“Ortega se sintió desde su comienzo arraigado en España”, afirma Julián Marías en su ya clásico ensayo Ortega. Circunstancia y vocación (1973). “No hay un solo momento en toda su obra en que desaparezca esa condición, en que se enfrente con la realidad desde fuera de su circunstancia española”. Ortega nunca reivindicó la condición de cosmopolita o “ciudadano del mundo”. Sus estudios en Alemania, prosigue Marías, no le alejaron de su patria, sólo le ayudaron a contemplarla con una perspectiva más exacta. Ningún país puede comprenderse al margen de su historia y circunstancia. Desde el exterior, ese hecho resulta más claro e innegable. España no es una ilusión, una idea abstracta, sino la encarnación de un destino universal que se ha plasmado mediante acontecimientos concretos. España tiene historia porque no es una utopía, sino una manera de ser forjada por determinadas experiencias. El español que se desliga de ese legado se condena a sí mismo a vagabundear sin rumbo fijo, incapaz de entender el mundo y sus cambios. En Meditaciones del Quijote (1914), escribe Ortega: “El individuo no puede orientarse en el universo sino al través de su raza, porque va sumido en ella como la gota en la nube viajera”. Julián Marías precisa que Ortega entiende por raza “una manera histórica de interpretar la realidad, una versión original de lo humano”. Esa peculiar forma de afrontar la vida no implica recluirse, ni evadirse, sino abrirse al momento histórico y a la civilización que mantiene en cada época un diálogo más fecundo con el porvenir.
Ortega considera que Europa debe ser el horizonte de España. “Europeizarse” no implica renunciar a la propia identidad, sino “henchirla, dilatarla”, profundizar en sus estratos más profundos y añadir nuevas capas que permitan avanzar con un paso más firme y ambicioso. Acercarse a Europa es una forma de superar el regionalismo romántico que exalta lo local y se opone a cualquier proceso de modernización, repudiando la síntesis cultural y la fraternidad ecuménica. A diferencia de muchos escépticos, Julián Marías sí cree en la “generación del 98” como fenómeno literario y cultural. Negar su existencia conlleva minimizar el estado de inquietud de un grupo de intelectuales, cuya sensibilidad refleja un trauma colectivo. “La generación del 98 había sentido la preocupación de España como ninguna otra –escribe Marías–. En rigor, puede decirse que es su tema, y a la vez que es la única generación definida como tal –no sólo algunos autores individuales– por esa preocupación. Ortega es heredero de esa posición”. No sólo el heredero, sino el creador de una teoría que completa su impulso. Los hombres del 98 no hallaron soluciones al estancamiento y atraso de España. Se limitaron a enunciar sus males y lamentar su decadencia. Algunos (Unamuno, Maeztu) se distanciaron del socialismo que habían abrazado en sus inicios para exaltar lo místico y lo castizo, con una perspectiva más emocional que racional. Ortega prefirió elaborar una teoría que no respondió a meras especulaciones subjetivas, sino a un deber hondamente interiorizado: “Toda mi obra y toda mi vida han sido servicio de España. Y esto es una verdad inconmovible, aunque resultase que yo no hubiera servido de nada”.
Según Ortega, el mejor servicio a España consistiría en incorporarse al progreso científico y social de Europa, sin perder su sustancia nacional. Europa no es el comercio, el ferrocarril y la industria, sino el espíritu de conocimiento e innovación que ha mantenido viva la exigencia intelectual y el dinamismo creador de un continente. Europa es “ciencia”, y España, “inconsciencia”. Europa ha alumbrado un sugestivo proyecto de futuro, mientras España no sabe cómo encarar el porvenir, lastrada por divisiones sociales y regionales. En Europa, prospera la física, la filosofía, la biología, la filología. En cambio, España desprecia el saber, acalla la excelencia y se rebela contra el genio individual. No hay una conciencia nacional; sólo una masa que no acepta la dirección de los mejores. Ortega, que se muestra especialmente crítico con la autocomplaciente burguesía, no invoca una dictadura de centuriones, sino una sociedad vertebrada por una minoría cultivada. Su planteamiento no difiere mucho de las reivindicaciones de los ilustrados, que anticipan los valores de la Europa moderna: libertad, progreso, tolerancia, desarrollo técnico y científico, una economía racional, solidaria y eficiente, respeto a los derechos humanos. En una entrevista, Ortega expresa su idea del futuro: “Seremos españoles cuando segreguemos al vibrar de nuestros nervios, celtíberas sustancias humanas, de significado universal –mecánica, economía, democracia y emociones trascendentes”. En otro lugar, apunta: “No solicitemos más que esto: clávese sobre España el punto de vista europeo. La sórdida realidad ibérica se ensanchará hasta el infinito; nuestras realidades, sin valor, cobrarán un sentido denso de símbolos humanos. Y las palabras europeas que durante tres siglos hemos callado, surgirán de una vez, cristalizando en un canto. Europa, cansada en Francia, agotada en Alemania, débil en Inglaterra, tendrá una nueva juventud bajo el sol poderoso de nuestra tierra. España es una posibilidad europea. Solo mirada desde Europa, es España posible”.
En España invertebrada (1922), una obra que ha soportado interpretaciones malintencionadas y torpemente fundamentadas, Ortega admite que la Europa de su tiempo es una Europa vacilante, sin “una ilusión hacia el mañana”. Ha cundido el desánimo y los apetitos flaquean. Se ha perdido el impulso de desear, crear e innovar. Las masas lanzan sus consignas con una creciente agresividad, sin entender que la paz y la prosperidad sólo pueden brotar de “la unidad de Europa”, no de pasiones insensatas que alimentan el odio y la confrontación. Europa sólo puede salir adelante como un proyecto de inclusión, imitando a la civilización romana, que supeditó los intereses particulares a una unidad superior. Esa unidad superior no se basa en una hipotética hegemonía racial o militar, sino en la coordinación y articulación de distintas colectividades mediante un riguroso cuerpo de leyes. “La incorporación histórica no es la dilatación de un núcleo inicial, sino más bien la organización de muchas unidades sociales preexistentes en una nueva estructura”. Sin una energía central que regule y administre las tendencias centrífugas, la civilización desaparece y el estado de guerra ocupa el lugar de la convivencia. En España, ese papel lo desempeñó Castilla. “Castilla ha hecho a España y Castilla la ha deshecho. Núcleo inicial de la incorporación ibérica, Castilla acertó a superar su propio particularismo e invitó a los demás pueblos peninsulares para que colaborasen en un gigantesco proyecto de vida en común”. Se ha criticado mucho a Ortega por esta afirmación, pero los estudios históricos avalan su tesis. En su prestigiosa Historia de España (1996), Joseph Pérez sostiene: “Fue Castilla la que en gran medida hizo España, y su lengua, el castellano, acabaría siendo el español, una lengua con vocación universal”. La toma de Granada, la conquista de las Indias y la expansión por Italia fueron obra de Castilla y sus hombres. Los aragoneses y los catalanes participaron en estas empresas a título individual, no como pueblo. Escribe Joseph Pérez: “La España moderna que se preparó a fines del siglo XV y alcanzó su pleno desarrollo en el XVI estuvo caracterizada, ante todo, por Castilla y los valores castellanos”. Menéndez Pidal asegura que Castilla continuó la obra civilizadora de Roma. Su intervención puso fin a la división étnica, lingüística y política de la península mediante una estructura administrativa basada en el derecho. El País Vasco apenas conoció la romanización y eso explica su carácter periférico y marginal. La escasa implantación del latín en sus territorios actuó como un freno en el proceso de modernización.
Ortega y Gasset nunca ocultó su hostilidad hacia el separatismo catalán y vasco que pretendían romper la unidad de España. Atribuyó su origen al misticismo romántico y a la resistencia a la modernidad, sin dejar de mencionar la responsabilidad individual de quienes alentaban esa tendencia regresiva y disgregadora: “Unos cuantos hombres, movidos por codicias económicas, por soberbias personales, por envidias más o menos privadas, van ejecutando deliberadamente esta tarea de despedazamiento nacional, que sin ellos, y su caprichosa labor no existiría”. Ortega considera “grotesco” hablar de “opresión” en regiones tan prósperas como Cataluña y Vasconia. Sin embargo, el discurso independentista no es tan sólo una extravagancia histórica o un gesto de oportunismo. Su fuerza creciente revela la crisis profunda de España. Una nación se crea para hacer algo juntos, no simplemente para permanecer agrupados. La coexistencia sólo perdura cuando hay una idea aglutinadora y dinámica, con el poder de inspirar creaciones científicas, artísticas, políticas. España se va deshaciendo poco a poco, como un ejército que se retira, levantando una triste polvareda. Ortega piensa que falta “elasticidad”, comunicación entre las clases sociales, contacto permanente entre el centro y la periferia, objetivos comunes. Es un paso imprescindible para poner en marcha una solidaridad nacional que no contemple exclusiones. Una nación no puede sobrevivir sin un substrato espiritual, sin el sentido de una misión que cumplir. No es suficiente convencer. Hay que vencer. Ortega no habla como militar, sino como hombre de letras que reconoce la importancia de la fuerza legítima del Estado. No se pueden aunar fuerzas para la derrota, pues nadie desea hundirse en el fracaso y caer en la desmoralización.
Ortega piensa que la España de su tiempo carece de hombres de genio, de espíritus creadores, de personalidades directoras. Las masas se han rebelado y rechazan “el culto al hombre selecto”. El “hombre selecto” es un hombre ejemplar que cautiva a la sociedad con un propósito superior. En esa minoría egregia, hay que incluir a poetas, artistas, reyes, santos y políticos. En el caso de España, podemos citar –entre otros– a Cervantes, Santa Teresa de Jesús, Isabel la Católica, San Ignacio de Loyola, Cisneros, Velázquez, Goya y Jovellanos. La Conquista de América fue posible porque el pueblo español acató la dirección de una aristocracia política y espiritual movida por el afán de grandeza. No fue simple sumisión, sino fervorosa adhesión. La Conquista de América fue “una obra popular”, especialmente la colonización, que –a pesar de sus excesos– dejó como legado una lengua común y una religión universal: “Se trata de lo único verdadera, substantivamente grande que ha hecho España”. Sin la capacidad de entusiasmarse, “de dejarse arrebatar por una perfección transeúnte, de ser dócil a un arquetipo o forma ejemplar”, una sociedad pierde su cohesión y fluye a la deriva, expuesta a las quimeras de aventureros sin conciencia. Cuando habla de “perfección transeúnte”, Ortega no se refiere a utopías, sino a proyectos razonables, posibles. Las quimeras son “un síntoma de puerilidad”, pues “la suplantación de lo real por lo abstractamente deseable” sólo es un sueño infantil.
España no ha dejado de ser una realidad problemática. Por la escasa ejemplaridad de sus dirigentes, por la insolidaridad del regionalismo separatista, por el avance del populismo y su influencia en las masas, por la falta de diálogo entre las distintas clases sociales, por los delirios utópicos de una minoría. Ortega no se equivocó al señalar que Europa era la solución, pero –al igual que entonces– la idea de Europa carece todavía de la claridad necesaria para marcar un rumbo y persuadir a los ciudadanos, mostrándoles un horizonte apetecible. Ortega prestó un gran servicio a España. Indudablemente, habría celebrado la transformación de nuestra sociedad en una democracia libre y pluralista, pero comprobaría consternado que los viejos demonios se resisten a morir, poniendo en peligro la convivencia. Creo que releer a Ortega es un inteligente acto de patriotismo, pues nos obliga a mirar con ojos críticos a nuestra nación y a comprender que el amor a España es un interminable quehacer, nunca un estado de abulia, conformismo o fatalidad.
Nota bibliográfica:
Este artículo no habría sido posible sin el extraordinario ensayo de Julián Marías, Ortega. Circunstancia y vocación. Madrid, Revista de Occidente, 1973. Julián Marías prolongó la labor de su maestro con una obra caracterizada por la inteligencia, la claridad y la elegancia.