¿Se puede definir la poesía? En Ocnos (1942), Luis Cernuda presume que la poesía no es un género literario, sino un milagro difícilmente explicable. Tal vez por eso no escoge un soneto o una lira para aventurar qué es la poesía, sino el sonido del piano que escuchaba algunos atardeceres, cuando llegaba a casa y se detenía al pie de la escalera. Las notas no eran simples sonidos, sino una presencia impalpable que se confundía con el resplandor vago de una luz cálida y dorada. Se preguntaba entonces si era sólo música o quizás “lo inusitado”. Lo inusitado es la manifestación de “una realidad diferente de la percibida a diario”. En esa realidad alternativa había “algo alado y divino”, “un poder mágico”. Ese “poder mágico” aparece en la literatura, la música, la pintura o el cine. Pido excusas por no citar todas las artes, pero aprovecho esta omisión para extender el prodigio de la poesía a cualquier hecho estético, incluidas actividades aparentemente pasivas, como la contemplación, la escucha o un simple paseo. Robert Walser nos enseñó que sólo hace falta salir a pasear para toparse con la belleza y redescubrir el mundo, a veces invisible para unos ojos velados por el fragor de lo cotidiano: “El mundo matinal que se extendía ante mis ojos me parecía tan bello como si lo viera por primera vez. Todo lo que veía me daba la agradable impresión de cordialidad, bondad y juventud”. Hace unos días volví a ver Los sueños de Akira Kurosawa (1990) y sentí que ese “algo alado y divino” del que habla Cernuda acontecía ante mis ojos, revelando que la poesía no es una cuestión de géneros, sino de experiencias. Y ciertas experiencias, cuando superan el juicio del tiempo, pertenecen al terreno de los clásicos, convirtiéndose en patrimonio común de todos los que aman la belleza. Los planos cinematográficos concebidos por Kurosawa para recrear sus vivencias oníricas, nos hacen ver la realidad como si fuera un poema intemporal y perfecto, donde la vida y la muerte se conciertan para renovar el mundo y garantizar su continuidad.
Descendiente de una familia de samuráis, Akira Kurosawa nació en Tokio en 1910. Su hermano mayor Heigo, que ejerció una duradera influencia en su forma de entender la vida, trabajaba como benshi, narrador de películas mudas. Apasionado y sensible, no pudo soportar la transición al cine sonoro, que acabó con su profesión. Había volcado su creatividad y ambición en dilatar la influencia de las imágenes, conjugando gestos, palabras y silencios. Saber que no volvería a repetir esas interpretaciones, no le dejó otra alternativa que el suicidio. La resignación no es una virtud en el Japón tradicional. En cambio, quitarse la vida es una acción honorable cuando el fracaso se convierte en una afrenta insalvable. Akira, cuatro años menor, nunca lograría desprenderse del sentimiento de pérdida y vacío que dejó su hermano. Muchas veces se preguntó si no había usurpado su destino, pues Heigo reunía las condiciones necesarias para ser un buen director: talento narrativo, conocimiento del medio cinematográfico, pasión por la luz y la materia. Heigo apreciaba la civilización occidental, pero una incurable tendencia a la melancolía le acercaba al fatalismo trágico de la cultura japonesa, donde la muerte no representa lo terrible, sino una forma de equilibrio que restaura el desorden causado por una existencia malograda. En cambio, Akira nunca se sintió atraído por la tradición del crisantemo y la espada. De hecho, forjó su personalidad artística con el cine de John Ford, la pintura de Van Gogh y las obras de Shakespeare y Dostoievski. Nunca le atrajo el Japón tradicional, particularmente después de soportar la intromisión del gobierno de Tojo en sus películas, aleccionándole para que su obra se ajustara a los valores del Bushido. La derrota de Japón en la Segunda Guerra Mundial le libró de la odiosa tutela de la censura, permitiéndole rodar con una amplia libertad. El reconocimiento internacional llegó en 1951 con Rashomon, galardonada con el León de Oro de Venecia y con un Oscar honorífico a la mejor película extranjera.
Sin embargo, no logró adaptarse a Hollywood, que prescindió de sus servicios a mitad del rodaje de Tora!, Tora!, Tora!, y, en Japón, su primera película en color fracasó estrepitosamente, provocando graves pérdidas económicas. Desolado, intentó seguir el camino de su hermano Heigo, infligiéndose graves cortes en las muñecas y el cuello, pero la intervención de la asistenta, que alertó a la familia, evitó su muerte. La salvación surgiría del lugar menos esperado. La Unión Soviética le ofrecería realizar una adaptación cinematográfica de Derzu Uzalá, el emotivo relato autobiográfico del explorador, naturalista, cartógrafo y escritor ruso Vladímir Arséniev, que entre 1902 y 1907 recorrió la cuenca del río Ussuri, adentrándose en la región más oriental de Rusia. El resultado fue una bellísima película rodada casi en su totalidad en la taiga siberiana que obtuvo el Gran Premio del Festival de Cine de Moscú y el Oscar a la mejor película de habla no inglesa. Corría el año 1975 y el cineasta japonés aún tendría tiempo de rodar varias obras maestras: Kagemusha (1980), Ran (1985) y Yume (1995), que en España se estrenaría con el título Los sueños de Akira Kurosawa.
Kurosawa, al que se apodaba Tenno (literalmente, “El Emperador”) por su actitud autoritaria e inflexible durante los rodajes, siempre mostró interés por integrar la naturaleza en la trama de sus películas. En Rashomon y en Los sietes samuráis (1954), la lluvia acompaña a los personajes en los momentos más dramáticos. En Vivir (1952), la nieve proporciona un telón de fondo perfecto para una historia sobre la vejez y la muerte. En Trono de sangre (1957), la niebla crea una atmósfera de angustia y misterio que subraya los sentimientos de culpa del samurái Taketoki Washizu, una acertada versión de Macbeth, barón de Glamis e infame regicida. El viento helado en Yojimbo (1961) hace más visible la lucha interior de un hombre que huye de su pasado, buscando la redención. En Los sueños, la naturaleza ya no desempeña una función de acompañamiento, sino de absoluto protagonismo. En los ocho cortometrajes inspirados en ocho sueños reales del director japonés, la lluvia, la luz, los árboles, la nieve, los campos de trigo, la oscuridad, la montaña y el agua no son simples elementos, ni meros símbolos, sino poderosas fuerzas que enseñan al ser humano el significado más profundo del universo.
En el primer sueño, un niño contempla la lluvia desde la entrada de su casa. La cámara no muestra el exterior, pues el mundo aún constituye un misterio para una mente infantil que se debate entre la curiosidad y el apego al hogar. O dicho de otro modo: entre el riesgo y la seguridad, la incertidumbre y la certeza. Una mujer –quizás su madre– le pide que no se aleje, pues el sol luce a través de la lluvia y los zorros aprovechan esa circunstancia para celebrar sus ceremonias nupciales. Si alguien observa ese rito, los zorros exigen una reparación, pues nadie puede profanar impunemente un secreto. A pesar de las advertencias, el niño se interna en un bosque de gigantescos cedros que le protegen de la lluvia, pero que también acentúan su fragilidad e insignificancia. El cedro japonés, o Sugi, puede alcanzar los setenta metros de altura y cuatro de diámetro. No es un árbol más, sino el símbolo de la relación entre el hombre y la naturaleza. Conviene aclarar que en la cultura japonesa la naturaleza no representa lo salvaje y el ser humano, la civilización y el progreso. La naturaleza es equilibrio, armonía, pureza, inocencia, belleza. En cambio, el hombre propaga el caos, el desorden y la destrucción. El niño no sospecha estas cosas, pero cuando aparece una bruma azul que precede a los zorros, su asombro no está exento de miedo y turbación. Los zorros desfilan solemnemente. Llevan ropas ceremoniales y hacen sonar las flautas, los tambores y la cítara de tres cuerdas o shamisen. El niño no sólo asiste a una ceremonia privada sin haber sido invitado, sino que, además, viola un secreto: todo está en todo, nada existe por sí mismo, lo uno y lo otro se funden en un ritmo cósmico que marca el compás de la vida. Tras ser descubierto, el niño huye. La cámara ya no enfoca hacia lo alto, como sucedió en el bosque, sino que se queda pegada al suelo, casi arrastrándose por un barro ceniciento, con charcos de agua sucia. El niño vuelve a casa, pero su hogar se ha transformado en un lugar inhóspito. La mujer que le advirtió sobre lo que podía sucederle si espiaba a los zorros, le comunica que se han presentado en su morada, pidiendo un desagravio. Han dejado una espada corta (tant?) para que se abra el vientre, pero ella cree que tal vez le perdonarán, si reconoce su culpa. Implacable, la mujer cierra las puertas y el niño, con la espada en la mano, se dirige hacia el arco iris que acaba de salir, adornando los campos con su luz multicolor. Los zorros viven al final del arco iris, donde se desposan la tierra y el cielo. El niño ha adquirido sabiduría, conocimiento, pero el precio es la pérdida de su hogar. El mundo ya no es un espacio seguro y cerrado, sino una apertura infinita.
En el segundo sueño, el niño ha crecido un poco, pero aún no es un adolescente. Está en el interior de su casa en compañía de su hermana y sus amigas, que comen en una habitación decorada con varias hileras de figuras ataviadas con las máscaras y los ropajes del teatro kabuki. Una hermosa niña vestida de rosa aparece en un pasillo, pero sólo él aprecia su presencia. Para el resto de las niñas, es invisible. La niña parece una flor de melocotonero. Su belleza sencilla y delicada ilumina unas estancias en penumbra. Cuando sale de la casa, el niño la sigue hasta un huerto de melocotoneros, donde se encuentra con las pequeñas figuras del teatro kabuki convertidas en actores de tamaño real. Su actitud no es amistosa. Se presentan como los espíritus de los melocotoneros talados por su familia y le reprochan que las flores hayan desaparecido. El niño llora, asegurando que amaba el huerto de melocotoneros en flor y que las lágrimas brotaron de sus ojos cuando su familia decidió talarlos. De nuevo, el niño aparece sobre un suelo árido. Esta vez no es barro, sino arena, pero su desnudez y su tono apagado contrasta con el verde encendido del huerto. Los espíritus acaban creyendo al niño y, para consolarlo, deciden bailar para él. De nuevo, se escuchan flautas, tambores, cítaras y laúdes. La danza adquiere poco a poco una belleza irreal, alumbrando un milagro. Los actores desaparecen y ocupan su lugar los melocotoneros en flor. La niña que siguió hasta allí surge de repente y corretea entre los árboles. El niño corre para alcanzarla, pero el huerto recupera su aspecto anterior: troncos talados sin flores, con una desnudez hiriente y desprovista de belleza. El sueño finaliza, pero todo ha cambiado. El niño ha conocido el amor y ha perdido definitivamente la inocencia. Su mirada percibía a la niña porque aún ignoraba la existencia del mal. Sin embargo, los melocotoneros talados le han revelado la crueldad del hombre y el carácter irreversible de las pérdidas. Ha madurado, pero su mirada ha penetrado en el mundo de los adultos, perdiendo su capacidad de apreciar lo que es invisible a los ojos, como esa niña parecida a una flor de melocotonero.
En el tercer sueño, el niño se ha convertido en un joven y lidera a un grupo de alpinistas extraviados en una tormenta de nieve. Derrotados por el frío y el cansancio, poco a poco se quedan dormidos, salvo el protagonista, que lucha por permanecer despierto. Una hermosa mujer, con una larga melena negra, acude en su ayuda, cubriéndole con telas para protegerle del frío. Cuando está a punto de perder la conciencia, el joven reacciona, apartándola de su lado. Ha descubierto que es Yoki-onna, un espectro del folclore japonés que propaga la muerte mediante heladas y tempestades de nieve. Un nuevo elemento se incorpora al aprendizaje de la vida. Aunque los alpinistas han escapado de su abrazo, la muerte casi acaba con ellos de forma silenciosa y suave. Morir puede ser tentador, pero nunca hay que sucumbir a esa oscura seducción. En el cuarto sueño, la muerte no es delicada ni dulce, sino brutal y estridente. El joven se ha transformado en un oficial que regresa de la guerra. Después de atravesar un túnel, nota que siguen sus pasos. Se trata del pelotón que luchaba a sus órdenes. Todos murieron en el campo de batalla, pero ninguno se resigna a desaparecer del mundo de los vivos. Un perro con unas alforjas llenas de explosivos ladra ferozmente, mostrando el carácter más sombrío de la guerra. El protagonista comprende que la muerte violenta no es un accidente, como en la montaña, sino una calamidad desatada por el ser humano. El quinto sueño es muy distinto. El protagonista es un joven estudiante que se interna en los cuadros de Van Gogh, buscando al atormentado pintor para interrogarle sobre sus secretos como artista. Mientras suena el Preludio nº 15 de Chopin, conocido popularmente como 'Gota de lluvia', el joven desemboca en el Campo de trigo con cuervos, un pequeño óleo que suele identificarse con el último cuadro del 'loco de Arlés', pese a que no es cierto. El protagonista se encuentra con Van Gogh –un irreconocible Martin Scorsese meticulosamente maquillado para encarnar al pintor– y se dirige a él con enorme respeto. Van Gogh sabe que se le acaba el tiempo y apenas le hace caso. Su mano pinta sin descanso, obedeciendo al impulso de capturar la belleza del paisaje. Trabaja como una locomotora, sacrificando su salud y su vida. Se cortó la oreja porque estropeaba un autorretrato. Sabemos que ése no fue el motivo, pero el arte parece más verdadero que la vida y los hechos deben ajustarse a sus exigencias. El hombre ha creado el horror de la guerra, pero también el arte, que le redime de sus peores pecados.
El sexto sueño muestra un escenario apocalíptico. El Monte Fuji ha entrado en erupción y ha desencadenado un incendio en la central nuclear. Seis reactores podrían explotar uno tras otro. El cielo se ha vuelto rojo y la multitud huye hacia el mar, prefiriendo morir ahogada que lentamente por culpa de la radiación. La civilización está destruyendo el planeta con el pretexto de crear un mundo más próspero. En el séptimo sueño, un oni –un ogro del folclore japonés– narra al protagonista que ha sobrevivido a un holocausto nuclear. Algunos humanos han escapado de la muerte, pero aúllan de dolor alrededor de una laguna de aguas rojas. Les han crecido cuernos en la cabeza y se comportan como demonios enloquecidos. El octavo y último sueño discurre en un apacible pueblo sin nombre que no quiso sumarse al progreso tecnológico. Sin corriente eléctrica ni máquinas, su principal fuente de energía son sus molinos de agua. El protagonista habla con un anciano que repara la rueda de un molino. Es un hombre de ciento tres años que vive en armonía con su entorno. No teme a la muerte, pues sabe que forma parte del proceso de la vida. No sueña con ser inmortal y acepta las pérdidas. De hecho, acaba de morir una mujer de noventa y nueve a la que cortejó de joven, pero no está triste. La muerte de un niño o un joven es una desgracia, pero no la de un individuo que ha agotado su ciclo vital. La conversación se interrumpe cuando aparece el cortejo de la mujer fallecida. No hay llantos, ni lágrimas, sino niños arrojando flores y muchachas cantando. “La vida es hermosa y excitante”, observa el anciano, que se suma al colorido y alegre funeral. “Los que dicen lo contrario, hablan por hablar”. Antes de marcharse, el joven deposita unas flores sobre una piedra, imitando el comportamiento de unos niños con los que se cruzó al llegar a la aldea. El anciano le ha explicado el origen de esa costumbre. Hace muchos años, un viajero desconocido murió en ese lugar. Era muy pobre y los habitantes del pueblo lo enterraron, colocando una piedra en vez de una lápida. Muchos lo han olvidado, pero el hábito de ofrendar flores persiste.
El protagonista de los sueños ha completado su aprendizaje. Ha comprendido que el conocimiento de las cosas no se adquiere sin ciertas dosis de dolor, pero no es un sufrimiento inútil o estéril, sino el preámbulo necesario que nos permite amar, aprender, rectificar y aceptar la vida en todo su esplendor. Los hombres mueren, pero los ríos continúa su curso, moviendo la rueda de los molinos. Cuando se apaga una vida, se enciende otra. El agua no es una simple metáfora, sino la esencia del milagro de vivir. La mariposa amarilla que sobrevuela el río evoca la mariposa blanca de la escena de la muerte de Platero. Ignoro si Kurosawa leyó a Juan Ramón Jiménez, pero ambos conjuran el terror que inspira la muerte con un símbolo de esperanza. El poeta y el cineasta mostraban el mismo escepticismo ante la inmortalidad, pero los dos creían en la trascendencia de la naturaleza, quizás el único dios existente. La última imagen del film de Kurosawa muestra la vegetación sumergida del río que cruza el pueblo de los molinos de agua. Las plantas parecen melenas agitadas por el viento. Ligeras y ondulantes, pero con raíces suficientemente fuertes para soportar la corriente. La belleza no sabe de géneros. Simplemente, se manifiesta bajo formas distintas, aprovechando cualquier cauce. Akira Kurosawa es un poeta que compone sinfonías visuales, óperas cromáticas, versos en movimiento. Su cine nos enseña que la realidad no es como se percibe, sino como se sueña.