La delicadeza de fray Luis de Granada
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Fray Luis de Granada es uno de los mejores prosistas del Siglo de Oro. Toda su obra, compuesta en castellano, latín y portugués, está dedicada a la exaltación y enseñanza de la doctrina cristiana. No es una simple apología de la fe, sino un canto a la vida, la naturaleza y la esperanza. Identificado con el espíritu reformista de Erasmo de Rotterdam y Juan Luis Vives, rechazó los nombramientos de arzobispo y cardenal, pues su intención no era hacer carrera eclesiástica, sino imitar a Cristo mediante la oración, la caridad y la penitencia. Sus superiores desestimaron su petición de viajar a las Indias como misionero. En Córdoba, conoció a Juan de Ávila. El encuentro dio pie a una sincera amistad y a un fecundo intercambio epistolar. Ambos admiraban el humanismo renacentista, que aconsejaba escribir con claridad y elegancia, imitando a los clásicos griegos y latinos. Los dos sufrieron el rigor del Santo Oficio, que apreció en sus textos y sermones tendencias reformistas. Juan de Ávila fue encarcelado y procesado, pero enseguida fue absuelto, no sin la recomendación de aclarar su interpretación de la fe, despejando cualquier duda sobre su obediencia al credo romano. Fray Luis de Granada no pasó por la cárcel, pero el Inquisidor General Fernando de Valdés incluyó dos de sus obras en el Índice: el Libro de oración y meditación (1554) y la Guía de pecadores (1556). Se alegó que empleaba el castellano para alentar una vocación de santidad asequible a todos, sin necesidad de realizar los votos de pobreza, castidad y obediencia. Esta tesis resultaba intolerablemente cercana a las ideas erasmistas sobre la perfección espiritual, que alababa la contemplación hasta el extremo de postergar los sacramentos. El Concilio de Trento examinó las obras y consideró que no atentaban contra el dogma católico, retirándolas del Índice y autorizando su lectura.
La personalidad de fray Luis de Granada ejercía una suave fascinación. Cuando Felipe II escuchó en 1581 uno de sus sermones en Lisboa, reconoció admirado su elocuencia, pese a que el dominico ya era un hombre de avanzada edad, delgado y sin dientes. Fray Luis de Granada había nacido en Granada en 1504. Hijo de un humilde panadero de origen gallego, fue bautizado como Luis de Sarriá. A los cinco años perdió a su padre, que falleció prematuramente. Su madre sostuvo a su familia, trabajando como lavandera en el monasterio dominico de Santa Cruz de Granada. Don Íñigo López de Mendoza y Quiñones, conde de Tendilla y marqués de Mondéjar, reparó en la inteligencia del pequeño Luis, convirtiéndolo en paje de su hijo, Diego Hurtado de Mendoza, que más adelante despuntaría como escritor (algunos le atribuyeron la autoría del Lazarillo de Tormes) y diplomático. Luis de Sarriá se hizo dominico en 1525, cambiando su nombre por el de Luis de Granada. Completó sus estudios de humanidades y teología en Valladolid. No tardó en adquirir fama como predicador. Muchas familias de la nobleza le agasajaron, invitándole a sus casas. Fue confesor de los duques de Medina Sidonia y los duques de Alba. Pasó los últimos años de su vida en Portugal, enviado por sus superiores para alejarle del Santo Oficio. Los reyes requirieron sus servicios como confesor. Azorín nos ha legado un inspirado retrato de su vejez: “¿Quién es ese frailecito que está recogido, absorto en su celda? […] Parece muy cansado; bien es verdad que ya es muy viejecito. Pero hay en él un cansancio especial: un cansancio en la frente, en los ojos, en toda la persona, que es el cansancio especialísimo de todos los que han trabajado mucho con el cerebro. Este cansancio da un aire de nobleza, de dignidad resignada, que no se confunde con ninguna otra fatiga. […] Si quisiéramos hacer la etopeya de este religioso nos encontraríamos con una bondad permanente, inquebrantable, aliada a un exquisito sentimiento de la delicadeza”.
En La antropología en la obra de Fray Luis de Granada (1947), Pedro Laín Entralgo apunta que los problemas con la Inquisición oscurecieron temporalmente la interpretación del hombre y la naturaleza del escritor dominico. La vida virtuosa implica un esfuerzo heroico, pues nuestros apetitos nos inclinan hacia el mal. La soberbia de la razón sólo agrava nuestro desorden interior. El hombre busca el placer y el conocimiento, desdeñando la piedad y la humildad. La única forma de vencer esas tentaciones consiste en huir del mundo y morir en vida. El pesimismo de fray Luis de Granada cedió poco a poco en sus últimos años, alumbrando una perspectiva más luminosa y esperanzadora. Aunque nuestra naturaleza está herida y menoscabada por el pecado original, el ser humano no es una criatura irremisiblemente abyecta y el mundo no es un lugar deleznable. Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, asignándole como morada el mundo natural, cuya belleza refleja incansablemente la perfección divina. La razón no desafía a Dios. Sabiamente orientada, completa la Revelación. El saber de griegos y romanos preludia la doctrina cristiana, identificando la virtud con el conocimiento y destacando la armonía del cosmos. El amor y la alabanza a Dios impregnan las páginas de Platón, Aristóteles, Séneca, Horacio y Cicerón. Su filosofar no es un simple alarde de ingenio, sino una verdadera propedéutica del credo cristiano. Escribe Laín Entralgo: “Fray Luis de Granada se va haciendo muy viejo, pero su corazón es cada día más joven y desasido, y su mente más antigua, profunda y admirativa. ¿Habrá empresa mejor –debió preguntarse a sus setenta y cinco años- que mostrar al cristiano el hermoso espectáculo y el sentido último de un mundo en que él, como hombre y cristiano, pone centro y ordenación?”.
El libro de oración y meditación contiene “siete meditaciones de los días de la semana por la mañana” que reproducen la Pasión de Cristo, acompañando la relación de los hechos con comentarios de carácter teológico y moral. Quizás es uno de los mejores ejemplos del genio de fray Luis de Granada como escritor renacentista y apologista cristiano. El escritor dominico destaca la humildad y mansedumbre de Cristo, que lavó los pies de sus discípulos y aceptó inmolarse para restañar las heridas del ser humano, separado de Dios por el pecado original: “¿Qué piedad te hizo desear tanto la limpieza de mi ánima, que con tal costa y detrimento de tu hermosura me la dieses?”. La Última Cena no fue una simple despedida, sino una nueva alianza sellada por el sacramento de la Eucaristía. Cristo no quiso separarse completamente del ser humano. Por eso, le dio a comer su carne y su sangre: “…no se contentaron las entrañas de tu amor con tomar mi ánima por esposa, siendo como era esclava del enemigo, sino que, viéndola aún con todo eso resfriada en tu amor, ordenaste de darle este misterioso bocado, y con tales palabras le transformaste, que tenga virtud para transformar en ti las ánimas que lo comieren, y hacerlas arder en vivas llamas de amor”. Lejos de ser un mero rito, la Eucaristía es “vida de nuestras ánimas, medicina de nuestras llagas, consuelo de nuestros trabajos, […] compañía de nuestra peregrinación, alegría de nuestro destierro, brasas para encender el fuego del amor divino”. Es imposible no conmoverse ante este preciado don, que el lenguaje apenas puede explicar: “¿Quién no se derretirá en lágrimas cuando vea a Dios unido consigo? Faltan las palabras y desfallece el entendimiento, considerando las virtudes de este soberano misterio”.
Fray Luis de Granada subraya que Cristo eligió servir y morir como un esclavo por amor a sus criaturas: “¿Quién te hizo mendigo de tus mismas criaturas, sino el amor de enriquecerlas?”. Dios se afligió con el clamor de los pobres y los presos, y aceptó ser pobre y padecer cárcel para acabar con el sufrimiento de todos. Se acercó a los hombres como siervo, no como rey, y su amor no se debilitó cuando sufrió la traición de Pedro. Aparentemente, su discípulo lloró de amargura y vergüenza, pero las lágrimas “no manaron tanto de los ojos de Pedro, cuanto de los ojos de Christo”. El Dios cristiano no es una divinidad que despliega su poder ante los ojos estupefactos de los hombres, sino un Padre que se acerca amorosamente a sus hijos: “Mírale tan humilde para con sus discípulos, tan blando para con sus enemigos, tan grande para con los soberbios, tan suave para con los humildes, y tan misericordioso para con todos”. Cristo en la Cruz es el agua que calma la sed de justicia, la vida que triunfa sobre la muerte, el bálsamo que sana todas las heridas, el perdón que sortea cualquier forma de rencor o venganza. Su muerte no es dulce. Muere preguntando a gritos al Padre por qué le ha abandonado, pero apura el cáliz hasta el final, experimentando el mismo desamparo que las víctimas más vulnerables e inocentes. Su Madre permanece a su lado, “no caída ni derribada, sino en pie, como columna de fortaleza, contemplado con inestimable dolor al Hijo en la Cruz”. La Cruz no es la expresión de un fracaso, sino una promesa de luz, amor y esperanza: “¡Oh Cruz, tú atraes a ti más fuertemente los corazones, que la piedra imán al hierro; tú alumbras más claramente los entendimientos, que el sol los ojos; tú abrasas más encendidamente las ánimas, que el fuego los carbones!”.
La prosa de fray Luis de Granada posee la claridad y la transparencia del Renacimiento, pero su estilo a veces preludia las asombrosas piruetas del Barroco. Cuando María se lamenta ante Dios de la pérdida de su Hijo, exclama: “Mandad a la muerte que vuelva a por los despojos que dejó; y lleve a la Madre con el Hijo a la sepultura. ¡Oh dichosa sepultura!, que has sucedido en mi oficio, y la corona que a mí quitan, a ti la dan; pues encerrarás dentro de ti al que tuve yo encerrada en mis entrañas”. A pesar de este desgarro, fray Luis de Granada no transige con el desengaño, ni se desliza por la pendiente del fatalismo. La vida es tan trágica como hermosa. Cristo murió en la Cruz, pero la muerte no pudo retenerlo. El sepulcro vacío es una promesa de vida eterna, que libra al ser humano de la angustia y la impotencia. La rueda del tiempo sigue girando, pero ya no es una cuchilla que siega sin compasión, sino la trilla que prepara la cosecha de la eternidad. La sensibilidad de fray Luis de Granada no está muy lejos de la reflexión del teólogo protestante Karl Barth: “El Jesús crucificado es la imagen viva del Dios invisible”. El escritor dominico expuso con agudeza los diferentes aspectos de la prueba ontológica y la prueba cosmológica. Su interés como teólogo no es desdeñable, pero su aportación más valiosa no se halla en su interpretación del dogma, sino en su intento de hacerlo más accesible y humano. La escolástica había profundizado en la fe mediante conceptos, elaborando un discurso plagado de áridos tecnicismos, que intentaba probar la existencia de Dios con argumentos lógicamente irrefutables. Sin descartar este camino, fray Luis de Granada enfatizó la belleza de la naturaleza como señal inequívoca de la existencia y presencia de Dios. En la Guía de pecadores, escribe: “mira cuán hermoso, cuán bien ordenado y cuán grande es este mundo”. En la Introducción del Símbolo de la Fe (1583), describe plantas, flores, frutas y animales con amor, ternura y regocijo, demorándose en las peculiaridades de las distintas formas de vida. Emilio Orozco ha apuntado que “la observación directa, concreta y detallada de la naturaleza alcanza con fray Luis de Granada un punto extremo sólo equiparable precisamente al que ofrecen nuestros artistas del Barroco”.
La delicadeza es tal vez el adjetivo que mejor define la obra de fray Luis de Granada. Sus libros son hermosos miradores que nos ofrecen amables y originales perspectivas de Dios, el hombre y la naturaleza. Sólo una sensibilidad exquisita pudo describir la granada como una fruta por fuera “algo tiesa y dura, mas por dentro más blanda, porque no exaspere el fruto que en ella se encierra, que es muy tierno”; o la azucena como una copa blanca “que dentro tiene unos granos como de oro, de tal manera cercados que de nadie puedan recibir daño”. Las analogías ente literatura y pintura suelen ser arriesgadas, pero es difícil leer a fray Luis de Granada sin pensar en una tela de Caravaggio templada por la serenidad y el equilibrio de Pietro Perugino, maestro de Rafael. Sólo los grandes clásicos son capaces de concertar pasión y armonía, sin alterar o deformar las emociones.
Nota bibliográfica:
La Biblioteca Castro ha publicado hasta ahora dos tomos de las obras completas de fray Luis de Granada. Cristóbal Cuevas se ha encargado de la edición de los textos, escribiendo un excelente estudio introductorio. La Biblioteca de Autores Cristianos y Ediciones Cátedra han publicado algunas de sus obras, con prólogos y notas.