El éxito de El principito –o, más exactamente, El pequeño príncipe (Le Petit Prince)- ha eclipsado el resto de la obra de Antoine Saint-Exupéry. Muchos lectores sólo le conocen como autor de uno de los grandes clásicos de la literatura infantil y juvenil (sobra decir que El pequeño príncipe es mucho más que eso), ignorando que –además- escribió libros tan extraordinarios como Tierra de los hombres (1939), Piloto de guerra (1942) o la inacabada Ciudadela, que componen un verdadero canto a la fraternidad, la amistad, el coraje y la esperanza. Saint-Exupéry nunca pretendió adoctrinar ni sermonear, pero sí enseñar a mirar el mundo con inteligencia, sensibilidad y ternura. En sus primeros libros (Correo sur, 1928; Vuelo de noche, 1931) prevalece un idealismo de inspiración romántica, donde el afán de superación se sobrepone a la fatalidad, luchando por encontrar un significado a las cosas. Sin una meta superior, el hombre pierde su razón de ser. Establecer una línea de correo aéreo no es un mero desafío, sino una forma de justificar una vida, asumiendo que perderla no es tan grave como malgastarla. En Carta a un rehén y Carta al general X (ambas publicadas póstumamente) no ha cambiado la perspectiva, pero las reflexiones se han teñido de melancolía, evidenciando el divorcio entre las convicciones del escritor y el rumbo de la historia. Saint-Exupéry era un humanista afligido por el auge de los totalitarismos y sumamente preocupado por la expectativa de un porvenir dominado por un materialismo incapaz de proporcionar al hombre las claves necesarias para hallar un sentido a la vida.
Dirigida a su amigo León Werth, judío, pacifista, anarquista existencial, escritor, periodista y crítico de arte, Carta a un rehén no posee el valor relativo de los textos dictados por las circunstancias, sino el valor absoluto de las obras que abogan por la libertad, la tolerancia, la fraternidad y el respeto a la dignidad del ser humano. En diciembre de 1940, Saint-Exupéry se trasladó a Portugal, huyendo del vergonzoso armisticio firmado por la Francia de Vichy con la Alemania de Hitler. Para él, Lisboa sólo era un lugar de paso. Como otros exiliados, había decidido cruzar el Atlántico y permanecer en Estados Unidos hasta que surgiera la oportunidad de luchar contra los alemanes. A pesar de sus cuarenta años y sus aparatosos accidentes de aviación, que habían deteriorado gravemente su salud, el escritor estimaba que aún podía pilotar aviones de combate o realizar expediciones de reconocimiento sobre territorio enemigo. No obstante, pensaba que el aspecto militar no era suficiente para asegurar una victoria digna de ese nombre. La derrota definitiva del totalitarismo sólo se produciría cuando el sentido ético se impusiera sobre el odio, la intransigencia, la estupidez y el egoísmo. La humanidad se salvaría por medio del espíritu o perecería trágicamente, ahogada por el nihilismo de una sociedad sin otro horizonte que la acumulación material, los placeres pueriles y el éxito individual.
Al no hallar alojamiento en Lisboa, Saint-Exupéry se instaló en Estoril, cerca del casino. Antes de la rendición de Francia, el escritor había combatido en una escuadrilla que perdió a las tres cuartas partes de sus tripulaciones. Ahora, sin embargo, vivía entre lamparillas, risas y luces. El lujo de los que habían huido con la única preocupación de poner a salvo sus vidas y su dinero contribuía a que sus compañeros caídos adquirieran una presencia más nítida en su memoria. Aunque habían perecido entre la metralla y las llamas, el mundo jamás dejaría de ser su hogar. Su sacrificio perduraría como una lección de humanidad. Ya no eran simples individuos, sino ejemplos que despertarían el deseo de emulación. En cambio, los refugiados que sólo buscaban garantizar su bienestar se habían convertido en “hijos pródigos sin casa a la que volver”. Al huir por razones egoístas, habían perdido “densidad”, consistencia, sentido: “Ya no eran el hombre de tal casa, de tal amigo, de tal responsabilidad. Desempeñaban un papel que ya no era auténtico. Nadie les necesitaba, nadie se aprestaba a llamarlos”. Si perdemos nuestros vínculos con los paisajes de nuestra niñez, sólo nos quedará un desierto inacabable, donde el pasado se ha desvanecido y el tiempo fluye hacia ninguna parte, incapaz de crear un futuro. Saint-Exupéry aclara que ese desierto no se parece en nada al desierto real. Ha vivido tres años en el Sáhara y ha descubierto que su vastedad esconde “una musculatura secreta y viva”. Bajo una aparente uniformidad, “un silencio ya no se parece a otro silencio”. Existe “un silencio de la paz”, “un silencio de mediodía”, “un silencio de misterio”, “un silencio melancólico”. Sucede lo mismo con las estrellas. Cada una señala a un lugar: un pozo, una ciudad blanca, el mar. El desierto del Sáhara es como la casa de la niñez. Está vivo y alimenta nuestra vida espiritual, como el recuerdo de los amigos atrapados en la Francia ocupada. Lejos del nacionalismo huero y grandilocuente, Saint-Exupéry afirma que su país no es algo abstracto, sino un faro que indica hacia dónde dirigir los afectos, particularmente cuando se ha desatado la caza del hombre, invocando delirios étnicos que cuestionan el derecho a existir de las minorías. Saber que los seres queridos sufren la arbitrariedad del poder totalitario, que sus vidas pueden ser destruidas por el odio y el fanatismo, produce un dolor inabarcable: “…la suerte de cada uno de los que yo amo me angustia mucho más que una enfermedad que se hubiera apoderado de mí. Me siento amenazado en mi esencia a causa de su fragilidad”.
El odio sólo puede ser vencido por la fraternidad que brota de forma espontánea entre los hombres, simplemente porque el azar coloca a una persona frente a otra y sus miradas reconocen algo más profundo que cualquier idea preconcebida. Saint-Exupéry menciona dos momentos particularmente hermosos. Un día antes de la guerra, se reúne con León Werth –cuyo nombre omite para protegerle de la persecución antisemita- en una terraza situada a orillas del Saône, cerca de Tournus. Piden dos Pernod e invitan a dos marineros desconocidos a su mesa. De inmediato, entablan conversación, felices de disfrutar de un día soleado y apacible: “Nos sentíamos limpios, íntegros, diáfanos e indulgentes. No hubiéramos sabido decir qué verdad se nos había hecho evidente, pero el sentimiento que nos dominaba era el de certeza, el de una certeza casi orgullosa”. Uno de los marineros confiesa ser un refugiado alemán. El nazismo lo persigue por ser comunista, judío, trotskista o católico. Saint-Exupéry no recuerda exactamente su credo o finge no recordarlo, pues lo que le interesa es destacar su humanidad. Todos los hombres son hermanos. O deberían serlo. “En ese momento, aquel hombre era algo más que una etiqueta. Lo que contaba era el contenido. La pasta humana. Era, simplemente, un amigo”. La presencia de una camarera que se une al grupo sólo acentúa la sensación de concordia y amistad. El sol que baña la terraza con una luz dorada y tibia parece bendecir el encuentro. Los marineros agradecen la invitación con una sonrisa. Ese sencillo gesto de gratitud abre la puerta a la paz y la esperanza en la antesala de una catástrofe.
Saint-Exupéry relata una vivencia más intensa en España, cuando un miliciano anarquista lo encañona con su fusil, alertado por su corbata, símbolo de la burguesía a la que tanto odia. Como corresponsal en Cataluña, ha presenciado cómo las milicias fusilaban sin miramientos a sus enemigos: “…no cazan hombres (no tienen en cuenta la substancia del hombre), sino síntomas. La verdad del adversario les parece una enfermedad epidémica”. No hay posibilidad de curación. Sólo cabe aniquilarla. Retenido como sospechoso, el escritor pide un cigarrillo a uno de sus captores, que no examina su corbata, sino su rostro. Se produce entonces una epifanía. El miliciano sonríe y la tensión se relaja. “Fue como la salida del sol”. Se ha hecho evidente la corriente de fondo que une a todos los hombres, pues todos experimentamos vacilaciones, dudas, penas. Saint-Exupéry agradece el cigarrillo, posando su mano en el hombro del miliciano. Sus compañeros, que observan el gesto, sonríen alegremente. La tragedia ha finalizado. Fue como entrar “en un país nuevo y libre”. Esa sensación también se produjo cuando una expedición de salvamento rescató al escritor en el Sáhara, después de pasar varios días perdido, hambriento y deshidratado. Su avión se había estrellado y cada vez se encontraba más exhausto y desesperado. Cuando vislumbró a dos hombres agitando los brazos con odres de agua, sintió que volvía a esa patria feliz donde todos los seres humanos se reconocen como hermanos.
La verdadera solidaridad no es un sentimiento impersonal de obligación, sino una experiencia alegre y luminosa. Se ayuda al otro, al desconocido, incluso al adversario, por respeto al género humano. Los nazis no entienden esa reacción, pues sueñan con convertir el mundo en un hormiguero uniforme, sin distinciones ni matices. Por el contrario, los amantes de la libertad celebran la diversidad y los matices. En política, la excelencia moral no está asociada a ninguna ideología, sino a “cierta calidad de las relaciones humanas: ¡ahí reside, para nosotros, la verdad!”. Dicho de otro modo: “una política sólo tiene sentido si está al servicio de una convicción espiritual”. No todos caminan en la misma dirección, pero todos -salvo los que siembran el odio y encienden la llama de la guerra- son dignos de ser respetados. Saint-Exupéry repite varias veces la misma expresión, enfatizando sus palabras: “¡Respeto al hombre! ¡Respeto al hombre!”. No es un lugar común, sino lo extraordinario en un tiempo de violencia y destrucción. La fraternidad es la casa común de todos los que anhelan calentarse con el calor de otro corazón humano. En esa hoguera, los hombres intercambian ideas y sentimientos, sin renunciar a sus convicciones. El que piensa de otro modo es como un viajero que nos relata sus aventuras, enriqueciendo nuestras vidas con aspectos desconocidos. Saint-Exupéry no utiliza el tono impersonal del ensayo, sino la cercanía del género epistolar. No hay que olvidar que el destinatario es un amigo, si bien sus palabras pueden extenderse a todos los perseguidos y oprimidos. La situación de la Francia ocupada es horripilante, un intolerable agravio a la paz, la libertad y la dignidad, pero el sufrimiento de cuarenta millones de rehenes no se perderá como un mal sueño, sino que fructificará en las nuevas generaciones en forma de conciencias más limpias y exigentes. Los ciudadanos esclavizados por la tiranía “meditan […] su nueva verdad. Nosotros, de antemano, nos sometemos a esta verdad”. En un final particularmente emotivo, Saint-Exupéry se dirige a todos sus compatriotas, restando méritos a su papel como aviador de la Francia libre, todavía exigua y con escasez de medios: “No hay punto de comparación entre combatir en libertad y ser aplastado en la noche. No hay punto de comparación entre el oficio de soldado y el oficio de rehén. Vosotros sois los santos”.
En su Carta al General X, que fue redactada en julio de 1943 en La Marsa, cerca de Túnez, y que no aparecería publicada hasta 1948 en el nº 103 de Le Figaro littéraire, Saint-Exupéry adopta un tono más sombrío: “Estoy triste por mi generación, porque está vacía de toda substancia humana”. En esas fechas, el escritor se siente aislado e incomprendido. No simpatiza con De Gaulle, al que considera autoritario y ambicioso, y no tiene claro hacia dónde se dirige el mundo. “Odio mi época con todas mis fuerzas, en ella el hombre se muere de sed”. Piensa que el horizonte del ser humano no puede agotarse en el confort material y los pasatiempos banales. Sin “una esperanza espiritual”, el porvenir se convierte en un lugar sombrío. Lo espiritual no está sólo en lo sobrenatural. La fraternidad, el apego a la tierra o el recuerdo emocionado de la niñez ya constituyen una forma de espiritualidad. Sin pequeñas y grandes lealtades, la humanidad gira en el vacío. La solución no está en las ideologías. El marxismo conduce al totalitarismo y el nazismo es totalitarismo por su propia esencia. “Tengo la sensación de estar encaminándome hacia la más sombría época de la historia del mundo”. En esos días, Saint-Exupéry no siente aprecio por su vida: “Me da lo mismo si en la guerra me matan. ¿Qué quedará de lo que yo tanto he amado?”. Sólo la visión de dos camaradas que descansan a su lado mientras escribe a la luz de una pequeña lámpara, despierta su ternura: “Puedo sentir su propia inquietud, aunque ellos la ignoren. Rectos, nobles, diáfanos, leales, sí, pero terriblemente pobres también. Necesitarían tanto tener un dios”.
¿A qué dios se refiere Saint-Exupéry? Educado en el catolicismo, admite que no tiene fe. Si la tuviera, "sólo podría soportar vivir en Solesmes", la abadía benedictina fundado en 1010 que jugó un papel decisivo en la incorporación del canto gregoriano a la liturgia. A pesar de su escepticismo, apela a un dios para infundir esperanza en un mundo roto y desencantado. El carácter de Saint-Exupéry no transige con la súplica. No aguarda un milagro, ni la intervención de un dios omnipotente, sino la manifestación de un sentido que libre a la humanidad del desarraigo y el pesimismo. Todo apunta que ese sentido, al que a veces llamamos dios, sólo puede hallarse en fraternidad. Dios está donde hay amor, amistad, solidaridad.
Cuando el pequeño príncipe se despide de Saint-Exupéry, que no esconde su tristeza por la inminente separación, le augura días de dicha: "…estarás contento de haberme conocido. Siempre seré tu amigo. Tendrás deseos de reír conmigo. […] Te agradará mirar las estrellas. Todas serán tus amigas". El pequeño príncipe le pide que no esté a su lado en el momento de su muerte: "Parecerá que he muerto y no será verdad…". Creo que podría decirse lo mismo de Saint-Exupéry, pues lleva mucho tiempo haciéndonos sonreír con su pasión por el hombre, el cielo y las estrellas.
Nota bibliográfica:
En Carta a un rehén y Carta al General X, he utilizado la traducción de Gabriel Mª Jordà Lliteras, Barcelona, 2000. Las citas de El principito proceden de la traducción de Bonifacio del Carrill, Buenos Aires, 1953.