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Stefan Zweig disfrutó de un enorme éxito en la Europa de entreguerras, pero el ascenso de Hitler al poder lo convirtió en un autor prohibido y casi inexistente. En los países sometidos por el Tercer Reich, sus obras desaparecieron de las bibliotecas públicas y los escaparates de las librerías. No expresaban opiniones políticas, pero su autor era judío y encarnaba el ideal de tolerancia de una Europa libre, amable y cosmopolita. Zweig abandonó su casa de Salzburgo, donde se habían alojado los escritores, músicos y artistas más notables de la época, refugiándose en Londres. Por entonces, Reino Unido acariciaba la esperanza de aplacar a Hitler con una política de apaciguamiento, pero esa ilusión se desvanecería enseguida. Desmoralizado por el fracaso de Chamberlain, Zweig huyó a Argentina, preguntándose si alguna vez volvería a Europa. El mundo de ayer surgió en ese clima de precariedad y angustia, casi como un réquiem por una civilización que se hundía en la barbarie del totalitarismo nazi. Separado de su biblioteca, su archivo y su querida colección de manuscritos autógrafos, el escritor vienés no pudo utilizar otra guía para escribir el libro que su memoria. No le pareció un gran inconveniente, pues la memoria es “una fuerza que ordena a sabiendas y excluye con juicio”. No sospechaba que sus recuerdos, cuidadosamente enlazados por su estilo elegante, limpio y fluido, compondrían una obra maestra, donde sintetizaría los valores de la Europa ilustrada, liberal y democrática. Desgraciadamente, su canto a la paz, la belleza y la fraternidad no le salvaría de un trágico e injusto destino. El 22 de febrero de 1942 se suicidó con su segunda esposa en Pretópolis, Brasil, adonde se había mudado meses atrás. La caída de Singapur en manos del Japón de Tojo le hizo creer que el totalitarismo extendería su dominio por todo el planeta. No quiso contemplar esa desgracia con sus propios ojos. Se despidió de sus amigos, ordenó sus asuntos personales y dejó una nota que manifestaba su apego a la libertad, la dignidad humana y la creación artística. Prefería despedirse de la vida de pie y en un buen momento que sufrir nuevas humillaciones y privaciones.
Afortunadamente, las sombrías expectativas de Zweig no se cumplieron. El totalitarismo fue derrotado en todos los frentes, salvo en la Europa del Este, donde cayó un “telón de acero”. Europa occidental recobró sus libertades y el nazismo fue arrojado al desván de la historia. Desdichadamente, Zweig no recuperó de inmediato el reconocimiento perdido. La renovación de la novela impulsada por Joyce, Proust, Faulkner, Thomas Mann y otros autores, chocaba frontalmente con su literatura clásica, nítida y serena. Sus libros soportaron un inmerecido menosprecio durante varias décadas. Se alegaba que incurrían en el sentimentalismo y en la voluntad de agradar, ahorrando al lector los esfuerzos que exigían los creadores más innovadores. Demasiado educado, demasiado templado, demasiado claro, Zweig pasó a ser un escritor presuntamente anticuado, previsible y cursi. Durante mis años universitarios, no le presté mucha atención. En la biblioteca de mi padre, sus libros ocupaban un lugar destacado. Carta de una desconocida, Momentos estelares de la humanidad y María Antonieta revelaban una lectura atenta y apasionada, con infinidad de notas al margen. Sin embargo, sólo los hojeé por encima. La lucha contra el demonio, un ensayo dedicado a Hölderlin, Kleist y Nietzsche, me tentó, pero decidí dejarlo para más adelante. En los años ochenta, los jóvenes estudiantes de filología o filosofía –como era mi caso- se internaban en el Ulises de Joyce o en El Anti-Edipo, de Deleuze y Guattari, presumiendo que la perplejidad y el tedio constituían dos virtudes inherentes al hecho estético y la especulación filosófica. Cuando se disipó –o atenuó- ese espejismo, que acarreó largas horas de frustración a los estudiantes de mi generación, surgieron poco a poco tímidas reivindicaciones de Zweig. En España, Editorial Acantilado, fundada por el desaparecido Jaume Vallcorba, rescató sus obras, publicándolas con esmero. El escritor vienés renació de sus cenizas, gozando del fervor de un número creciente de lectores, que ya no le consideraban sensiblero y previsible, sino profundo, preciso y sincero.
El mundo de ayer. Memorias de un europeo apareció en 2002 en la Editorial Acantilado. Desde entonces, ha encadenado una edición tras otra. El genio de Zweig ha cautivado al mundo de hoy, evocando un pasado reciente que incluye los acontecimientos más trágicos, hermosos y decisivos del siglo XX. Zweig no escribe una simple autobiografía. De hecho, apenas habla de su vida sentimental. Sólo hay una pequeña referencia a su segunda esposa, casi inexcusable, pues el inminente estallido de la guerra malogra sus planes de boda en Londres. Su propósito no es narrar su peripecia personal, sino recrear la historia de Europa desde la perspectiva de un apátrida forzoso. Condenado a ser un extranjero en su tierra natal, su desarraigo le proporciona una libertad ilimitada, eximiéndolo de cualquier partidismo de carácter nacionalista. Europeísta convencido, Zweig considera que el nacionalismo es la peor amenaza contra la paz y la democracia. Antes de la Primera Guerra Mundial, Europa parecía un territorio de certezas. Todos sus ciudadanos abordaban el futuro con una razonable tranquilidad. La violencia y el radicalismo apenas hallaban apoyos en una sociedad que creía en la razón como valor supremo. Los judíos soportaban los prejuicios inculcados por siglos de cristianismo, pero no sentían que pudieran perder sus vidas, sus hogares o sus negocios. El padre de Zweig, Moritz, había prosperado como empresario textil mediante el trabajo, la austeridad y el ahorro. Nunca le agradó la ostentación, una forma de ser que heredó su hijo. De hecho, Stefan rechazó distinciones, condecoraciones, títulos, pretextando que afectarían negativamente a su independencia. Su madre, Ida, había nacido en Ancona, una región situada al sur de Italia, y procedía de una familia de banqueros. Zweig señala que el verdadero objetivo de los judíos europeos no era enriquecerse, sino “ascender al mundo del espíritu”. Eso explica que al cabo de dos o tres generaciones se desvaneciera el dinero acumulado. Los hijos de familias judías más adineradas rechazaban hacerse cargo de los bancos, fábricas y negocios de sus padres, pues deseaban dedicarse a la poesía, el arte, la música o la filosofía. “No se debe a una casualidad el que un lord Rothschild llegara a ser ornitólogo, un Warburg, historiador del arte, un Cassirer, filósofo, y un Sassoon, poeta”.
Nacido en 1881 en Viena, Zweig no escatima palabras de elogio a su ciudad natal: “En ninguna otra ciudad europea el afán de cultura fue tan apasionado como en Viena”. Acogedora, tolerante y cosmopolita, fue un destino obligado para todas las artes. Sus teatros y auditorios fueron testigos del genio musical de los grandes compositores. Por allí pasaron pasado Gluck, Haydn y Mozart, Beethoven, Schubert, Brahms y Johan Strauss. Lejos de provocar sentimientos nacionalistas, Viena invitaba a sentirse ciudadano del mundo. Cuando los vieneses abrían un periódico, no buscaban las últimas noticias de la política nacional o internacional, sino la programación de sus teatros: “Era magnífico vivir allí, en esa ciudad que acogía todo lo extranjero con hospitalidad y se le entregaba de buen grado; era lo más natural disfrutar de la vida en su aire ligero y, como París, impregnado de alegría”. Los estudiantes no se manifestaban por una ideología política, sino para que no demolieran la casa donde murió Beethoven, pues sentían que sus almas se hallaban fundidas con los grandes acontecimientos del arte. El sentido estético impregnaba todos los aspectos de la vida. Los vieneses no querían despedirse del mundo de cualquier manera, sino con unas buenas honras fúnebres que deleitaran a sus conciudadanos. Viena respiraba arte, música, literatura. La burguesía judía era el principal sustento del arte. Los aristócratas y la alta burguesía cristiana dedicaban su ocio a los caballos y las cacerías. Por el contario, los judíos acomodados se apasionaban por la ópera, la pintura, la poesía, llenando los teatros, devorando libros y adquiriendo obras de arte. En realidad, “las nueve décimas partes de lo que el mundo celebraba como cultura vienesa del siglo XIX era una cultura promovida, alimentada e incluso creada por la comunidad judía de Viena”. La comunidad judía alberga un “impulso espiritual milenario” que pudo desplegarse con toda su fecundidad en un ambiente de “tolerancia afable”. No es sorprendente que en el siglo XX surgieran figuras como Gustav Mahler, Schönberg, Hofmannsthal, Schnitzler, Max Reinhardt y Sigmund Freud, todos judíos.
Zweig fue un mal estudiante. Nunca ocultó su escaso aprecio por las aulas: “El único momento realmente feliz y alegre que debo a la escuela fue el día en que sus puertas se cerraron a mi espalda para siempre”. El sistema educativo de su época sólo promovía la disciplina, la obediencia y el aprendizaje memorístico. No era algo casual, sino premeditado, pues el Estado explotaba “la escuela como un instrumento adecuado para su propósito de mantener su autoridad”. Zweig escondía los poemas de Rilke en su gramática latina y en sus cuadernos de matemáticas, y, al salir de clase, se reunía con sus amigos en un café para discutir sobre poesía, música o pintura: “El café vienés es una institución muy especial, incomparable con ninguna otra a lo largo y ancho de este mundo”. Zweig haría grandes amigos en esos templos del saber, a veces prolongados por casas particulares donde era posible escuchar a un Hofmannsthal de diecinueve años ataviado con pantalón corto. El amor por las letras excluía el interés por los deportes y cualquier forma de ejercicio físico, salvo los paseos por los parques. La política no resultaba mucho más estimulante para un joven aficionado a la poesía. A pesar del antisemitismo de Karl Lueger, alcalde de Viena, prevalecía el ideal humanista que garantizaba una convivencia civilizada. Los pogromos continuaban en la Rusia zarista, pero en el Impero Austrohúngaro se habían erradicado los estallidos de odio racial o religioso. Eso sí, una moral estricta prohibía cualquier alusión al sexo, una actividad reservada para la penumbra de las alcobas o los numerosos burdeles, donde proliferaban las enfermedades de transmisión sexual. Aunque un ejército de prostitutas pululaba por las calles, el sexo constituía un tabú que sólo se rompía en los ambientes menos recomendables.
La universidad no agradó a Zweig más que la escuela. Los universitarios se consideraban una clase privilegiada que se agrupaba en asociaciones reguladas por una turbia camaradería masculina. El valor debía probarse mediante duelos, peleas multitudinarias y borracheras monumentales. Un universitario sin las cicatrices provocadas por un sable o un florete despertaba sospechas de cobardía y pusilanimidad. El sentido de la camaradería se plasmaba en un zafio gregarismo que prepararía el camino al nazismo, con sus muchedumbres hechizadas por los gritos histéricos de Hitler. Zweig no se sentía más cómodo con la docencia universitaria, dominada por un academicismo rígido y tedioso. Al igual que Emerson, opinaba que los buenos libros reemplazan con ventaja a las clases magistrales: “Por muy práctica y útil y provechosa que pueda ser la actividad académica para los talentos medianos, yo la encuentro superflua para los espíritus creadores, en los que puede tener incluso un efecto contraproducente”. Zweig dedicó sus años universitarios a leer vorazmente, preparando los exámenes con desgana. Nunca le atrajo lo teórico y metafísico. Las relaciones humanas y los objetos le resultaban más fascinantes que las grandes abstracciones. Empezó a escribir poemas, logrando que el Neueu Freie Presse, el periódico más prestigioso de Viena, aceptara una de sus creaciones. Por entonces, el director de la sección cultural era Theodor Herzl, que aún no había publicado El Estado judío, el breve texto que fundaría el sionismo. Herzl leyó su poema y aceptó publicarlo, algo que sorprendió enormemente a la familia de Zweig, que aún le consideraba un joven sin una idea clara sobre el porvenir.
Zweig empezó una novela, pero acabó utilizando el manuscrito para alimentar el calor de una estufa. Sintió que aún necesitaba un tiempo para madurar como escritor y abordar empresas de cierto calado. Durante seis años, se dedicó únicamente a traducir a Baudelaire, Verlaine, Keats, descubriendo que el trabajo de adaptar un poema a otro idioma constituía una excelente escuela para transformarse en autor. Después de finalizar los estudios universitarios, viajó a París. Su clima de libertad le produjo una impresión imborrable. El espíritu de la Revolución fluía por sus calles. Las distinciones de clase no habían desparecido, pero todos los hombres y las mujeres se consideraban ciudadanos libres. Zweig paseará con Rilke, fascinado por un poeta que reinventaba el mundo con su mirada. Cuando un pequeño ratero se cuela en su hotel y le roba la maleta, Zweig se niega a presentar una denuncia, pese a que la policía ha detenido al culpable. El maleante le agradece el gesto, llevándole la maleta hasta el hotel, mientras charlan afablemente. Londres no cautivará a Zweig, al menos durante su primera estancia. Se pasará la mayor parte del tiempo leyendo y escribiendo en el Museo Británico. Su mejor recuerdo será el descubrimiento de William Blake, cuya obra mística y visionaria lo acompañará el resto de su vida. Comprará una lámina que colgará en las paredes de sus distintos hogares: “De todos mis bienes perdidos y lejanos –escribirá años más tarde-, es éste el dibujo que más echo de menos en mi peregrinación. […] El genio de Inglaterra, que me afanaba en descubrir por calles y ciudades, se me manifestó de repente en la figura verdaderamente astral de Blake. Y otro nuevo amor se añadió a mi gran amor por el mundo”.
Durante los años posteriores, Zweig viajará por todo el orbe. Publicará sus primeros libros y gozará de un éxito moderado. Coleccionará manuscritos autógrafos de grandes escritores y compositores, como Goethe y Beethoven, obsesionado por captar el proceso de creación artística. Establecerá una estrecha amistad con Romain Rolland, al que definirá como “la conciencia moral de Europa”. El estallido de la Gran Guerra le producirá estupor y desilusión. Contemplará apenado como las masas se arrojan a las calles para celebrar el inicio de la contienda, plenamente identificadas con las consignas nacionalistas. La exaltación de la guerra como una magnífica aventura no soportará el contraste con la realidad. Las horribles masacres causadas por la guerra de trincheras apagarán las fantasías románticas. Zweig escribirá a favor del entendimiento entre los pueblos, deplorando el agresivo militarismo que había desencadenado el conflicto. Incapaz de odiar, agitará la bandera del pacifismo, abogando por la fraternidad entre los hombres. Su viaje en un tren convertido en hospital de campaña le encogerá el alma. La posguerra también será dura y penosa. Instalado en una residencia campestre de Salzburgo, Zweig soportará el frío, el desabastecimiento, la inflación, la precariedad. La recuperación económica de los felices veinte no sólo aliviaría su situación, sino que, además, le traerá algo inesperado: un éxito colosal. Su casa se convertirá en un lugar de peregrinación para artistas e intelectuales. Zweig atribuirá su éxito a su estilo libre de retórica, digresiones y “pasajes arenosos”. Implacable con sus propios manuscritos, suprimirá páginas y páginas para conseguir un ritmo ágil e intenso, que seducirá a millones de lectores.
Durante su viaje a la Unión Soviética, conocerá a Gorki y visitará la tumba de Tolstoi, que le impresionará por su sencillez. El proletariado ruso despertará su admiración. Por su calidez, su sencillez, su cortesía y su aprecio por la cultura. Los campesinos analfabetos le mostrarán ejemplares de Darwin y Marx, con un fervor casi religioso, pero no se dejará engañar por las apariencias. Detrás de ese milagro cultural, advertirá la existencia de un gobierno autoritario que silencia brutalmente a sus opositores. La dictadura de los soviets no se parece al fascismo italiano, pero ambos proceden el mismo árbol envenenado: el totalitarismo. Amigo de Benedetto Croce, aprenderá del maestro italiano, tenaz enemigo de Mussolini desde el asesinato del líder socialista Giacomo Matteotti, que un escritor nunca debe rehuir la beligerancia contra los abusos del poder político. “Nada perjudica tanto al intelectual como la falta de resistencia”, le advertirá Croce. Zweig asentirá, sin sospechar que el destino le preparaba un reto aún mayor, pues Hitler resultará mucho más implacable que el Duce. De hecho, Zweig escribirá al dictador italiano, pidiéndole la liberación de un preso político condenado a diez años de reclusión. Redactará la carta, atendiendo a los ruegos de la esposa del condenado, ignorando que Mussolini sentía un gran aprecio por sus libros. Logrará una rebaja de la pena y un posterior indulto. Al evocar lo sucedido, Zweig demostrará una vez más su extraordinaria calidad humana: “Si hay algún éxito literario que hoy recuerde más que otros y con especial gratitud, es éste”.
La subida de Hitler al poder aún sigue causando asombro, pero Zweig comprenderá enseguida que obedecía a las tendencias más oscuras de la tradición germánica. No en vano Goethe había afirmado que prefería la injusticia al desorden. Esa forma de pensar, típicamente alemana, facilitará los planes de los nazis, respaldados desde el primer momento por los militares más reaccionarios y los grandes hombres de negocios, que les proporcionarán armas, vehículos y uniformes. Hitler sólo era un soplón del ejército, un artista fracasado que había vivido muchos años como un vagabundo. Su liderazgo no era un éxito personal, sino una operación perfectamente planificada para acabar con la República de Weimar, neutralizar definitivamente la amenaza bolchevique e instaurar una dictadura. Eso sí, nadie sabía que el hombre de paja de la oligarquía llegaría mucho más lejos de lo esperado, empujando a Alemania a una guerra imposible de ganar. Zweig se resistirá a abandonar Austria, pero no le quedará otra alternativa cuando la anexión con Alemania se perfile como algo inevitable. Durante su exilio en Londres, intimará con Sigmund Freud, cuya obra le parece uno de los mayores logros del pensamiento occidental. Antes de partir hacia América del Sur, asistirá a su entierro y se preguntará amargamente si el destino de los judíos como pueblo no es otro que repetir una y otra vez la eterna pregunta de Job a Dios.
El suicidio de Zweig en Brasil es uno de los momentos más oscuros de la historia de la humanidad. En las páginas finales de El mundo de ayer, podemos leer: “Si los perseguidos y expulsados hemos tenido que aprender un arte nuevo, desconocido, ha sido el de saberse despedir de todo aquello que en otros tiempos había sido nuestro orgullo y nuestro amor”. Zweig no sobrevivió al nazismo, pero su obra sí. En nuestros días, es una inspiración permanente para todos los que trabajan a favor de una Europa unida por valores democráticos. Sus libros no contienen grandes teorías, como las obras de Hegel o Heidegger, sino grandes dosis de humanidad y sentido común. No hay idea más poderosa que la democracia. No hace falta fundamentarla o justificarla, sino hacerla efectiva, aniquilando los viejos demonios de la cultura europea: el nacionalismo, el racismo y la intolerancia religiosa. Es doloroso leer El mundo de ayer conociendo el trágico fin de su autor, pero sus páginas nos ayudan a mirar el futuro con esperanza. O por utilizar sus propias palabras, nos permiten “volver a creer en el mundo, en la humanidad”.
Nota bibliográfica:
Esta nota ha utilizado la traducción de J. Fontcuberta y A. Orzeszek de El mundo de ayer, publicada por Editorial Acantilado en 2002.