[caption id="attachment_650" width="560"]
Nunca me han defraudado los testimonios sobre la Shoah. No nacieron con vocación de clásicos literarios, pero muchos han alcanzado esa consideración por su impecable estilo, su sentido ético y su capacidad de introspección. No hay belleza en Auschwitz, pero sí en las palabras que recrean su horror, pues revelan la tenacidad de la dignidad humana contra la barbarie. En los campos de concentración y exterminio, la escritura significaba vida, esperanza, fantasía, libertad interior. Auschwitz no es sólo un espacio físico, sino un símbolo ubicuo que representa el mal absoluto. El mal absoluto puede diferenciarse del mal relativo por su propósito de liquidar a pueblos enteros, razas o grupos supuestamente indeseables, como los judíos, los gitanos, los enfermos mentales o los homosexuales. Robert Antelme no pasó su cautiverio en Auschwitz, sino en Buchenwald y Dachau, adonde fue deportado como miembro de la Resistencia francesa. Nacido en Sartène, Córcega, en 1917, Antelme se casó con Marguerite Duras y luchó clandestinamente contra la ocupación alemana hasta que su célula sufrió una emboscada y se detuvo a la mayoría de sus integrantes. Marguerite Duras logró huir, pero su marido fue enviado a Buchenwald en 1944. Desde el principio, Antelme comprendió el objetivo de los nazis: humillar y degradar a los prisioneros hasta expulsarlos de la especie humana, despojarlos de sus atributos distintivos como seres libres y con derechos inalienables.
Después de la liberación, Antelme entendió que su obligación era narrar sus experiencias. Escogió como título La especie humana para subrayar que las víctimas eran hombres y mujeres, como su hermana Marie-Louise (que no sobrevivió a las tristemente célebres "marchas de la muerte"), y no "infrahumanos", de acuerdo con el lenguaje perverso de los verdugos. Contar lo sucedido no era fácil: "Apenas empezábamos a hablar, nos ahogábamos. Lo que teníamos que decir empezaba entonces a parecernos a nosotros mismos inimaginable". El Lager era un mundo erigido contra los vivos, donde la muerte imperaba con obscenidad. La chimenea de los crematorios nunca cesaba de funcionar, despidiendo un hedor inconfundible a carne quemada. El instinto de supervivencia prevalecía sobre la compasión. Cuando un deportado sufría un castigo físico, los testigos suspiraban aliviados, pues no les había tocado a ellos. Si moría un compañero, se ocultaba el hecho para apropiarse de su trozo de pan y sus escasas pertenencias: unos zuecos viejos, papel de periódico para protegerse del frío, un alambre, la gorra, quizás un botón. El "hombre nuevo" creado por los nazis era una bestia que había inhibido cualquier forma de compasión. Podía matar sin pestañear. Los deportados tampoco pestañeaban, pues la muerte se había instalado en su rutina como lo más cercano y familiar. La vida se había convertido en algo extraño y lejano. O en un milagro a punto de desvanecerse, casi una anomalía.
En el Lager, "la muerte se ha transformado en el mal radical, ha dejado de ser la salida posible hacia Dios". El Estado totalitario ha usurpado el lugar de Dios, arrebatando al individuo su trascendencia. La idea de santidad ha perdido su sentido en lugar concebido para rebajar, degradar, humillar, despersonalizar. Entre las alambradas, reina el desprecio. No es un desprecio subjetivo, sino político, metafísico, colectivo, que sólo se aplaca con la perspectiva del exterminio. Sin embargo, las necesidades de la guerra y las limitaciones técnicas prolongan unas vidas que la dictadura nazi considera innecesarias y ofensivas. "Negados sin cesar, todavía estamos aquí", escribe Antelme. El tiempo del desprecio sólo disfruta de una hegemonía pasajera. El reino del hombre volverá a restablecerse, fortalecido con las cenizas de las víctimas, que siempre serán recordadas.
Los SS no toleran que se les mire a los ojos. Intercambiar una mirada puede acarrear la muerte. Esa prohibición pretende despejar cualquier duda sobre la humanidad del Häftling, al que no se le reconoce un rostro, ni una identidad. El rostro es una de las manifestaciones más poderosa del espíritu humano. De ahí la obsesión de borrarlo mediante el hambre, el miedo, el frío, la violencia. Después de unas semanas, el rostro de todos los deportados parece unánime, reiterativo, anónimo. Aunque se hallan en recintos separados, hombres y mujeres se confunden con su figura espectral, esculpida por las privaciones. No hay espejos en los barracones, pero el alma se obstina en aparecer en cualquier trozo de cristal, reclamando su derecho a existir, a no ser ignorada, negada, pisoteada. Los rostros de los SS exhiben un aspecto saludable, pero en sus ojos no hay alma. Sólo son máscaras sucesivas de un engranaje concebido para destruir millones de vidas y reinventar al hombre. A pesar de sus éxitos militares, el Reich de los mil años está condenado al fracaso, pues nunca podrá aniquilar a todos los que desprecia, ni borrar su condición de seres humanos: "Los SS no pueden mutar nuestra especie. Ellos mismos están encerrados en una misma especie y una misma historia".
Algunos alemanes aún reconocen la humanidad de los deportados. Son los únicos que conservan su alma, como un trabajador renano que estrecha la mano de Antelme y otros prisioneros: "Ese gesto secreto, solitario [que podía ser castigado con la deportación o la muerte], no tenía sin embargo un carácter privado, en contraposición a la acción pública, inmediatamente histórica de los SS. Toda relación humana de un alemán con uno de nosotros era la señal perfecta de una rebelión deliberada contra todo el orden de los SS". Antelme no busca el consuelo en la victoria de los aliados. El presente es doloroso, terrible, pero muestra claramente que el nazismo no podrá sobrevivir: "No contamos con la liberación de los cuerpos ni con la resurrección de los mismos para tener razón. Ahora es cuando, vivos y semejantes a despojos, nuestras razones triunfan. […] No sólo la razón está de nuestra parte, sino que somos la razón misma sometida por vosotros a la existencia clandestina". No obstante, las vejaciones sistemáticas producen un daño profundo y alimentan el desánimo: "Siempre temblaremos ante la idea de no ser sino tubos de sopa, algo que se llena de agua y que orina mucho". Sólo hay una forma de vencer esa idea. Aceptar que la degradación no es una decisión personal, sino algo que afecta a todos por igual y que a veces se resarce con un gesto, como compartir una peladura de patata o algo de sopa. En ese escenario, la conciencia puede refugiarse en sus convicciones, aunque sufra un terrible aislamiento. Pese a que la mente se desliza hacia la rutina animal de sobrevivir, centrando todos sus esfuerzos en sostener el cuerpo, se hace necesario resistir, preservar algo de lucidez, no olvidar las creencias políticas, morales o religiosas que aún subsisten tímidamente en la conciencia. Siempre "hay algo que querer y defender".
La palabra es algo especialmente valioso cuando se cae en una máquina de triturar carne, donde se procesa al hombre como una res destinada al matadero. El lenguaje es el atributo que nos hace humanos, pero su capacidad de expresar emociones complejas se debilita cuando el hambre constituye una obsesión cotidiana. El hambre alimenta el odio, la injuria, la calumnia. En el Lager, el cuerpo conspira para destruir el alma, ahuyentando los sentimientos de solidaridad y afecto. Cuando dar un paso conlleva un esfuerzo agotador, no hay tiempo para reparar en las necesidades de los demás. "No hay amparo, ningún amparo", exclama Antelme. Y suplica: "Dejad que me hunda". Pero la vida se obstina en salir a flote. La palabra acude de nuevo al rescate. Cuando todo parece perdido, un deportado habla del mar, el agua, el sol. Más allá de las alambradas, la libertad reclama a los hundidos, confinados en barracones para su inminente sacrificio. Los hundidos son los que han perdido toda esperanza, los "musulmanes", los muertos en vida. El nazismo busca la destrucción del pueblo judío, pero antes quiere despojarle de su identidad y de sus ilusiones. No se conforma con exterminarlo. Necesita cosificarlo para demostrar que sus delirios étnicos están plenamente justificados. Los capos participan en ese proceso de deshumanización. Creen que compartir el desprecio de los nazis hacia los deportados, les salvará del tiro en la nuca, la cámara de gas o la muerte por inanición.
El trabajo pierde su dignidad en el Lager. Un Häftling no es un obrero, sino el mecanismo que hace funcionar una palanca, un martillo o una pala. Su muerte no es un acontecimiento, sino una insignificante avería en el proceso de producción. La meta del SS es que el Häftling deje de ser un hombre, que el mundo ya no sea su hogar, que no pueda hallar paz ni consuelo en la fraternidad, la naturaleza o la religión. Ignora que las víctimas del Lager sobrevivirán en la memoria. En cambio, la fantasía del superhombre carece de futuro. Las toneladas de ceniza de Auschwitz ya han celebrado sus exequias, enviándola al agujero negro de la historia. Los deportados viven como bestias de carga, mueren de manera impersonal, se transforman en humo, pero conservan el lenguaje. Una simple palabra permite elevarse sobre el barro, olvidar que su vientre es una bolsa vacía y sus huesos, vigas podridas a punto de desplomarse. En la mina, el taller o el barracón, el mundo se abre cuando un Häftling se comunica con otro. O cuando su mente evoca su pasado, su historia individual, su estancia en la tierra, sus anhelos de hombre, sus lazos con los seres amados. La trascendencia de la palabra se manifiesta de una forma particularmente vigorosa en la poesía. Los deportados reconstruyen poemas de forma colectiva. No pueden escribir. Carecen de los medios necesarios y, además, si los consiguen clandestinamente, se arriesgan a ser ejecutados. Antelme narra que un grupo de deportados recurre a la memoria para reconstruir un poema. Fragmento a fragmento. La suma de los recuerdos no es un simple ejercicio de evocación, sino una forma de decir: "Todavía existimos. Todavía somos hombres. Aún somos responsables de la vida de nuestros compañeros de infortunio". Esas afirmaciones suenan extrañas en los barracones. "Parecían venir de muy lejos", pero no se trata de una lejanía física, sino del abismo que ha abierto el Lager en el interior de las conciencias, distanciándolas de sí mismas.
Robert Antelme participa en las marchas de la muerte. Extenuado y enfermo, camina penosamente por las carreteras y cruza pueblos. Todos pueden ver a los deportados. Todos conocen su procedencia y saben que tal vez avanzan hacia su fin. Se habla de "noche y niebla", pero esas columnas humanas desfilan a la luz del día. Los deportados están tan débiles que el inicio de la primavera sólo agrava su sufrimiento. Demasiada luz, demasiada vida, para los que han morado en la "casa de los muertos" y viajan hacia un destino similar. Antelme sobrevive a duras penas. El tifus casi acaba con él. Su conciencia se ha ensombrecido por la experiencia del cautiverio. Los deportados han vivido los “inimaginable” y nadie quiere comprender lo que significa esa palabra. Es preferible olvidar, pensar en el futuro, no compartir el dolor. La compasión hace daño cuando las heridas del otro son tan profundas. La liberación resulta amarga para uno seres que han perdido contacto con la realidad. Son los testigos de la iniquidad humana, de la inaudita crueldad del hombre con el hombre. Antelme sólo encuentra una forma de aplacar su sufrimiento. Saber que la especie humana es indivisible. Ninguna ideología puede fracturar su unidad. Los hombres no son bestias, ni dioses. Son hombres y nada podrá cambiar eso.
¿Se puede perdonar a quienes han intentado reinventar el concepto de lo humano, aniquilando a los individuos que no encajaban en su idea? En Lo imprescriptible, Vladimir Jankélévitch invierte el ruego de Jesús en la cruz: "Señor, no los perdones porque saben lo que hacen". Auschwitz es "una abominación metafísica", "un crimen inconmensurable", "una obra maestra del odio". No hay un castigo proporcional al crimen perpetrado. Se trata de una aberración inexpiable, imperdonable. "El antisemitismo es una grave ofensa al hombre en general. A los judíos se los perseguía por ser ellos, no por sus opiniones ni por su fe. […] No se les reprochaba esto o aquello, se les reprochaba el ser". En una larga entrevista con Rudolf Augstein celebrada en 1965 para Der Spiegel, Karl Jaspers distingue entre "crímenes de guerra" y "crímenes contra la Humanidad". Los bombardeos de Hiroshima o Dresde pueden considerarse "crímenes de guerra". Su objetivo es derrotar al enemigo, empleando la violencia indiscriminada. Es una forma de actuar absolutamente reprobable, pero los "crímenes contra la Humanidad" implican un grado de crueldad superior: "Su pretensión es decidir cuáles son los grupos de hombres y pueblos que deben vivir sobre la Tierra y cuáles no". Jaspers se apropia de las palabras de Hannah Arendt, que había publicado dos años atrás su polémico ensayo Eichmann en Jerusalen: "El genocida atenta contra la esencia misma del hombre. No es posible convivir con individuos que actúan así". Arendt, Jaspers y Primo Levi justifican la pena de muerte en estos casos. Por una cuestión de justicia, por la necesidad de proteger al género humano, porque no hay una pena que pueda reparar el sufrimiento causado y porque no hay posibilidad de redención para unos crímenes tan monstruosos.
Antelme no habla de penas ni castigos, pero sí de la necesidad del testimonio. Las víctimas deben sobrevivir en la memoria de los pueblos y ese propósito sólo puede cumplirse con obras como La especie humana, donde lo inimaginable se hace accesible, cobrando forma y orden. La palabra de los supervivientes es esencial para construir un futuro diferente, donde el tiempo del desprecio deje paso al reino del hombre. Antelme no es un simple testigo, sino un escritor excepcional que hizo de la escritura un prodigo de vida y resistencia.
Nota bibliográfica:
Esta nota se ha basado en la traducción de Trinidad Richelet de La especie humana (Arena Libros, 2001). Además, ha extraído ideas y citas de Lo imprescriptible, de Vladimir Jankélévitch (Traducción del francés de Mario Muchnik. Muchnik Editores 1987), y de ¿Adónde va Alemania?, Karl Jaspers (Traducción de Javier Martínez Pantoja. Ediciones Cid, 1967).