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Después de leer la Sonata de estío, Ortega y Gasset pensó que Ramón del Valle-Inclán era un condotiero del Renacimiento, con aficiones bárbaras y crueles, un Borgia capaz de doblar una barra de acero o “romper de un puñetazo una herradura, como cuentan del hijo de Alejandro VI”. Su especulación se derrumbó cuando se entrevistó con el escritor, descubriendo que era un hombre “delgado, inverosímilmente delgado, con largas barbas de misteriosos reflejos morados, sobre las que se destacan unos magníficos quevedos de concha”. Publicado en La Lectura en febrero de 1914, el artículo de Ortega y Gasset deploraba que Valle-Inclán recreara el espíritu del Quattrocento con un estilo afectado y tristemente anacrónico. Admitía que su prosa era “bella como las cosas inútiles”, con sus princesas moribundas, sus mirtos centenarios y sus donjuanes demoníacos. El filósofo entendía que las proezas estéticas producen el mismo asombro que las piruetas temerarias sobre un alambre, pero carecen de trascendencia. Detrás no hay nada profundo, ni genuinamente humano. La apreciación de Ortega no es disparatada, pero sí extemporánea, pues no reconoce la autonomía del hecho literario, cuyo rasgo diferencial es la singularidad verbal. Imbuido en la última ola del romanticismo, Valle-Inclán concibe la expresión literaria como lujo, provocación y desperdicio. Esa perspectiva, irreverente y maldita, se complejiza con el esperpento, donde las calidades modernistas se funden con destellos goyescos, innovaciones expresionistas y retruécanos inspirados por la jerga de la germanía. Cara de Plata, la primera entrega de la trilogía que componen las Comedias bárbaras, refleja esa transición, anudando lo diabólico y decadente con lo absurdo y grotesco.
Cara de Plata se publicó en 1922. En esas fechas, ya habían aparecido Divinas palabras (1919), la primera versión de Luces de bohemia (1920) y Los cuernos de don Friolera (1921), que formulaban desde distintos ángulos la estética “sistemáticamente deformada” del esperpento. Cara de Plata no es un esperpento, sino una “comedia bárbara”, como Águila de blasón (1907) y Romance de lobos (1908). El orden de publicación no coincide con el orden narrativo, pero esa anomalía no menoscaba la unidad de la trilogía. Sin embargo, sí hay ciertos cambios significativos. En ningún caso se cuestiona la sociedad arcaica y patriarcal exaltada en Águila de Blasón y Romance de lobos. Por entonces, Valle-Inclán ya flirteaba con el anarquismo, sin hacer ascos al incipiente fascismo italiano, nostálgico de las virtudes heroicas de la antigua Roma. Su apego sentimental al carlismo había facilitado su acercamiento al credo anarquista. Ambas ideologías albergaban el mismo odio al liberalismo, cultivando la ensoñación mítica de una Edad Media, donde los fueros protegían los derechos de campesinos y artesanos. Para Valle-Inclán, no hay figura más execrable que el burgués, cuyas notas dominantes son la timidez, el individualismo, el pragmatismo, la prudencia y el espíritu comercial. Por el contrario, Juan Manuel de Montenegro, personaje principal de las Comedias bárbaras, encarna los valores del feudalismo reacio a cualquier forma de modernidad: coraje, fiereza, orgullo, paternalismo. Su espíritu justiciero y hospitalario convive con el despotismo, la violencia, la promiscuidad, el egoísmo, la egolatría y la arbitrariedad. Es un Caballero, un poderoso Mayorazgo que yace con quien le place, apalea a quien le molesta y se muestra compasivo cuando se le antoja. Es un hidalgo, pero con una salvedad: en Galicia, la herencia cristiana se diluye en un primitivo y arraigado paganismo que concibe la naturaleza como una fuerza viva, saturada de dioses y demonios, donde el sexo no es algo pecaminoso, sino un vigoroso instinto que sortea todos los convencionalismos. El sentido castellano de la honra nunca echó raíces en la sociedad gallega.
No hay, pues, en Cara de Plata un giro ideológico, pero sí formal, estilístico. La estructura social permanece intacta, pero la caracterización de los personajes, divididos en señores y criados, poderosos y desvalidos, progresa de la estampa prerrafaelista al cuadro expresionista o, dicho de otro modo, del manierismo -con su deformación luminosa y dulcemente cromática-, a lo esperpéntico, con sus hipérboles, excesos y dramáticos contrastes. Esta evolución se aprecia claramente en las tres jornadas en que se divide Cara de Plata. La anécdota es mínima. Juan Manuel de Montenegro niega el paso por su mayorazgo a nobles y villanos tras un pleito que ha cuestionado sus privilegios. La servidumbre de paso es un derecho legal, pero las leyes se muestran impotentes ante la insolencia de los señores que se niegan a ceder un ápice en sus prerrogativas seculares. Miguelito, su segundón, es un joven apuesto y altanero, al que todos llaman “Cara de Plata”. Su carácter es idéntico al de su padre. Pendenciero y orgulloso, niega el paso al abad de Lantañón, que lleva el viático a un agonizante con el alma en peligro de condenación. “Cara de Plata” alega que no actuaría de otro modo, si se tratara del mismísimo rey. El abad se enfurece, pues mantiene una estrecha relación con la familia Montenegro. Cedió la custodia de Sabelita, su sobrina, a don Juan Manuel, y no esperaba ser tratado de esa manera. Su ansia de venganza desembocará en una mascarada sacrílega que coincide con el furor parricida de “Cara de Plata”. El segundón está encaprichado con Sabelita y no soporta la idea de que su padre le arrebate el privilegio de desflorar a la inocente e inexperta doncella.
Valle-Inclán se mantiene fiel al tono perverso y satánico de las Sonatas, presentando a Juan Manuel de Montenegro como una versión bárbara, rural y atávica del decadente y refinado marqués de Bradomín: “Soy el peor de los hombres. Ninguno más llevado de naipes, de vino y mujeres. Satanás ha sido siempre mi patrono. No puedo despojarme de vicios. Me abraso en ellos. Nunca reconocí ley ajena para mi gobierno. […] ¡Tengo miedo de ser el Diablo!”. El telón de fondo permanece impávido, pero el estilo se oscurece progresivamente. Don Juan Manuel de Montenegro es “hombre de almenas” dominado por la vanidad, la cólera, el narcisismo y los apetitos carnales. Vive en el Pazo de Lantañón, símbolo de una época que declina. Sus venerables piedras cobijan un atrio de limoneros y solanas con augustas arcadas, pero lo más preciado para el Caballero no son los blasones, ni la arquitectura centenaria, sino la frágil y hermosa Sabelita. Valle-Inclán describe a la joven con la delicadeza de una tela prerrafaelista: “De pechos al arambol, rubia de mieles, el cabello en dos trenzas, la frente bombeada y pulida, el hábito Nazareno”. Don Juan Manuel lamenta su recato y prudencia. Al contemplar sus ojos, exclama: “¡Maldita costumbre de monja, tenerlos siempre por tierra!”. Sabelita es una figura lánguida, melancólica, como la Ophelia de John Everett Millais: “Tiene la niña esa expresión triste que tienen las dalias en los floreros”. Su inocencia se esfuma cuando padre e hijo se la disputan, convirtiéndose en una “Madalena despeinada”, una nueva María de Magdala, pero que ha recorrido el camino inverso. La pasión incestuosa del Caballero, que no se aquieta porque Sabelita sea su ahijada, altera el juicio de la joven, sumergiéndola en un mundo de deseos impuros. Se condenará con su padrino, aceptando ser su concubina.
Las acotaciones de Valle-Inclán despuntan como textos independientes. A veces, se inscriben en la estética modernista: “En la penumbra verde de los limoneros, la nota morada es un grito dramático”. Otras, reflejan el giro expresionista hacia un mundo más oscuro con fulgores goyescos y estridencias solanescas: “Medio postigo alcahuete entorna sobre el camino la luz del zaguán tabernero. Un quinqué de latón, rajado el tubo y el cuerno de la luz amarillo y negro, alumbra colgado sobre el mostrador que rezuma olores de vino y aguardiente”. Valle-Inclán exhibe sus creencias teosóficas (“el mundo es armonía y concierto pitagórico”), pero al mismo tiempo la narración transmite desorden, turbulencia. El equilibrio del cosmos parece resquebrajarse en el ruido y la furia de las pasiones descontroladas. Esa transición hacia lo sombrío y caótico se manifiesta en la descripción y conducta de los personajes. El abad invoca al Enemigo para vengarse de los agravios de “Cara de Plata” y su padre, el terrible don Juan Manuel. Abad, mayorazgo y el hijo segundón aceptan perder el alma para saciar sus impulsos, ya sean homicidas o lascivos. El tonsurado parece un “pájaro negro”, con “brazos de sombra” y un bonete que agita sus cuatro cuernos bajo el cielo nocturno. “Cara de Plata” no es una criatura tan demoníaca, pero también alienta el sueño fáustico de rebelarse contra el poder divino. Cuando una coima que bebe los vientos por sus besos y abrazos lo compara con el legendario bandolero Diego Corrientes, responde desafiante: “Soy más”.
Fuso Negro, un loco, encarna la fusión del modernismo con el expresionismo, reuniendo en su lúcido y chispeante delirio el misterio de las viejas leyendas campesinas y la perspectiva cenital del esperpento. “¡Touporroutóu!”, grita una y otra vez, una exclamación gallega sin un significado concreto. Parece la mejor definición de un mundo absurdo, sin lógica, finalidad o propósito. Fuso Negro baila en los tejados, grita por las chimeneas, cruza constantemente las piernas, saca la lengua. “Una nalga negruzca le palpita entre jirones de remiendos”. No es el bufón que acompaña al Rey Lear por el páramo azotado por la lluvia, esculpiendo sentencias filosóficas, sino el artista loco que escupe disparates y blasfemias. Valle-Inclán no es Shakespeare, escrutando la naturaleza humana con una mirada compasiva y doliente, sino un aprendiz de demiurgo que escarnece el desorden del mundo, sembrando nuevas paradojas y dislates. Ortega y Gasset no comprendió a Valle-Inclán, ni a Gabriel Miró. Alabó su prosa, pero les reprochó su preciosismo, supuestamente estéril y huero. Es una objeción sorprendente en un filósofo que denunció el agotamiento de la novela, afirmando que se habían explorado todas las tramas y la literatura ya sólo podía justificarse por la forma. Cara de Plata es teatro, pero puede aplicársele el mismo razonamiento, subrayando que la pieza es un clásico no por la originalidad de su argumento, sino por su deslumbrante despliegue formal. Los adjetivos aparecen en los lugares más inesperados, las frases centellean como notas musicales, la gramática se contorsiona y disloca. El coro trágico de los secundarios imprime a los personajes principales una plasticidad sonora y visual que estalla en el escenario, alumbrando un espectáculo lleno de vida, tensión y cromatismo. El teatro de Valle-Inclán no es irrepresentable. Eso sí, constituye un reto. No es fácil representar la totalidad de sus elementos: diálogos afilados y vertiginosos, numerosos y complejos escenarios, infinidad de personajes. En cierto sentido, se parece a una ópera moderna, con su extraña belleza destemplada. O a una obra cinematográfica que encadena planos inauditos, captando el caudaloso movimiento de la vida.
La Biblioteca Castro acaba de publicar un nuevo volumen de su cuidadísima edición de la obra completa de Valle-Inclán, hasta hace poco inviable por los desacuerdos entre sus herederos. Sólo queda un último tomo para concluir un proyecto que contempla cinco volúmenes. Por fin el autor gallego cuenta con una edición a la altura de su genio. Como destaca Margarita Santos Zas en su espléndido prólogo, Valle-Inclán escribió sin ataduras, ignorando las preferencias del público de su tiempo y borrando las fronteras entre los distintos géneros literarios. Me atrevo a añadir que escribió para la posteridad, lo cual es una forma de decir que su obra le sobrevivirá largamente, corroborando su condición de demiurgo burlón afincado en las alturas.