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Saint-Exupéry trabajó como piloto civil en la época heroica de la aviación, cuando transportar el correo significaba afrontar el riesgo de no llegar al destino. Amigo de Henri Guillaumet y Jean Mermoz, dos pioneros de las rutas aéreas de larga distancia, comenzó a surcar los cielos como correo postal en los años veinte, aceptando cubrir la ruta que partía de Toulouse y finalizaba en la actual Senegal, con escalas en Barcelona, Málaga, Tetuán y el Sahara español. En 1927 fue destinado como jefe de escala a Cabo Juby, donde comenzó a despuntar su vocación literaria. En 1931 sería nombrado director de Aeroposta Argentina, filial de la francesa Aeropostal, con la misión de organizar el correo aéreo en América del Sur. La bancarrota de la empresa hizo que Saint-Exupéry se volcara en la literatura y el periodismo, conociendo las penurias de la vida bohemia. Sin embargo, nunca dejaría de volar. En 1935 se subió a un Caudron C-630 Simoun n7041 (matrícula F-ANRY) con el mecánico André Prévot con la intención de establecer un nuevo récord en el trayecto París-Saigón. Después de diecinueve horas y treinta y ocho minutos de vuelo, tuvieron que realizar un aterrizaje forzoso en la parte libia del desierto del Sahara. Un beduino los rescató cuatro días después, cuando ya rozaban la muerte, deshidratados y con la mente desquiciada por las alucinaciones. Saint-Exupéry no tuvo tanta suerte el 31 de julio de 1944, cuando despareció en el Mediterráneo, pilotando un caza bimotor P-38 Lightning. Con cuarenta y cuatro años, había movilizado todos sus contactos para ser aceptado como piloto de la Francia Libre, pese a la antipatía que le inspiraba el talante autoritario de Charles de Gaulle. Se desconocen las causas exactas de su muerte, pero se puede afirmar sin titubeos que su despedida del mundo se halló a la altura de sus sueños, donde no se incluía una cómoda y despreocupada existencia burguesa. Saint-Exupéry no alentaba tendencias autodestructivas, pero entendía que no se conocía la verdadera libertad hasta que lograbas enfrentarte a la muerte, superando –o controlando- el miedo.
Publicada en 1939 por Gallimard, Tierra de los hombres (Terre des hommes) reúne varias crónicas aparecidas con anterioridad en la revista Marianne y los periódicos L’Intransigeant y Paris-Soir. Se trata, por tanto, de una obra híbrida que combina narración y ensayo, autobiografía y especulación filosófica. Saint-Exupéry le dedicó el libro a Henri Guillaumet, que había sobrevivido a un aterrizaje forzoso en los Andes. Durante cinco días, el aviador caminó sin descanso, soportando las temperaturas extremas de una zona situada a tres mil metros de altura. Su hazaña impresionó a Saint-Exupéry, enseñándole que el milagro de la conciencia no puede explicarse solamente con las leyes evolutivas. El hombre aporta sentido y trascendencia al universo. La capacidad de elaborar metas y luchar por su realización nos salva del absurdo, evidenciando nuestra dimensión espiritual. La resistencia que opone el mundo a nuestros planes, observa Saint-Exupéry, nos proporciona la oportunidad de forjar nuestro carácter. La adversidad no es un contratiempo, sino una enseñanza. Todo lo que merece la pena exige sacrificio. No se trata de una lección individual, sino colectiva. Durante su primer vuelo nocturno sobre Argentina, el escritor descubre luces dispersas en la llanura. Detrás de cada punto de claridad, hay un hombre: un poeta, un maestro, un carpintero. Son conciencias insomnes que permanecen en vela por un ideal. Morir no es una fatalidad, si te has dejado guiar por el espíritu. La desgracia es vivir adormecido. Las ideas de Saint-Exupéry pueden confundirse con una exaltación mística de lo colectivo que desdeña al individuo. De hecho, el entorno de Charles de Gaulle acusó al escritor de simpatizar con los fascismos. Es un reproche injusto e infundado, pues Saint-Exupéry destaca la importancia de cada vida humana, por insignificante que parezca, y subordina cualquier iniciativa a la construcción de un mundo fraterno e igualitario.
Saint-Exupéry evoca a Guillaumet, comentándole un mapa de España. Están planificando un vuelo y su camarada le habla de tres naranjos, un pico de Sierra Nevada y una pequeña granja. “De una granja viva. Y de su granjero. Y de su granjera”. Aunque les separan mil quinientos kilómetros, hay un vínculo de fraternidad entre los granjeros y los pilotos. Los campesinos no son espectadores pasivos, que miran al cielo pensando únicamente en las cosechas. “Instalados como vigilantes fareros, en la ladera de la montaña, estaban prestos bajo las estrellas, para socorrer a otros hombres”. Los aviadores no se limitan a esperar su ayuda. Al reconocer su solidaridad espontánea, semejante a la de los beduinos o los gauchos de la pampa, rescatan del olvido y “de una inconcebible lejanía” a unos hombres que suelen pasar desapercibidos, ignorados por casi todos. Al contemplar el mapa de España desde esa perspectiva, Saint-Exupéry aprende a amar sus hombres y mujeres, que no son meros datos estadísticos, sino realidades vivas. Para el escritor, el infierno no son los otros. El infierno es la indiferencia, el egoísmo, la insolidaridad. Dicho de otro modo: el infierno es no amar, negar a los otros su dignidad, no escuchar sus cuitas, no acudir en su auxilio, cerrar los ojos ante las desgracias ajenas. Saint-Exupéry es un humanista. Por eso, repudia cualquier ideología que predique el odio y la intolerancia hacia el diferente. La amistad es uno de los sentimientos más encomiables del ser humano, pero no sería real sin la aceptación de la divergencias que inevitablemente acompañan a los afectos. La verdadera camaradería no nace de la comunión ciega con unas creencias, sino de la elección libre de unos valores que amparan a una humanidad plural, bulliciosa y heterogénea.
Saint-Exupéry retrata a sus camaradas sin escatimar palabras de admiración y cariño, pero asumiendo que la posibilidad de su muerte forma parte de su rutina como pioneros de la aviación. La vida de un piloto no se parece a la de un hombre común. Cualquier incidente puede albergar una dimensión trágica: “Si diez minutos de retraso apenas significan nada en la vida diaria, en la aviación postal adquieren un hondo significado”. Cuando un avión se estrella y mueren todos sus ocupantes, la reacción inicial no es de espanto, sino de serena aceptación. Es un final nada sorprendente en un oficio que desafía a la gravedad con aeroplanos aún rudimentarios. Al principio, la muerte de un camarada duele menos que otras pérdidas, pero con el paso del tiempo se advierte la verdadera dimensión de una tragedia que nos priva de algo esencial. La amistad crece con los años. No es una hoja que renace al poco tiempo: “Si se planta un roble, no se puede esperar encontrar enseguida abrigo bajo sus hojas”. La acumulación de accidentes mortales sólo agrava el sentimiento de pérdida y despierta una difusa sensación de culpabilidad: “Uno tras otro, los camaradas nos privan de su sombra, y una secreta pena por envejecer empieza a adueñarse de nuestros duelos”. No se vuela por dinero, ni por simple afán de aventura, sino para estar más cerca de las estrellas. Desde el cielo, el mundo parece menos imperfecto. Los árboles, el mar, las montañas, adquieren una plenitud que no se advierte a ras de tierra. Volar es una forma de buscar la eternidad. La sed de absoluto se apacigua en el firmamento, cuando sientes que formas parte de una totalidad dotada de sentido. El peligro descubre la importancia de los otros. En esa hora de miedo e incertidumbre, “nos apoyamos mutuamente, descubrimos que pertenecemos a la misma comunidad, nos enriquecemos al descubrir otras conciencias, nos miramos con una franca sonrisa”. El humanismo no es una doctrina, sino una vivencia que nos religa a nuestros semejantes, apuntando la posibilidad de un infinito real, donde nada se pierde y el olvido, impotente, retrocede.
Saint-Exupéry narra la aventura de Henri Guillaumet en los Andes. Después de caminar por la nieve durante días, luchando contra el sueño, el hambre y el frío, el piloto comprende que el hombre no es simple biología. El instinto de supervivencia de un animal no puede compararse con el coraje del que lucha contra la muerte, buscando una victoria improbable. Una victoria sobre la montaña, sí, pero sobre todo una victoria sobre sí mismo. La proeza de Guillaumet resulta inspiradora y fecunda, incitando a otros a no claudicar ante la adversidad. Su gesta en los Andes es un acto de generosidad, de desprendimiento, pues saca a la luz el potencial del ser humano, enseñando a las nuevas generaciones que el hombre es por encima de todo espíritu. Guillaumet es un poeta del alma que no puede ser juzgado con el lenguaje de ayer. Es el pionero de una nueva patria donde ser hombre significa asumir la responsabilidad de velar por los otros. Para Saint-Exupéry, el ser humano no está destinado a disolverse en la masa, sino a realizarse en la fraternidad de un mundo compartido. Los poetas construyen el futuro para que otros puedan habitarlo humanamente. Al igual que la montaña, el desierto intimida con su vastedad. Saint-Exupéry reconoce que ama el desierto por lo que le ha enseñado sobre sí mismo y sobre los demás. En el desierto conoció la historia de un esclavo liberado en su vejez. La libertad no le hizo más feliz, pues carecía de vínculos afectivos. Los aviadores, que se compadecieron de su situación, reunieron algo de dinero para ayudarle a empezar una nueva vida. Cuando el anciano llegó a una ciudad, descubrió que los niños lo besaban y abrazaban cada vez que les compraba algo. Se quedó sin nada en pocos días. No le importó. Las sonrisas que había conseguido despertar le ayudaron a morir contento. Su muerte parece un dato irrelevante en el curso de la historia, pero con él se desvaneció un mundo. El interior de cada ser humano, hay un universo. Por eso, el hombre es más grande que el desierto o la montaña.
Durante su accidente en el desierto del Sahara, Saint-Exupéry descubre que cada instante es precioso. Su mecánico, André Prévot, y él sobreviven con dos naranjas, unas pocas uvas y algo de vino. Saben que morirán si no les encuentran, pero intentan disfrutar de cada momento de alivio o frescor. Media naranja puede ser una alegría indescriptible para un hombre perdido en el desierto. A fin de cuentas, todos somos conscientes de que moriremos antes o después, y esa expectativa no frustra nuestros instantes de gozo. “Treinta años, tres días… Es una cuestión de perspectiva”. No debemos minusvalorar el instante por el temor que nos inspira el porvenir. Saint-Exupéry y Prévot serán salvados por un beduino que descubre su presencia por azar, cuando sus cuerpos y sus mentes bordeaban el colapso. El escritor especula que el rostro de su salvador tal vez se borrara de su memoria, pero no le preocupa, pues sabe que hallará sus rasgos en la faz de todos los hombres: “Tú eres el Hombre y te me apareces con el rostro de todos los hombres a la vez. No nos has visto nunca y ya nos has reconocido. Eres el hermano bienamado. Y a mi vez, yo te reconoceré en todos los hombres. Te me apareces bañado en nobleza y bondad, gran Señor que tienes el poder de dar de beber. Todos mis amigos, todos mis enemigos en ti marchan hacia mí, y yo no tengo ya ningún enemigo en el mundo”. Saint-Exupéry expresa una vez más sus convicciones humanistas. Somos responsables de todos los hombres, no sólo de los más cercanos. Un desconocido les ha salvado y, además, les ha revelado el sentido de la vida. Cuidar de los otros y auxiliarles en la adversidad da sentido a la vida y a la muerte. La tierra de los hombres es una inmensa ciudad donde cada uno es el guardián del otro. Somos rehenes de las vidas ajenas, centinelas de nuestros hermanos: “Sólo cuando estamos unidos a nuestros hermanos por un objetivo común, ajeno a nosotros, respiramos, y la experiencia nos demuestra que amar no es mirarse el uno al otro, sino mirar juntos en la misma dirección”. Esa disposición es lo que nos ha permitido ascender desde el barro hasta el cielo, desde la primitiva vida unicelular al prodigio de las cantatas y las ecuaciones. El Espíritu ha soplado sobre la arcilla y ha creado al Hombre.
Tierra de los hombres se publicó en vísperas de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, no es un libro pesimista o escéptico. Lejos de denigrar a la condición humana, exalta su ingenio, creatividad y afán de superación. El hombre se aleja de sí mismo cuando odia o actúa con egoísmo. En cambio, crece y se expande con los gestos de generosidad. Los pioneros de la aviación, como Henri Guillaumet, Jean Mermoz o el propio Saint-Exupéry, no se contentaron con explorar rutas aéreas para extender el correo postal o perfeccionar los vuelos de largo recorrido. Abrieron surcos en el porvenir, mostrando que la verdadera patria del hombre es la fraternidad.
Nota bibliográfica:
Tierra de los hombres, Antoine Saint-Exupéry. Traducción de Gabriel Mª Jordà Lliteras. Barcelona, Círculo de Lectores, 2000.