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La historia de los hermanos Anju y Zushio es una vieja leyenda japonesa del período Heian (794-1185), cuando el afianzamiento del poder imperial propició una época de esplendor cultural. En esos años de paz y estabilidad, los hombres de la nobleza dedicaban su tiempo de ocio a practicar el tiro con arco y la cetrería, asistir a las competiciones de lucha o a ejercitarse en el kemari (juego de pelota). Las mujeres preferían cultivar la música y la literatura. Surgen de este modo el Libro de la almohada, de Sei Shonagon, y la Historia de Genji (Genji Monogatari), de Murasaki Shikibu, quizás la primera novela de la historia. En Las peras del olmo (1957), Octavio Paz señala que la prosa de Sei Shonagon nos hace ver “un mundo milagrosamente suspendido en sí mismo, cercano y remoto a un tiempo, como encerrado en una esfera de cristal”. La leyenda de Anju y Zushio refleja la penetración del budismo en el Japón del período Heian. La ética budista exalta valores como la compasión (ahimsa), el desprendimiento (“camino medio”) y la meditación. Secuestrados en su niñez y vendidos como esclavos, Anju y Zushio, hijos de un alto funcionario caído en desgracia, conocerán la explotación, la servidumbre, la humillación y los malos tratos. Cada uno correrá una suerte diferente, pero su peripecia, lejos de invitar al pesimismo, mostrará que sólo la compasión puede aplacar el desorden introducido en el mundo por la crueldad y el egoísmo del ser humano. El escritor, traductor y crítico literario Ogai Mori transformó la leyenda de Anju y Zushio en un hermoso cuento en 1913, empleando un estilo desnudo, poético, conciso, casi ascético. En 1954, el cineasta Kenji Mizoguchi convirtió el relato de Ogai Mori en un poema visual, con su peculiar lenguaje cinematográfico, basado en un sabia y precisa administración del plano secuencia, la profundidad de campo, el plano sostenido, los planos generales o medios escasamente contrastados, las elipsis y el fuera de campo. La música de Fumio Hayaska y la fotografía de Kazuo Miyagawa, dos verdaderos mitos del cine japonés, completaron el trabajo, alumbrando una bellísima película que obtuvo el León de Plata del Festival de Venecia. El intendente Sansho aborda temas universales que trascienden las diferencias culturales: el respeto a la dignidad humana, la libertad, el amor filial, la piedad, el mal, la lealtad, la comunión entre los vivos y los muertos. La historia de Anju y Zushio recoge una enseñanza elemental de la ética budista: “No hay mal comparable al odio; no hay dicha superior a la paz”. De un modo u otro, las grandes civilizaciones han postulado esa máxima. Aunque la hayan ignorado o infringido, nunca se han atrevido a cuestionarla, salvo en los períodos más negros de la historia, cuando el odio se ha convertido en razón de estado o en una patología colectiva.
Ogai Mori nació el 17 de febrero de 1862 en Tsuwanon, provincia de Iwami, actual prefectura de Shimane. Su nombre de nacimiento era Rintaro Mori. Hijo del médico del señor feudal de la localidad, recibió la educación que correspondía a su clase social: clásicos literarios, artes marciales, música, filosofía moral confuciana y lengua holandesa, por entonces el único idioma extranjero que las autoridades permitían estudiar. A los diez años, se trasladó a Tokio y, gracias a la apertura impuesta por la Restauración Meiji, pudo aprender alemán con profesores nativos. Más tarde, se licenció en medicina e ingresó en el Ejército Imperial, que le concedió una generosa beca para ampliar estudios en la Alemania de Bismarck. Se le encargó investigar los protocolos de higiene, pero Ogai no le prestó tanta atención a esas cuestiones como a profundizar sus conocimientos de literatura, filosofía y ciencia europeas. Al mismo tiempo, hizo una intensa vida social y se enredó en un romance desgraciado. En 1888 regresó a Japón, con un excelente dominio del alemán que le permitió traducir obras de Hoffmann, Goethe, Schiller, Heine, Rilke, Hartmann... Su labor puso a disposición de los lectores textos que hasta entonces sólo podía disfrutar una minoría. Su versión de Fausto aún se lee en Japón, lo cual evidencia el rigor de su trabajo. También tradujo a Shakespeare, Calderón, Rousseau, Tolstoi y otros clásicos a partir de traducciones alemanas. Su labor intelectual tuvo un enorme impacto. Introdujo el romanticismo, el realismo y el naturalismo de forma simultánea en su país, provocando una auténtica conmoción en la literatura japonesa, que renovó sus postulados estéticos y sus planteamientos narrativos.
Fundador de la revista Shigarami zoshi, donde publicó muchas de sus traducciones y versiones, el joven médico militar adoptó el nombre de Ogai Mori como pseudónimo, comenzando una carrera literaria que ya se había esbozado años atrás en forma de poemas y breves apuntes líricos. En 1890 publica La bailarina, una novela corta de tintes autobiográficos que habla de un amor desdichado. Detrás de la trama, flota la idea de que el arte no debe juzgarse por criterios de utilidad o moralidad, sino por su capacidad de producir belleza, armonía. El arte no necesita justificaciones. Su autonomía debe ser total. Ogai repudia las tesis del naturalismo, que rebajan la novela al punto de vista de la ciencia y la crítica social, ignorando la dimensión espiritual y estética. El escritor sin entusiasmo en la Guerra chino-japonesa (1894-95), interrumpiendo su faceta creativa. Durante dieciocho años, sólo publica artículos médicos y traduce algunas obras clásicas, como Sobre la guerra, de Clausewitz. La Guerra ruso-japonesa (1904-05) le acarrea una nueva temporada en el frente, donde escribe un Diario poético (Uta nikki), que describe los cambios del paisaje y la rutina de la guerra, encadenando estampas de carácter impresionista. Habla del coraje de los soldados japoneses, sin caer en burdas exaltaciones belicistas. Descendiente de samuráis, no cuestiona los valores del bushido, pero no alimenta la mística de la muerte. En 1909, reemprende su tarea como creador, publicando cuentos en la revista Subaru, que promueve una literatura al servicio de la belleza. En el relato titulado “Una copa de sake”, Ogai compone una fábula protagonizada por siete niñas para mostrar la penetración de la cultura occidental en la sociedad japonesa. La introducción de nuevas costumbres y valores produce una sensación de vulnerabilidad y desconcierto en los más jóvenes. Este contraste se manifiesta de forma especialmente intensa en el campo de la sexualidad. Así como el Japón de la era Meiji había escogido como modelo la Alemania de Bismarck en las cuestiones políticas y militares, en el plano de la moral había asimilado los prejuicios de la sociedad victoriana. Ogai habló libremente de sexualidad en su relato Vita sexualis, explorando aspectos de su propia intimidad. El gobierno prohibió la obra, alegando que atentaba contra la moral pública.
Las novelas de este período (Juventud, El ganso salvaje, Las cenizas) no poseen el mismo valor que sus brillantes relatos. Quizás por ese motivo, dedica el último período de su labor creativa a las biografías y a los cuentos basados en leyendas o hechos históricos. El fallecimiento del Emperador Meiji (Meiji Tenno) y el suicidio de su mano derecha, el general Nogi Maresuke -que cometió seppuku con su esposa, cumpliendo la tradición samurái de seguir a su señor en la muerte- afectó profundamente al escritor, acentuando su sospecha de que la asimilación de los modelos occidentales acabaría destruyendo los rasgos más característicos de la cultura japonesa. Es inevitable comprar a Ogai Mori con su contemporáneo Natsume Soseki (1867, Edo-1916, Tokio). Soseki no viajó a Alemania, sino al Reino Unido y en unas condiciones mucho más precarias. Con un perfil más lírico y humanista que el sobrio y filosófico Mori, también abordó los cambios experimentados por Japón al contacto con la civilización occidental. En su novela Kokoro (1914), uno de los grandes clásicos de la literatura japonesa, muestra cómo el individualismo, la soledad, el amor romántico y la culpabilidad desplazan poco a poco a la responsabilidad colectiva, la lealtad al clan, la autoridad de la familia tradicional y la noción de vergüenza. El suicidio del general Nogi Maresuke puso de manifiesto el conflicto latente entre el afán reformista y la nostalgia del pasado. El militar que había servido fielmente al Emperador Meiji en su política modernizadora se despidió de la vida de una forma arcaica e ilegal, pues en 1860 se había prohibido que los samuráis realizaran el rito sagrado del seppuku a la muerte de su señor. Soseki admiró el gesto, pero consideró que certificaba el necesario fin de una época. En cambio, Ogai, que procedía de la casta samurái, interpretó el hecho como una poderosa objeción contra su propia trayectoria intelectual. Pensó que su papel como traductor y divulgador de la literatura occidental había contribuido a debilitar la identidad japonesa tradicional, abriendo el camino a la duda, la inseguridad y el descontento. Probablemente, su giro hacia la ficción histórica nace de ese sentimiento de culpa. En su testamento literario, dejará escrito: “Jamás fue mi intención ser un escritor o un artista, ni verme como filósofo o historiador. Cuando acertaba a estar en el campo, cultivaba la tierra; y, si estaba a la orilla de un río, me ponía a pescar”. Ogai murió en Tokio el 8 de julio de 1922. Dejó dispuesto que en su lápida sólo apareciera una sencilla frase: “Aquí yace Rintaro Mori”.
“El intendente Sansho” reúne todas las cualidades del último Ogai: sobriedad, elegancia, concisión, sensibilidad poética y una prodigiosa capacidad de abordar hechos históricos y leyendas como si fueran ficciones literarias, creando una deliberada confusión entre mito y realidad. Al adoptar los rasgos de lo mítico, lo real adquiere una enorme fuerza simbólica, trascendiendo el marco cultural e histórico. Ogai describe a Anju con pocos, precisos y enérgicos rasgos. Se trata de una niña de catorce años, de espíritu fuerte y, al mismo tiempo, delicado. Su corazón rebosa coraje y ternura. Ataviada con sombreros y varas de bambú, oculta su cansancio a su madre y su hermano Zushio, de sólo doce años, mientras atraviesan penosamente la provincia de Echigo (actual Niigata) hacia Imazu, con la intención de reunirse con su padre, ausente desde hace varios meses. Una criada de cuarenta años acompaña a los viajeros. La entereza de Anju procede de su madre, una mujer de apenas treinta años que siempre tiene palabras de ánimo y que aún se conmueve con la belleza otoñal de un bosque de robles, olvidándose de la fatiga del camino. Los viajeros no llegarán a su destino, pues unos traficantes de esclavos secuestrarán a toda la familia, separando a los niños de su madre. Incapaz de soportar la situación, la criada se suicida, arrojándose al mar. Antes de ser envida a la isla de Sado, la madre logrará entregar a sus hijos una estatuilla del bodhisattva Jizo Bosatu, protector de los viajeros, pidiéndoles que no se separen de ella.
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Comprados por el intendente Sansho, los hermanos trabajarán como esclavos, cortando leña y secando sal. Tras la desesperación inicial, decidirán aceptar su fatal destino, pues han asumido que vivir y sufrir son términos equivalentes, de acuerdo con las enseñanzas del budismo. Pasarán un año de trabajos y vejaciones, pero la llegada de la primavera encenderá la esperanza de Anju, que animará a su hermano a fugarse tras descubrir unas pequeñas violetas entre las rocas, comprobando que su corazón aún se estremece ante la belleza. La belleza no es algo gratuito, sino un signo de la obstinación del bien, que logra abrirse paso incluso en los lugares más sombríos. Anju entregará a Zushio la estatuilla del bodhisattva Jizo, explicándole que le abrirá las puertas de un monasterio budista, donde podrá ocultarse durante un tiempo. Para evitar ser torturada y delatar el escondite de su hermano, Anju se suicida, ahogándose en las aguas de un manantial. Los hombres del intendente Sansho sólo encuentran unas pequeñas sandalias de paja en la orilla. Gracias a la imagen del bodhisattva Jizo Bosatu, Zushio logrará probar su identidad en Kioto. Las autoridades intentan compensar sus padecimientos, nombrándole gobernador de la provincia, cargo que ocupaba su padre. Su primera medida será prohibir el tráfico de esclavos en toda la región. Cuando averigua que su padre ha muerto, viaja de incógnito a la isla de Sado para buscar a su madre. Cerca de una casa de labradores, se encuentra con una anciana ciega y harapienta que canta con su débil voz una canción sobre la historia de Anju y Zushio. No tarda en descubrir que es su madre, transida de dolor. Coloca la estatuilla del bodhisattva Jizo en su frente, logrando que ella lo reconozca. Madre e hijo se abrazan entre lágrimas. El sacrificio de Anju no ha sido en vano. Su memoria será honrada con un monasterio de monjas budistas construido junto al manantial donde se ahogó.
La mirada de Ogai Mori no es la de un descendiente de samuráis, sino la de un humanista que condena la violencia. Kenji Mizoguchi compartía este punto de vista, pero cuando le plantearon realizar una adaptación cinematográfica de la historia, objetó que el relato le parecía demasiado escueto, sin apenas detalles que permitieran desarrollar los personajes. El primer guión de Fuji Yahiro no le agradó y estuvo a punto de abandonar el proyecto, pero Yoshikata Yoda, su guionista habitual, escribió una segunda versión que venció sus reticencias. El film comienza con dos petroglifos funerarios que invocan la presencia de los muertos en el mundo de los vivos. En Cuentos de la luna pálida (1953), Mizoguchi ya había reunido en memorables secuencias a vivos y difuntos, sin crear disonancias o incongruencias. A fin de cuentas, la vida se parece a un sueño. No debería sorprendernos que lo real y lo onírico se fundan en un mismo plano (en este caso, cinematográfico), alterando –y enriqueciendo- nuestra percepción de la realidad. El guión de Yoda completa la historia de Anju y Zushio proporcionando una identidad más completa a todos los personajes. Su padre es un gobernador justo y compasivo que intenta ayudar a los campesinos, abrumados por los impuestos. Su idealismo le costará la destitución, el exilio y la cárcel, donde morirá separado de su familia. Antes de partir hacia el destierro, deja un valioso legado moral a sus hijos, pidiéndoles que cultiven la compasión, pues sin ella el ser humano pierde su dignidad. Aunque El intendente Sansho es un jidai-jeki (un film de carácter histórico), la lección aprendida con la derrota del Japón imperial ha impregnado todos los géneros artísticos. La ética del bushi o samurái, que invoca la muerte como ideal supremo, ha sido reemplazada por una moral basada en la paz y la piedad. Mizoguchi sustituye al bodhisattva Jizo Bosatu del relato de Ogai Mori por la diosa Kannon, que “escucha los lamentos del mundo” e intenta propagar la compasión entre la humanidad. El sentido pictórico de Mizoguchi se plasma en los gestos de sus personajes, que parecen concertados con el viento, el agua, las montañas y los bosques. La naturaleza puede ser despiadada, con sus terremotos, inundaciones e incendios, pero es el único lugar donde el ser humano puede hallar la paz interior y comprender el sentido del mundo.
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La escena del secuestro de la familia no puede estar más alejada del plano secuencia característico de Mizoguchi. El cineasta introduce una multiplicidad de planos –cortos y largos- en un mar sumido en la niebla. La sensación de horror y confusión es sobrecogedora. El montaje de los planos es deliberadamente agresivo. Aficionado a sostener el plano, Mizoguchi encadena fragmentos que fulguran como destellos de furia e impotencia. Durante su cautiverio –notablemente más largo que en el cuento de Ogai Mori-, Anju conservará su inocencia y bondad, pero Zushio se despeñara por una sima de crueldad y degradación. A diferencia de Taro, el hijo del intendente Sansho, que detesta la brutalidad de su padre y se niega a participar en sus iniquidades, obedecerá sin rechistar, cuando le ordenan marcar con un hierro candente la frente de un esclavo fugitivo. El legado moral de su padre se ha desvanecido en su mente, rebajando notablemente su humanidad. Sólo al escuchar una canción que habla de su propia historia en boca de una joven esclava recién comprada, comienza a experimentar problemas de conciencia. Cuando acompaña a su hermana a un cementerio para abandonar a su suerte a una esclava agonizante, su dureza se tambalea y acaba desmoronándose. Anju le incita a huir con la moribunda y le pide que no se preocupe por ella, pues es demasiado joven y no la matarán mientras pueda trabajar. Cuando Zushio desaparece entre el follaje con la esclava enferma a sus espaldas, Anju se interna lentamente en un lago donde una creciente niebla parece presagiar la fatalidad. La exquisita fotografía de Kazuo Miyagawa convierte la escena en un cuadro de sobrecogedora belleza. En el cine de Mizoguchi, las mujeres encarnan las mejores cualidades del ser humano: delicadeza, sensibilidad, generosidad, coraje. Por el contario, el hombre casi siempre obra con estupidez, codicia y egoísmo.
Al igual que en el relato de Ogai Mori, Zushio recupera la libertad y es nombrado gobernador. Decreta el fin de la esclavitud y regresa a las tierras administradas por el intendente Sansho, buscando a su hermana. Allí se encuentra con el anciano cuya frente marcó con un hierro al rojo vivo. Se inclina ante él y le pide perdón, afirmando que siempre le pesará la conciencia por lo que le hizo. Después, se dirige al manantial donde se ahogó su hermana y habla con ella en un bello plano sostenido. El reencuentro con su madre desprende un patetismo aún mayor. No sólo está ciega y cubierta de harapos. Su dueño ordenó cortarle los tendones de ambas piernas para acabar con sus intentos de fuga. Vive en una cabaña miserable en una isla destruida por un tsunami. Hay alegría en el reencuentro, pero el dolor es tan agudo que no se puede hablar de paz y reparación. Mizoguchi concluye el relato con un movimiento de cámara que ya había empleado en el final de Cuentos de la luna pálida. Con la ayuda de una grúa, la mirada se desplaza hacia lo alto, captando el paisaje. En este caso, una panorámica de la playa, el cielo y varios islotes cubiertos por frondosas arboledas. Una flauta de bambú acompaña a las imágenes, con sus notas sencillas, reiterativas y profundas. Un pescador trabaja en la playa. Parece insignificante en un paisaje que hace poco ha conocido la furia de la naturaleza. El hombre es poca cosa, pero su insignificancia se transforma en grandeza cuando se deja llevar por la compasión.
El estilo literario de Ogai Mori se asemeja a la simplicidad y la sobriedad del haikú, pero sin sus paradojas y contrastes. El estilo cinematográfico de Kenji Mizoguchi comparte el largo aliento del emakimono, los extensos pergaminos horizontales que empezaron a utilizarse en el período Heian para narrar historias combinando caligrafía y dibujo, dos actividades fuertemente entrelazadas en la tradición japonesa. Ambos compusieron sus obras para luchar contra la impiedad y el olvido, cuestionando –quizás de forma inconsciente- la enseñanza budista de que todo tránsito, ilusión, irrealidad. La historia de Anju y Zushio les causó una impresión tan profunda que no se resignaron a que el tiempo borrara una hermosa parábola sobre el triunfo de la ternura sobre el mal.
Nota bibliográfica:
El intendente Sansho, Ogai Mori. Traducción del japonés de Elena Gallego. Prólogo de Carlos Rubio. Editorial Contraseña, Zaragoza, 2011. 153 p.
Kenji Mizoguchi. El héroe sacrílego, Juan A. Hernández Les. Madrid, Ediciones JC, 2014. 254 p.