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Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, las calles se llenaron de multitudes que celebraban el comienzo del conflicto. Los jóvenes hacían cola en las oficinas de alistamiento, falsificando muchas veces su edad para ser aceptados como soldados. Por entonces, el pacifismo era una doctrina minoritaria que sólo había conseguido la adhesión de un puñado de intelectuales y políticos. El socialista y humanista francés Jean Jaurès, que se había opuesto a la violencia revolucionaria del marxismo ortodoxo, pagó con su vida su campaña contra la guerra. Un joven ultranacionalista lo asesinó en el Café du Croissant de la calle de Montmartre de París el 31 de julio de 1914, tres días después de empezar la contienda. En esas fechas, Ernst Jünger ya conocía –y admiraba– la disciplina militar y la demagogia belicista. Nacido en Heidelberg el 29 de marzo de 1895, se había fugado de casa con diecisiete años para alistarse en la Legión Extranjera, pasando una temporada en África. Cuando se declaró la Gran Guerra, se alistó inmediatamente, partiendo hacia el frente en un estado de euforia: “La guerra nos parecía un lance viril, un alegre concurso de tiro celebrado sobre floridas praderas en que la sangre era el rocío”. Jaurès fue homenajeado por la posteridad, que le dedicó calles, plazas, estaciones de metro y un museo. Jünger nunca pudo negar que había glorificado la guerra en Tempestades de acero, aparecido en 1920, proporcionando apuntes filosóficos, argumentos emocionales y figuras retóricas al nazismo. De hecho, Hitler admiraba la obra y, en 1926, Goebbels destacó su “pasión nacionalista, su poder y su verbo”, afirmando que “era el libro alemán por excelencia sobre la Guerra”.
Las primeras experiencias de Jünger en el frente no son nada heroicas: suciedad, frío, noches en blanco, hastío. La camaradería ayudaba a olvidar esas penalidades, especialmente en una tropa compuesta por estudiantes. Pasan los meses y Jünger cumple veinte años en las trincheras, escuchando silbar los proyectiles sobre su cabeza. Admite que se siente “muy feliz”. El espectáculo de la guerra no tarda en desplegarse ante sus ojos: patrullas que se aventuran en territorio enemigo, prisioneros hambrientos, heridos amontonados en los arcenes de las carreteras, un caballo muerto con heridas gigantescas y los intestinos humeantes. Lejos de horrorizarse, Jünger escribe: “Entre aquellas imágenes grandiosas y sangrientas reinaba una jovialidad salvaje, inesperada”. Su bautismo de fuego le parece trivial. Intercambia disparos con una despreocupada alegría, sin temer por su vida. Sufre su primera herida. Un fragmento de metralla se hunde en su muslo izquierdo. Es enviado en tren a su ciudad natal, Heidelberg, para recuperarse. Desde la ventanilla, vislumbra las colinas del Neckar coronadas de cerezos en flor. El paisaje enciende su amor patriótico: “Qué bello era aquel país y cómo merecía que por él derramásemos la sangre y diéramos la vida. Nunca antes había experimentado yo de tal manera el hechizo de aquella tierra”. Su visión del Neckar le enseña que la guerra es algo más que una aventura. La guerra significa trascender lo individual para integrarse en lo colectivo, asumiendo la necesidad de postergar cualquier ilusión o afecto personal. Jünger está gestando su pensamiento, que se plasmará de forma elaborada en El Trabajador. Dominio y figura, una obra de 1932 con un inequívoco parentesco con la ideología nacionalsocialista. En El Trabajador, Jünger anuncia un orden nuevo, donde la obediencia constituirá la genuina forma de libertad. La obediencia es una forma de trascender el yo, miserable invento burgués que ha convertido el mundo en algo amorfo y desarticulado.
En la Gran Guerra, Jünger aprendió que la realidad personal se diluye cuando el porvenir del mundo y el destino de los pueblos se dirimen en el campo de batalla. La ebriedad de matar pierde su connotación moral, pues el soldado es un trabajador que pone su fuerza al servicio de un mecanismo que regula la marcha de la historia. Disparar un mortero es un acto tan neutro como impulsar la palanca de un tractor. En ambos casos, se activa un dispositivo que actúa sobre el mundo con la inocencia de un mecanismo ciego. Sólo los prejuicios del cristianismo y los ideales humanitarios de la Ilustración pueden encontrar un sentido moral en un acto tan impersonal. Las explosiones de los obuses son el canto fundacional de un orden nuevo. La figura del soldado reúne bajo su estampa la estirpe del guerrero y la energía del trabajador. Creador de mundos, artífice de imperios, el trabajador anuncia la muerte del individuo y el triunfo del tipo, una forma de humanidad que identifica la virtud con lo impersonal y colectivo. En Tempestades de acero, la exaltación heroica convive con el arrebato lírico: “El frente se dibujaba en los vastos campos como una nube larga, hirviente”. Sin embargo, la conciencia aflora cuando contempla pueblos reducidos a escombros: “Pensamientos asaltan al guerrero en tales lugares cuando recuerda a quienes poco tiempo antes los habitaban en paz”. Mientras descansa en una trinchera, admite su malestar interior: “anhelo un poco de calor, algo que sea humano en esta soledad inhóspita”. Sin embargo, la épica de la violencia y la fascinación por lo elemental y telúrico se impone sobre los sentimientos de piedad o tristeza: “los lamentos de los heridos se mezclaban con nuestros gritos de júbilo. […] Aquello ya no era una guerra. Era una imagen de épocas arcaicas”. Los jefes de las unidades de asalto son “los príncipes de la trinchera”. Son “hombres duros, decididos, temerarios, hombres con ojos avizores y sedientos de sangre, hombres que están a la altura de su momento”. Al observar su magnífica estampa, se descubre que en la lógica de la guerra “no hay vuelta atrás ni compasión”.
Jünger evoca sin tapujos el furor homicida de los soldados cuando avanzan hacia el enemigo: “Un poderosísimo deseo de matar daba alas a nuestros pies. […] La monstruosa voluntad de exterminio que sobre el campo de batalla gravitaba se concentraba en los cerebros y los sumergía en una niebla roja. Entre sollozos y tartamudeos nos gritábamos frases incompletas unos a otros, y un observador imparcial habría podido tal vez creer que de nosotros se había apoderado un exceso de felicidad”. En el campo de batalla, el soldado conoce la camaradería y la trascendencia de lo colectivo, recuperando valores que habían caído en el olvido por culpa de la burguesía liberal: “Estamos unidos, pues, por los lances vividos, por los trabajos realizados, por la sangre derramada –ninguna otra cosa podía unirnos más. […] La Guerra, que tantas cosas nos quita, nos educa para una comunidad masculina y vuelve a situar en el lugar que les corresponde unos valores que estaba semiolvidados”. Ni siquiera la cercanía de la muerte enfría el ardor guerrero de Jünger. Mientras salta por encima de una trinchera enemiga, una bala le alcanza en el pecho y se desploma con un grito agónico: “Aunque parezca extraño, fue aquél uno de los poquísimos instantes de los que puedo decir que han sido felices de verdad. En él capté la estructura interna de la vida, como si un relámpago la iluminase”. La mística de la violencia de Jünger alimentó al nacionalsocialismo, proporcionándole una épica de la guerra que idealizaba la lucha en el frente y rebajaba la muerte a un acontecimiento estético o deportivo. No importa que Jünger afirme que siempre respetó al enemigo y jamás maltrató a los prisioneros. La banalización de la muerte constituye una afrenta injustificable contra la dignidad humana. Cada persona es única e irremplazable y su muerte representa una tragedia irreparable. Por el contrario, Jünger opina que la dignidad del hombre no se encuentra en el carácter irrepetible de cada individuo, sino en su capacidad de ser subordinado a una meta. Por eso, “la más honda felicidad del ser humano consiste en ser sacrificado y el arte supremo de mandar consiste en señalar metas que sean dignas de sacrificio”.
Jünger entiende el dolor que produce la pérdida de vidas humanas, pero objeta que ese pesar procede de una perspectiva insuficiente de la historia. Hegel ya habló de la “astucia de la historia”, que a veces adopta formas incomprensibles para nuestra mentalidad. Las bajas en el campo de batalla nos afligen porque no somos capaces de comprender el fin último del devenir histórico. “Si existiera un gran ser -apunta Jünger en El trabajador- al que no le costase ningún esfuerzo abarcar de una sola mirada el espacio que desde los Alpes se extiende hasta el mar, vería todo aquel trajín como una graciosa batalla de hormigas, como un suave martilleo en una misma obra. Pero nosotros vemos únicamente una parcela minúscula, y por eso nuestro pequeño Destino nos aplasta y la Muerte se nos aparece como una figura terrible. Tan sólo podemos conjeturar que estas cosas que aquí ocurren forman parte de un gran orden, y que en algún lugar se anudan, para formar un sentido que se nos escapa, esos hilos de los cuales pendemos y en cuyo extremo realizamos contorsiones aparentemente absurdas e incoherentes”. Publicada en 1929, Sin novedad en el frente de Erich Maria Remarque (Osnabrück, 1898-Locarno, 1970), nos ofrece una visión completamente distinta de la Gran Guerra. Excombatiente alemán, Remarque asegura que los soldados se limitaban a huir de la muerte y los que regresaban del frente, estaban destruidos por dentro, aunque conservaran el cuerpo intacto. La poética de la guerra que elaboró Jünger es pornografía del horror, que sólo evidencia una obscena insensibilidad moral. En 1930, Gabriel Chevallier (Lyon, 1895-Cannes, 1969) publicó El miedo, un elocuente testimonio de su experiencia en el frente como soldado francés. Su libro muestra un notable paralelismo con Remarque y una profunda divergencia con Jünger. Se nos había dicho que “la guerra era moralizadora, purificadora y redentora”, pero después de las batallas de Verdún o del Somme, con cientos de miles de bajas, resulta imposible mantener algo semejante. Aunque indudablemente existió el heroísmo, “no compensa la inmensidad del mal”.
Según Chevallier, no hay nada espiritual ni trascendente en la guerra. La guerra existe porque “los hombres son imbéciles e ignorantes. […] Eligen jefes y amos sin juzgarlos, con un gusto funesto por la esclavitud”. Chevallier no es autocomplaciente: “Fui en contra de mis convicciones, aunque de buen grado; no para batirme, sino por curiosidad: para ver”. El linchamiento de un anciano pacifista que no se descubre al escuchar La Marsellesa, le abrió parcialmente los ojos. Los meses de instrucción sólo confirmaron sus sospechas sobre la necedad del género humano. El campo de batalla se muestra especialmente propicio para las inteligencias menos despiertas. Cualquier idiota se adapta mejor a la barbarie de matar o morir que los hombres con mejor preparación intelectual. Chevallier no odia al enemigo. El primer alemán muerto le recuerda la máscara mortuoria de Beethoven. Con independencia del bando, los caídos le infunden “una compasión fraterna”. Los gritos de los moribundos son tan estremecedores que “avergüenzan a Dios”. Las montañas de cadáveres despiertan el estupor de los que acudían a la guerra buscando honor y gloria: “La llanura estaba cubierta de los nuestros, ametrallados, echados boca abajo, con las nalgas al aire, indecentes, grotescos, como monigotes, dignos de lástima”. A un soldado con apariencia de estar sentado le falta medio rostro y el cerebro yace intacto a su lado, como un producto de casquería. Horrorizados, los reclutas sin experiencia preguntan: “¿Es esto la guerra?”.
Chevallier entiende que las víctimas del furor bélico no son tan sólo los hombres: “¡La guerra ha matado también a Dios!”. Cuando la guerra termina, admite que no ha aprendido nada, salvo a despreciar la propia vida y la ajena, lo cual representa una verdadera “capitulación del alma”. Siente vergüenza de haber sobrevivido. Desde el punto de vista humano, no hay vencedores, ni vencidos, pues la cosecha de la guerra ha consistido en sembrar los campos de cadáveres. El nacionalismo le parece un sentimiento absurdo, que explotan los políticos y los generales para enviar a la muerte a miles de jóvenes. En realidad, “el hombre no tiene más que una patria, que es la Tierra”. Para los jóvenes que combatieron en las trincheras, la muerte ha durado demasiado. Aunque les inculcaron que no eran nada, simples instrumentos, carne abocada a ser destripada, su conciencia nunca cesó de recordarles que su fin podía llegar en cualquier momento: “Se nos mantuvo en una especie de agonía, como el velatorio fúnebre, de nuestra juventud”. Tempestades de acero quizás posee una prosa más vibrante y lírica que El miedo, pero su mérito estético se apaga con la celebración reiterada de la muerte y el absoluto desprecio por la vida. Al leer a Jünger descubrimos que la belleza no es autónoma, pues cuando se escinde del bien y la verdad, su perfección formal naufraga en una retórica estéril. Al igual que Nietzsche (“la compasión es antitética de los afectos tonificantes, que elevan la energía del sentimiento vital: produce un efecto depresivo. Uno pierde fuerza cuando compadece”, El Anticristo, traducción de Andrés Sánchez Pascual), Jünger nunca piensa en el otro como el criterio que mide el valor de nuestros actos. La humanidad no es un hormiguero, como sugiere en El Trabajador para justificar las masacres provocadas por las guerras, sino el espacio donde el hombre se realiza como ser moral, asumiendo el cuidado de sus semejantes.
Nota bibliográfica:
Tempestades de acero, Ernst Jünger. Traducción de Andrés Sánchez Pascual. Barcelona, Tusquets, 1987.
El trabajador. Dominio y figura, Ernst Jünger. Traducción de Andrés Sánchez Pascual. Barcelona, Tusquets, 1990.
El miedo, Gabriel Chevallier. Traducción de José Ramón Monreal. Barcelona, Acantilado, 2009.