Las buenas causas a veces producen efectos indeseables. La oposición a la dictadura del general Franco propició un desdén irracional hacia la cultura española, particularmente hacia los escritores que habían abordado con pasión el problema de España, animados por el deseo de construir una conciencia nacional, capaz de superar los conflictos políticos, sociales y regionales. Cuando estudiaba Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, casi nadie mostraba interés por Ortega y Gasset o Unamuno. Aunque algunos profesores reivindicaban su legado y nos incitaban a leer sus libros, casi todos preferíamos despeñarnos por los abismos conceptuales de Deleuze, Derrida o Lacan. Corrían los años ochenta y la deconstrucción causaba estragos, convirtiendo el análisis literario en un ejercicio de pedantería insuperable. Han pasado tres décadas y las modas han cambiado, pero las nuevas generaciones siguen menospreciando a Unamuno y Ortega y Gasset. Esa indiferencia se extiende a la “Generación del 98”, cuya existencia como tal se discute aún en el ámbito académico. Desde hace tiempo, un importante sector de la crítica ha pedido la “inhabilitación filológica” del 98 como criterio de interpretación y clasificación, asegurando que en realidad debería hablarse de modernismo, un fenómeno cultural amplio y revolucionario que afectó indistintamente a las artes y a las letras.
Es indudable que el aliento poético del modernismo circula por las páginas de Azorín, Baroja, Unamuno e incluso Ortega y Gasset, encuadrado en el novecentismo o “Generación del 14”, pero todos están muy lejos del exotismo, el pitagorismo, el decadentismo, el “arte por el arte” o el esoterismo. Sólo el primer Valle-Inclán o Manuel Machado en sus comienzos, suscriben el ideario modernista, donde los planteamientos estéticos y formales disfrutan de una indudable hegemonía. Es cierto que hay un Azorín impresionista, un Antonio Machado simbolista y un Unamuno intimista, pero esos rasgos no les incorporan a la apoteosis y caída del cisne modernista, cuyo itinerario finaliza cuando en Cantos de vida y esperanza (1905) el propio Rubén Darío renuncia a la ebriedad pagana, exaltando la hidalguía española de “nuestro señor don Quijote” (“¡Ruega por nosotros, hambrientos de vida, / con el alma a tientas, con la fe perdida, / llenos de congojas y faltos de sol, / por advenedizas almas de manga ancha, / que ridiculizan el ser de la Mancha, / el ser generoso y el ser español”!) y reivindicando la obra de la Hispanidad, amenazada por la creciente influencia de Estados Unidos (“la América católica, la América española, / […] esa América / que tiembla de huracanes y que vive de amor; / hombres de ojos sajones y alma bárbara, vive. / Y sueña. Y ama, y vibra; y es la hija del Sol. / Tened cuidado. ¡Vive la América española! / Hay mil cañones sueltos del León Español. / […] Y, pues contáis con todo, falta una cosa: ¡Dios!”.
La liquidación de la “Generación del 98” ha contribuido a frustrar la creación de una conciencia nacional. Los noventayochistas criticaron los males de su tiempo, pero jamás repudiaron su patria. Por el contrario, destacaron sus virtudes y elogiaron el idioma que alumbró un Siglo de Oro. En Juan de Mairena, Antonio Machado apunta que el carácter español no ha dudado nunca de la dignidad del hombre: “No es fácil que yo os enseñe a denigrar a vuestro prójimo. Tal es el principio inconmovible de nuestra moral. Nadie es más que nadie, como se dice en tierras de Castilla. […] Por mucho que valga un hombre nunca tendrá valor más alto que el de ser hombre. Fieles a este principio, hemos andado los españoles por el mundo sin hacer mal papel. Digan lo que digan”. Pío Baroja afirma que el castellano es el idioma de la cultura, del saber, del progreso. Nacido en tierra vasca, ironiza sobre los intentos de recuperar y potenciar el euskera: “…la posibilidad de que el eúscaro sea lengua de civilización, me parece una fantasía de filólogo, pero no una realidad. Hay que aceptar el hecho consumado, y el hecho consumado es que nuestro idioma de cultura es el castellano, que poco a poco empieza a dejar de ser castellano para ser español”. Azorín, con su prosa limpia, elegante y precisa, señala que el problema de España reside en su débil autoestima: “Lo que el pueblo español necesita es cobrar confianza en sí, aprender a pensar y sentir por sí mismo y no por delegación, y sobre todo, tener un sentimiento y un ideal propios acerca de la vida y de su valor”.
La “Generación del 98” no cultiva un nacionalismo agresivo, sino un patriotismo integrador, que concilia lo local y lo universal, la experiencia individual y el designio colectivo, el apego a lo inmediato y la fidelidad al pasado histórico. “Yo parezco poco patriota –escribe Pío Baroja–; sin embargo, lo soy. […] Yo quisiera que España fuera el mejor rincón del mundo, y el País Vasco, el mejor rincón de España”. Baroja humaniza el sentido del patriotismo, esbozando una definición nada militarista: “La verdad nacional calentada por el deseo del bien y de la simpatía”. En su opinión, España se parece a una vieja iglesia descuidada. Necesita una profunda reforma, pero en ningún caso debe derribarse el edificio, pues aún conserva “muchas cosas aprovechables”. Ramiro de Maeztu atribuye esta decadencia al escepticismo y la pérdida de ideales: “El alma del hombre necesita de perspectivas infinitas, hasta para resignarse a limitaciones cotidianas”. La idea de progreso indefinido no puede proporcionar esas expectativas: “La idea del progreso fatal e irremediable es un absurdo. El tiempo, que todo lo devora, no puede por sí solo mejorarnos. Es más cierta la mitología de Saturno, en que se pinta al tiempo comiéndose a sus hijos”.
Hondamente español, Miguel de Unamuno acusa al regionalismo de fracturar la sociedad y menoscabar la necesaria solidaridad entre las provincias: “Parece como que se busca en el apego al terruño natal un contrapeso a la difusión excesiva del sentimiento de solidaridad humana”. El patriotismo es un sentimiento expansivo, generoso, creador. En cambio, el nacionalismo se confina en horizontes cada vez más estrechos, reacio a la aventura y la novedad. Es de sobra conocida la evolución política de Unamuno, que se identificó con el socialismo en sus inicios, se opuso vigorosamente a la Dictadura de Primo de Rivera, celebró la caída de la Monarquía, logró un acta de diputado independiente durante el bienio reformista, renunció a la política activa desencantado con la República, apoyó efímeramente a los militares sublevados y protagonizó un sonado incidente con Millán-Astray en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, dejando una frase para la historia: “¡Venceréis, pero no convenceréis!”. Cuando aún creía que los militares salvarían a España del caos y la inestabilidad, aclaró: “No soy fascista ni bolchevique. Soy un solitario”. La violencia de los sublevados le abrió los ojos, mostrándole claramente su equivocación: “La barbarie es unánime. […] Aúllan y piden sangre los hunos y los hotros”. Aislado, incomprendido y rechazado por todos, Unamuno murió el 31 de diciembre de 1936 en su domicilio salmantino de la calle Bordadores, mientras recibía la visita de Bartolomé Aragón, antiguo alumno y profesor universitario de Derecho. Su despedida del mundo estuvo a la altura de su genio y carácter. Antes de desplomarse, exclamó: “¡Dios no puede volverle la espalda a España! España se salvará porque tiene que salvarse”.
Aunque Ortega y Gasset no pertenece a la “Generación del 98”, su España invertebrada (1922) desprende la misma inquietud que apreciamos en las páginas de Unamuno, Maeztu o Baroja. Ortega se manifiesta contra el separatismo, que pretende despedazar el país y convertirlo en “una pululación de mil cantones”. Al igual que los noventayochistas, entiende que no se puede negar el protagonismo de Castilla en el proceso de construcción de España. Castilla actuó “como un ideal esquema de algo realizable, un proyecto incitador de voluntades, un mañana imaginario capaz de disciplinar el hoy y de orientarlo, a la manera que el blanco atrae la flecha y tiende el arco”. Ortega pensó que los problemas de España sólo podrían resolverse mediante una minoría selecta, egregia, ilustrada, cuyo trabajo consistiría en educar a las masas para modernizar el país e integrarse en Europa. En ese sentido, se apartó de los noventayochistas, que acabaron mirando hacia atrás, evocando el esplendor pasado. Unamuno alabó el idealismo del Quijote y los Cristos sanguinolentos. Maeztu pidió recuperar “las esencias de los siglos XVI y XVII: su mística, su religión, su moral, su derecho, su política, su arte, su función civilizadora”. Azorín se cobijó en el fervor místico de Santa Teresa de Jesús, la melancolía de Cervantes y la sencillez de Berceo. Antonio Machado habló de la “España de la rabia y de la idea”, no sin cierto nihilismo, y Baroja se estancó en el desengaño y el escepticismo.
Pienso que no estaría de más rehabilitar el concepto de “Generación del 98”, pues nunca se ha visto en nuestras letras un grupo de escritores tan preocupados por el ser colectivo de España y la necesidad de crear una conciencia nacional con vocación de perdurar. No he vuelto a leer a Deleuze, Derrida y Lacan desde mis años de estudiante universitario, pero cada vez me resulta más ineludible volver a Unamuno, Azorín, Baroja, Antonio Machado, Valle-Inclán o incluso Ramiro de Maeztu, pues todos, con sus matices, discrepancias y extravagancias, avivan el amor a España y la rebeldía contra los que denigran su historia, sus creaciones y su idioma.