lo espiritual y otra que reproduce el orden social. No menos interés reviste su evocación de “Holi”, una fiesta donde desaparecen temporalmente las diferencias de casta y los enemigos confraternizan, o sus especulaciones sobre la existencia de pequeños demonios aficionados a embrollar los asuntos humanos.
El estilo de Ackerley se inscribe en lo mejor de esa tradición anglosajona que ha convertido la literatura de viajes en un género donde confluyen el humor, la indagación psicológica y la descripción del paisaje local. Cronista de dos decadencias (la del imperio británico y la de una cultura atrapada por su pasado), Ackerley nunca olvidaría la “belleza arcaica” de esos muchachos que bailaban para un Maharajah infantil e incompetente y un joven recién salido de Cambridge, dispuesto a satisfacer el deseo de un hombre que sólo le contrató para que le amara. Viaje hindú es un clásico clandestino y escasamente conocido. Esa circunstancia sólo acentúa su encanto, mostrando que la literatura a veces logra la perfección, cultivando la ironía, el tono menor y una ficticia intrascendencia.