Vicente Aleixandre: la eternidad en los ojos de un perro
[caption id="attachment_587" width="560"]
Vicente Aleixandre vivió hacia dentro, pero no de espaldas al mundo. Su pasión por la vida se refleja en su trayectoria poética, que parte de la contemplación del mundo físico en sus aspectos más elementales, casi indeterminados, y desemboca en un humanismo solidario con la naturaleza. Para el poeta, la materia no es algo muerto, sino una gramática compleja que crea, ordena, destruye, dispersa y renueva. No es un juego puramente aleatorio y sin propósito alguno, sino un prodigo ininterrumpido que evidencia la vitalidad del universo. El ser es una unidad que adquiere vida, forma y movimiento mediante el amor. Se trata de una fuerza cósmica que se halla presente en todo lo existente, pero que el hombre ha olvidado, despeñándose por una áspera soledad. La palabra poética trabaja para rescatarlo de ese aislamiento. La escisión puede transformarse en comunión, reencuentro. El otro no es únicamente la alteridad humana, sino cualquier ser capaz de comunicarse con nosotros. No importa que no comparta nuestro lenguaje. Los afectos, las emociones, las experiencias compartidas, son puentes mucho más sólidos que la razón o las palabras.
La existencia ensimismada de Aleixandre nunca excluyó la cordialidad, la simpatía, la benevolencia. Todos los que disfrutaron de su amistad destacaron su carácter abierto, alegre y hospitalario. Luis Cernuda, reacio a los halagos, señaló que Aleixandre poseía la cualidad de saber escuchar, no muy frecuente entre los escritores, aficionados al monólogo y la disertación. Su actitud paciente, cercana y afectuosa propiciaba la confidencia: “Hubiera podido ser un consejero de almas, y de hecho lo fue para algunos de nosotros”. Esa sensibilidad quizás explica su hermosa oda en versículos a su perro “Sirio”, incluida en Retratos con nombre (1958-1965). “A mi perro” comienza con una confesión de complicidad: “Oh, sí, lo sé, buen ‘Sirio’, cuando me miras con tus grandes ojos profundos”. “Sirio” no es una mascota, palabra abominable, sino un interlocutor que se comunica con la mirada. Sus ojos no expresan sentimientos primarios, sino emociones hondas y complejas, no muy distintas de las humanas. Son ojos profundos porque atisban lo que se escapa a la razón: que el universo no acaba; que la eternidad no está más allá, sino más acá, en la vida misma; que el ser es un río interminable. “Yo bajo a donde tú estás, o asciendo a donde tú estás / y en tu reino me mezclo contigo, buen ‘Sirio’, buen perro mío, y me salvo contigo”. Vivimos la finitud con angustia, sin entender que no desaparecemos del todo. Simplemente, nos adentramos en el universo y nos fundimos con él. Es el fin de la conciencia individual, pero no de la vida. “Sirio”, como cualquier perro, afronta el devenir sin miedo. Vive en lo alto y en lo profundo. Su reino es un infinito que reconcilia y salva. “Aquí en tu reino de serenidad y silencio, donde la voz humana nunca se oye, / converso en el oscurecer y entro profundamente en tu mediodía”. Gracias a un perro, el hombre puede mirar a la muerte de frente. En el profundo mediodía de “Sirio”, no hay zozobra, ni incertidumbre, sino serenidad y silencio.
Parménides, Pitágoras, Platón, San Agustín, Santo Tomás y otros grandes filósofos han dividido la realidad en mundo sensible y mundo inteligible, naturaleza y eternidad, ciudad de los hombres y ciudad de Dios. Este dualismo ha inculcado en el ser humano la sensación de ser un extranjero, de sufrir un destierro o caída que sólo finalizará cuando la naturaleza y la historia se disuelvan en la eternidad. Una eternidad cuya forma desconocemos y que incluye un trágico desdoblamiento en paraíso e infierno. Aleixandre ha descubierto otra eternidad, que no suspende el curso de la naturaleza, ni establece discriminaciones que acarrean la dicha perfecta o el irremisible infortunio. “Tú me has conducido a una habitación, donde existe el tiempo que nunca se pone. / Un presente continuo preside nuestro diálogo, en el que hablar es el tuyo tan solo”. Para “Sirio”, la eternidad no es un quimérico paraíso, sino una sencilla habitación donde las horas ya no están contadas. “Yo callo y mudo te contemplo, y me yergo y te miro. Oh, cuán profundos ojos conocedores”. El conocimiento no es elaborar conceptos, ni someter el universo a leyes matemáticas, sino saber que la vida es un instante perpetuo, un absoluto que cabe en la mirada inacabable de un perro.
El poeta apenas puede añadir unas palabras a una revelación semejante. Solo puede escuchar: “Pero no puedo decirte nada, aunque tú me comprendes… Oh, yo te escucho. / Allí oigo tu ronco decir y saber desde el mismo centro infinito de tu presente”. Escuchar es la forma de conocimiento más alta. Hay que oír el latido del mundo, no usurpar su pulso, creyendo que podemos controlar la fuente de la vida, domesticar su cauce. El infinito anida en “esos hondos ojos apaciguados / donde la Creación jamás irrumpió como una sorpresa”. Aleixandre identifica la Creación con la expulsión del Edén. Para el hombre, el mundo es un lecho de desconsuelo; para “Sirio”, “todo es cenit”. La plenitud está concertada con su respiración. Su “cuerpo de soberanía y de fuerza” camina o dormita sobre “la materia del mundo”, con la calma del que sabe que su hogar está en todas partes, que nunca será un extraño, que jamás conocerá el desarraigo. Al reparar en ese bienestar, que raramente acontece en la conciencia humana, el poeta reacciona con una alegría dionisíaca: “Todo era fiesta en mi corazón, que saltaba en tu derredor”. ¿Quién no desearía participar en la eternidad de “Sirio”, que no exhibe la majestad de un dios, sino la ternura de un niño? Su mirada limpia, purísima, no abandona al hombre en su finitud, sino que le prodiga su callada comprensión y su inaudita claridad: “Residido en tu luz, inmóvil en tu seguridad, no pudiste más que entenderme”. Sin embargo, ese entendimiento no libra a la humanidad de su destino. Las aguas del devenir son implacables con una criatura incapaz de romper su servidumbre con la razón y el lenguaje: “Pero yo pasé, transcurrí y tú, oh gran perro mío, persistes”.
Después de avistar la eternidad, el poeta continúa su derrotero por el tiempo. Al cruzar la linde que separa ambos territorios, mira a “Sirio” una vez más, consciente del abismo que los separa. El perro entiende su aflicción. No le hace falta exteriorizar ningún gesto. Todo está en su mirada: “vi, no sé, algo como unos ojos misericordes”. La misericordia es un atributo divino, pero en este caso lo sagrado no está en lo alto, sino en la tierra. En los ojos profundos, conocedores, pacíficos, compasivos, de un perro. “Sirio” no es un pretexto, ni una anécdota, sino un ser querido con unas “largas orejas suavísimas”. El poeta tuvo tres perros, a los que bautizó “Sirio I”, “Sirio II” y “Sirio III”. “A mi perro” está dedicado a “Sirio I”. Claudio Rodríguez homenajeó a “Sirio II” con el poema “Perro de poeta”, y Carlos Bousoño evocó a “Sirio III” en “Perro ladrador”. Todos los textos reflejan un aprecio sincero por los perros que acompañaron al poeta y a sus amigos. Bousoño canta al “perro ladrador de diminutas invisibilidades”; Rodríguez entona un réquiem por el “buen amigo del hombre / compañero del poeta, estrella que allá brillas / con encendidas fauces / en las que hoy meto al fin, sin miedo, entera, / esta mano mordida por tu recuerdo hermoso”. También hubo varios “Platero”, pero eso no significa que Juan Ramón Jiménez se limitara a realizar una síntesis, con una intención puramente estética o moral. El afecto hacia cada borriquillo era verdadero. Tan verdadero como el de Aleixandre, que redescubrió el significado de la eternidad en los ojos húmedos y apacibles de su perro “Sirio”.
Nota bibliográfica:
Lumen acaba de publicar en un solo volumen la Poesía completa de Vicente Aleixandre. Alejandro Sanz se ha ocupado de la edición, que actualiza y profundiza el excelente trabajo de Alejandro Duque Amusco para la editorial Visor en 2001. Se han añadido poemas inéditos, se han corregido erratas y se han unificado criterios ortotipográficos. Auguro que será la edición de referencia en los próximos años. Olga Rodríguez, becaria de prensa de la editorial Lumen, me ha enviado un ejemplar. Desde aquí le envío mi gratitud.