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Gabriel Miró[/caption]
La infancia es la patria del escritor, particularmente del poeta, que busca ante todo la verdad en la belleza. Juan Ramón Jiménez dedica Platero y yo a la infancia, “una isla espiritual caída del cielo” y cita a Novalis (“Donde quiera que haya niños, existe una edad de oro”) para señalar que el corazón del poeta sólo halla la paz en esa “isla de gracia, de frescura y de dicha”. El anhelo más profundo del poeta es no abandonar nunca ese lugar encantado, donde la brisa suena como una lira y el trino de la alondra tiembla en el sol blanco del alba. La infancia es un recuerdo, la cuerda más emotiva de nuestro pasado, pero “vive en lo eterno”, como ese paraíso que algunos soñamos y que quizás se parece al cielo de Moguer.
Mi infancia está asociada al barrio de Argüelles. Paseé con mis padres muchas veces por el Paseo de Pintor Rosales, con sus hileras de falsas acacias, su aire de sierra y sus terrazas sombreadas por pérgolas. He corrido en incontables ocasiones por los caminos de tierra del Parque del Oeste, tumbándome en la hierba para disfrutar de la sombra de los cedros y los ginkgos. Por entonces no sabía que se llamaban de esa manera. Para mí sólo eran amigos, gigantes que acogían generosamente a todos los que buscaban un poco de frescor durante las ardientes tardes del verano.
No sabía quién era Gabriel Miró, ni que había pasado sus últimos años en el barrio de Argüelles, levemente entristecido por la nostalgia del mar y el paisaje levantino. También ignoraba que en Altamirano 34 había vivido Luis Rosales, a escasos metros de mi portal. En 1949 publica
La casa encendida. Aún no había nacido, pero cuando en 1969 aparece una versión ampliada del poemario, yo ya había cumplido seis años. Al leer la página que el poeta escribió “A imitación de prólogo”, siento que la poesía da forma a mis recuerdos: “Hace un hermoso día de sol primaveral y un aire fresco y aleteante. Alguien podría cantar, y la carne y el alma se encuentran vegetalmente en primavera; están viviendo la identidad de lo que ven”. Luis Rosales nació en Granada, pero halló en Madrid una nueva patria espiritual. La cascada del Parque del Oeste, donde jugaban los niños y descansaban los ancianos, las bandadas de pájaros que parecían dar vida a los árboles, agitando sus hojas y sus ramas, el oro de los enjambres de abejas, y el humo blanco y afilado del tren que circulaba casi pegado a las ermitas gemelas de San Antonio de la Florida, le hicieron saber que “el mundo está bien hecho y el hombre participa en su armonía”. De niño, yo sentía algo parecido, y cuando esa impresión se tambaleó por la irrupción prematura de la muerte, me consoló pensar que “vivir es ver volver”, que el presente siempre está cargado de pasado y que la cosecha del porvenir es la eternidad. Todo vive y se restaña, “porque lo quiere Dios, en la alegría”.
Gabriel Miró se instaló en Madrid en 1920, ignorando que pasaría allí sus diez últimos años de vida, salvo pequeñas escapadas estivales a Polop de la Marina, cuyo clima favorecía la recuperación de su hija Clemencia, enferma de los pulmones
. La ciudad no le sedujo: polvo, estruendo, impaciencia, fragor, dureza. “No tiene paisaje ni cielo; no la rodea la creación. Está ella sola”. Miró vivió en la calle Rodríguez Sampedro 46. Su amor al campo y a sus horizontes abiertos empujaba sus pasos una y otra vez hacia el Paseo de Rosales. El barrio de Argüelles tenía entonces otro aspecto: casas castellanas, pequeños huertos, palacetes señoriales, hotelitos particulares –como el de los Baroja–, paredes de viejos conventos, rincones con bancos y abetos, torres “como cipreses de pizarra”, descampados, higueras, algún edificio moderno, un bulevar de aspecto provinciano, palomas volando alrededor del reloj parroquial.
A pesar de la inestabilidad crónica de la política española, nadie sospechaba que el barrio de Argüelles se convertiría en uno de los escenarios más trágicos de la Guerra Civil. Las piezas de artillería situadas en la Casa de Campo bombardearían sin descanso, sembrando las calles de cascotes. El río Manzanares y sus puentes sufrirían oleadas de asaltos y contraofensivas que se cobrarían muchas vidas. El Cuartel de la Montaña escenificaría una sublevación fallida que se saldó con mil víctimas. Las fotografías de Alfonso Sánchez Portela, hijo del gran “Alfonso”, captaron la matanza acaecida en el patio principal. Ocupan un lugar destacado entre las imágenes más representativas de la contienda. Por su crudeza y su patetismo. Es imposible mirarlas sin sentir horror moral y frío en el alma. El Cuartel se levantó sobre la posición más elevada de la Montaña de Príncipe Pío. En su falda –hoy Plaza de España–, las tropas napoleónicas fusilaron a casi medio centenar de madrileños la noche del 2 al 3 de mayo de 1808. Fue una medida ejemplarizante adoptada para propagar el terror y evitar nuevas sublevaciones populares. Esa coincidencia incita a creer en el destino. Hay lugares que parecen propicios para la muerte e inhóspitos para la esperanza.
No sé si alguien ha comparado las fotografías de Alfonso Sánchez Portela con Los fusilamientos del 3 de mayo, de Francisco de Goya. Ejecuciones sumarias separadas por algo más de un siglo, pero con un grado similar de furor y barbarie. En una de las fotografías de Sánchez Portela, se aprecia claramente que la mayoría de los caídos ha recibido un tiro en la cabeza. La sangre ha formado un charco inconfundible. Media docena de milicianos camina cerca de los cuerpos. No transmiten sensación de triunfo, sino de frustración, fracaso y tal vez vergüenza. No parecen verdugos anónimos, sino hombres corrientes a quienes la fatalidad ha convertido en matarifes. Los cadáveres no están alineados, pero dibujan una especie de serpiente con un punto de fuga hacia un fondo abruptamente interrumpido. Si fuera un plano cinematográfico, se habría tomado desde una grúa, creando un efecto dramático parecido al del famoso plano de la estación de Atlanta en
Lo que el viento se llevó, donde centenares de muertos y heridos yacen en el suelo, esperando ser atendidos o trasladados a una fosa. La cámara cinematográfica explota las posibilidades del zoom. La lente fotográfica subraya la profundidad de campo y destaca la angulación, creando una atmósfera tan angustiosa como el “Perro semihundido” de Goya, una poderosa metáfora sobre la soledad, el desamparo y el vacío. La espontaneidad de la fotografía, que capta un instante de irrepetible dramatismo, puede compararse con el presunto carácter inacabado del perro de Goya, ahogado –o semioculto– por un talud y reducido a la insignificancia por un cielo verde.
El arte a veces se beneficia del poder creativo del azar.
Los fusilamientos del 3 de mayo, un enorme óleo sobre lienzo finalizado en 1814, no es fruto del azar, sino de una dolorosa meditación sobre la guerra. Al igual que en la fotografía de Sánchez Portela,
el sufrimiento parece derrotar a la esperanza. No hay un mañana para las víctimas. Dios parece ausente o vencido.
Gabriel Miró murió en 1930. Su temprana muerte le salvó de contemplar los estragos de la guerra. No sé cómo habría reaccionado su pluma ante un drama descomunal que transformó el barrio de Argüelles en primera línea del frente. En 1920, sus ojos contemplan el paisaje urbano con melancolía, evocando la pureza del campo, que deja su luz y su aliento en las miradas. No presagia nada trágico, pero advierte su carácter opresivo: “La ciudad no se adueña del hombre, sino que el hombre la sella con su vida”. El campo es espacio, apertura, fecundidad. Es un eco de lo divino. La ciudad es clausura, límite, encierro. En el campo es posible recogerse. En la ciudad sólo cabe un aislamiento estéril. Su cielo es humo, ceniza. En cambio, el azul del campo “se tiende amorosamente sobre el paisaje”, invocando un infinito amable, cercano. La ciudad siempre mancha cualquier brote de vida. Cuando Sigüenza, alter ego de Gabriel Miró, pasa por una calle, descubre con pesar que “un jirón de ropa estrangula el verdor tiernecito, primaveral, de un árbol”.
Su sensibilidad recurre a la analogía para introducir una dimensión espiritual. En el silbido ondulante de las locomotoras que cruzan la Estación del Norte, advierte “un antecedente de la música litúrgica”. Esa semejanza –sólo apreciable para el poeta y las almas afines– convierte el horario ferroviario en una variación del oficio divino, “con los Magnificat de los expresos, los Maitines de los mixtos, las antífonas de las máquinas-piloto”.
Gabriel Miró humaniza el barrio de Argüelles mediante prosopopeyas. Sentado al sol y al filo de la sombra de una quintana, Argüelles tiene “unas orejas siempre distendidas y ávidas, que oyen la lejanía, y una boca fresca que, de noche, hasta pronuncia claramente el silencio”. Para el escritor, no hay nada muerto, salvo la mirada que ha perdido la capacidad de apreciar el misterio de la belleza.
Gabriel Miró ha asimilado la lección esencial del Modernismo: Todo está en todo. La realidad es una red de analogías. Las locomotoras parten hacia los pinares de Ávila como una paloma que sube hacia las alturas, buscando la respiración azul de las estrellas. Los encinares del Pardo buscan la compañía de los follajes frescos de la Casa de Campo. Los balcones iluminados se apagan cuando cesa el ruido de los tranvías, felices de sentir la calma inaudita de una ciudad adormecida.
Gabriel Miró era un cristiano esencial, con una perspectiva humanista. Destacaba la dignidad del hombre, que –a pesar de sus faltas y errores– nunca ha perdido la condición de imagen de Dios. Sigüenza manifiesta su desagrado por los que se denigran a sí mismos, pensando que de ese modo recorren un camino de perfección. Dios tolera esos vilipendios, “aunque no los apetece”. El rigor moral es tan dañino como la disciplina de los horarios. Hay que sumergirse en el tiempo, dejarse llevar por su movimiento, olvidarse de la hora exacta, que sólo produce angustia y disipa el placer del instante.
Sigüenza tiene “hambre de Mar”. Echa de menos su Mediterráneo natal, con sus olores y sus espumas. Busca la emoción del mar en la noche de Rosales, pero no la encuentra. No es posible engañar a la sensibilidad con simulacros. Se conforma con el goce del campo abierto y con el brillo de las estrellas, que centellean simultáneamente sobre faros y costas.
Yo no he nacido a orillas del Mediterráneo, pero he pasado muchos veranos en sus costas. No he olvidado la emoción que experimentaba cuando me acercaba al mar por tren o carretera. El milagro de una belleza infinita se presentía, vibrando en el aire como un aleteo gigantesco. Pueblos diminutos, hileras de árboles, casas bajas y campos de trigo corrían por el cristal de la ventanilla, anunciando que pronto surgiría el azul profundo y oscuro del Mediterráneo. Era como avanzar con paso cierto hacia un mundo nuevo, cuya vastedad nos acogía cordialmente. Por fin aparecía el olor a salitre y, poco después, el rumor de las olas. El corazón se alborozaba con una dicha infantil, purísima. Al regresar al barrio de Argüelles, me acercaba a Rosales, buscando el mar, como Sigüenza. No me sentía defraudado. De noche, las aceras parecían un paseo marítimo, con una oscuridad densa y olorosa, y la Casa de Campo, un Mediterráneo en calma, exhalando un sonido que ensayaba las notas de una armonía ideal, perfecta. En el mirador del Templo de Debod, el corazón también se agitaba, pero lo que allí escuchaba ya no era la armonía ideal del mar, sino el silencio de los muertos. O quizás su clamor, pidiendo salir de la oscuridad.
Nota bibliográfica: Todas las citas de Gabriel Miró proceden de su libro
Años y leguas (1928). Fue la última obra publicada en vida del autor. Una vez más he utilizado la magnífica edición de las obras completas de Gabriel Miró en tres volúmenes de la Biblioteca Castro.