Pendenciero, fabulador, inestable, autoritario y melancólico, John Ford era un tipo verdaderamente duro. Durante su primer partido de fútbol americano en el instituto, se rompió la nariz por tres sitios distintos, pero continuó jugando hasta el final, con el rostro hinchado y ensangrentado. Alto, corpulento, pelirrojo y con un acusado estrabismo, le llamaban “Toro” y “La Apisonadora Humana” por sus violentos placajes y su resistencia al dolor. Durante la Segunda Guerra Mundial, acompañó a las tropas estadounidenses en el frente, rodando varios documentales propagandísticos. Desembarcó en las playas de Normandía y se lanzó en paracaídas en la jungla birmana desde un C-47. Años más tarde, reconocería que descendió rezando avemarías. En la batalla de Midway, exigió al operador de cámara que no detuviera la filmación, pese a que un caza japonés había enfilado hacia ellos. Herido en un brazo, el ejército le condecoró con un Corazón Púrpura. Socialdemócrata en los años treinta, se hizo republicano tras la contienda, pero se negó a colaborar con el macartismo. Como fundador del Sindicato de Directores, rehusó firmar un documento de lealtad a la nación que comprometía a delatar a cualquier presunto comunista empleado en Hollywood: “Creamos este sindicato para protegernos […] de esos hombrecillos que reptan y que afirman que los rusos apestan”. La revolución contracultural de los sesenta despertó su lado más conservador. Apoyó la guerra de Vietnam y aceptó la Medalla Presidencial de la Libertad que le concedió Nixon. John Ford, que desde joven se hacía llamar “Jack”, disfrutaba con su fama de “maldito loco irlandés”. Cuando un periodista escribió que era “el poeta de la epopeya del Oeste”, exclamó: “Menuda gilipollez”.
Hijo de emigrantes irlandeses, John Martin Aloysius Feeney nació el 1 de febrero de 1894 en Cape Elizabeth (Maine). Nunca le preocupó desconcertar, molestar o ser malinterpretado. Su hermano mayor Francis, que le introdujo en la industria del cine y luego aparecería en sus películas como secundario (es el viejo agonizante que en The Quiet Man se levanta de la cama para presenciar la épica pelea entre Sean Thorton y “Red” Will Danaher), nunca ocultó la perplejidad que le producía su forma de ser: “He intentado entender a Jack desde que nació y nunca lo he conseguido”. El escritor Darcy O`Brien, hijo de George O’Brien, amigo íntimo de Ford, describió al director como “un viejo genio sentimental, cruel, bastardo e hijo de puta que siempre, durante cincuenta años, supo lo que se hacía sin que nadie le superara nunca en lo que a conocimientos sobre cine americano se refería”. Mary Astor, una de las protagonistas de Huracán sobre la isla (1937), afirmó que Ford era “muy irlandés, de carácter sombrío, con una sensibilidad que hacía todo lo posible por ocultar”. Según algunos testimonios, el director era un tirano y un cascarrabias en el plató, pero en la vida cotidiana podía ser “alguien realmente muy sensible” (Olive Carey), un hombre “muy cariñoso, compasivo, sentimental y blando” (Frank Baker). No es improbable, pero cuando trabajaba dejaba muy claro que no toleraba objeciones, ni gestos de insubordinación. Todos le llamaban el “Capitán”, el “Viejo”, el “Jefe”, “Pappy” o el “Entrenador”. Los indios navajos que aparecían en sus películas le adjudicaron el sobrenombre de “Natani Nez”, que significa “Jefe alto”, quizás por su metro ochenta y tres y sus ochenta kilos. Algunos afirman que nunca se podrá escribir una biografía definitiva sobre John Ford porque dejaba una huella diferente en cada persona. No era hipócrita, voluble o camaleónico, sino hiperbólico, creativo y orgulloso.
John Ford se presentaba a sí mismo como un director de películas del Oeste. Tal vez ahora no se capte la ironía, pero empezó a utilizar esa frase cuando se cuestionaba el mérito artístico del western. Desgraciadamente, ese prejuicio, clamorosamente injusto, ha llegado hasta nuestros días. Muchos han olvidado que el western nos ha legado auténticas obras maestras, como La diligencia, Pasión de los fuertes, Fort Apache, Centauros del desierto o El hombre que mató a Liberty Valance, por citar únicamente películas de John Ford. Podemos añadir otros títulos, como Incidente en Ox-Bow (William A. Wellman, 1942), Río rojo (Howard Hawks, 1948), Winchester 73 (Anthony Man, 1950), Raíces profundas (George Stevens, 1953), Johnny Guitar (Nicholas Ray, 1954), Grupo salvaje (Sam Peckinpah, 1969) o Sin perdón (Clint Eastwood, 1992). Podría prolongar la lista, pero me parece innecesario. John Ford no despuntó sólo en el western. Su trilogía social (Las uvas de la ira, La ruta del tabaco, ¡Qué verde era mi valle!) compone un vigoroso fresco sobre el sufrimiento de la clase trabajadora durante las crisis cíclicas del capitalismo. El hombre tranquilo (1952) es una de las comedias más perfectas de la historia, llena de chispa, ingenio y romanticismo. Se ha dicho que Ford no sabía contar historias de amor, pero el romance entre Sean Thorton (John Wayne) y Mary Kate Danhaer (Maureen O’Hara) combina magistralmente ternura, humor, pasión y sensibilidad. La famosa escena del beso en “Blanca Mañana” o el abrazo bajo la lluvia en el cementerio son verdaderas cumbres del cine romántico. No son estampas relamidas o forzadas, sino composiciones que reflejan poéticamente el interior de los personajes, con sus ilusiones y sus miedos. La escena de la pareja contemplando el fuego de la chimenea después de una boda desgraciada desprende una honda melancolía. En ese cuadro de tristeza y frustración, John Ford nos muestra claramente que el amor nunca es fácil, que los amantes deben sortear muchos obstáculos, que la presión social y las diferencias culturales pueden malograr el afecto más puro y sincero.
¿Quién fue el maestro de Ford? ¿Quién le enseñó a narrar con la cámara, escogiendo siempre los mejores encuadres y la iluminación más adecuada? En una de sus célebres conversaciones con Peter Bogdanovich, John reconoció que su hermano Francis había sido su único maestro: “Era un gran cámara. No hay nada que se haga hoy, todas esas cosas que se supone que son tan nuevas, que él no hubiera hecho ya. Era un gran artista: un músico maravilloso, un actor condenadamente bueno, un buen director. Un hombre orquesta y un maestro en todo. Haciendo cine, él ha sido la única influencia que he tenido”. Por cierto, Barbara “Abbey” Curran, madre de John y Francis, lamentaba que sus hijos se dedicaran al cine. Hubiera preferido que robaran bancos o asaltaran diligencias. Nada le parecía más deshonroso que trabajar en el cine, donde proliferaban toda clase de vicios y depravaciones. La relación entre los hermanos fue fecunda en el terreno artístico, pero en el plano emocional hubo muchas tensiones. Cuando John era ayudante de Francis, nunca logró que le adjudicara un papel en condiciones. Después, se invirtieron las tornas. Como director, John sólo le dio a Francis papeles de secundario. Resentido, Francis agarró un pico en una ocasión y avanzó amenazante hacia su hermano. No sabemos qué hubiera sucedido, sin la intervención del equipo de rodaje.
En sus inicios, Ford trabajó como doble en escenas peligrosas, que incluyeron conducir a toda velocidad por un desfiladero, saltar de un tren en marcha, rodar por una ladera entre piedras y cactus, volar por los aires tras estallar a poca distancia una carga de dinamita. Algunas de estas proezas le obligaron a pasar por el hospital, con un hueso roto y la piel chamuscada. Participó en El nacimiento de una nación (1915), donde su miopía le jugó una mala pasada. Bajo la sábana del Klan, apenas lograba ver. Mientras cruzaba un río a caballo, sufrió una aparatosa caída. Alarmado, David W. Griffith se acercó para averiguar si se había roto el cuello. Tras comprobar que sólo tenía magulladuras, pidió a gritos un whisky. “Gracias”, exclamó el joven John Ford. “No me dé las gracias”, contestó Griffith, malhumorado. “Es para mí. Me ha dado un susto de muerte”. Algunas de estas anécdotas pueden ser falsas o haber sido exageradas. Jack mentía sin rubor para adornar la realidad, buscando la pirueta que transformara el acontecimiento en leyenda. “Se inventa historias –reconocía Olive Carey-, cualquier cosa que le divierta. Mentiría como un hijo de puta con tal de divertirse”.
A Ford siempre le gustó estar al otro lado de la ley, mofándose de las normas y los prejuicios. Su padre, Sean A. Feeney, había salido de la pobreza vendiendo alcohol de contrabando. Cuando su primo Martin Feeney le pidió dinero para el IRA, el director no necesito pensarlo dos veces. Le envió un generoso cheque, satisfecho de alinearse con los rebeldes. Actuó de forma parecida al recibir una carta de su sobrino Bob, hijo de Francis, que se había alistado en las Brigadas Internacionales. Esta vez donó una ambulancia, sin hacer caso a los que le aconsejaron distanciarse de unas milicias repletas de bolcheviques. Aborrecía a los comunistas, pero consideraba que el fascismo era un peligro mucho más inmediato y real. Después de la Segunda Guerra Mundial, con las potencias del Eje derrotadas, estimó que la Unión Soviética había tomado el relevo del totalitarismo, convirtiéndose en la principal amenaza contra la libertad. Los intelectuales europeos y norteamericanos, que en los años sesenta y setenta simpatizaban mayoritariamente con el marxismo, nunca se lo perdonaron, tildándole de reaccionario. La generación que protestó contra la guerra de Vietnam y levantó los adoquines de París contra el gobierno Charles de Gaulle rechazó y menospreció el cine de John Ford. Los estudiantes que agitaban el Libro Rojo de Mao como alternativa a las democracias burguesas le acusaron de fascista, reaccionario y machista. No repararon en que Fort Apache (1946) había sido quizás el primer film que denunció los abusos sufridos por los pueblos nativos norteamericanos en las reservas, retratando con innegable admiración al legendario Cochise. No tuvieron en cuenta que El sargento negro (1960) constituía un vigoroso alegato contra la discriminación de la población afroamericana, un filme en plena sintonía con las reivindicaciones del movimiento por los derechos civiles. No prestaron ninguna atención a 7 Women (1969), donde el protagonismo recaía sobre la Doctora Cartwright (Anne Bancroft), una mujer independiente, muy capaz, con mucho coraje y nada convencional. En realidad, John Ford siempre había manifestado una clara antipatía hacia los estamentos más privilegiados de la sociedad. Sus villanos eran banqueros, generales sin escrúpulos, especuladores, políticos corruptos, respetables damas defensoras de la moralidad. Por el contrario, sus héroes eran hombres y mujeres de dudosa reputación, como prófugos de la justicia, prostitutas, borrachines, o personas humildes y sencillas. Si ostentaban algún cargo, como juez, sheriff u oficial de la Caballería, se saltaban las reglas para hacer lo más justo, olvidando sus intereses personales. John Ford era un maldito loco irlandés, un rebelde que detestaba la injusticia, un inadaptado que miraba con afecto a los parias y a los perdedores, un borracho de buen corazón, un artista con unas intuiciones deslumbrantes y un genio endiablado.
En la obra de John Ford, hay altibajos, pero siempre prevalecen unos rasgos de estilo que crean una atmósfera lírica e intensa: cielos incendiados por los colores del crepúsculo, planos generales de paisajes idílicos o infernales, planos fijos que transmiten autenticidad y realismo, encuadres perfectos impregnados de la intemporalidad de los mitos. Galardonado con cuatro Oscar, Ford apreciaba todas sus películas. Katharine Hepburn, que trabajó bajos sus órdenes en María Estuardo (1936), comentó: “le encantaban sus éxitos… y adoraba sus fracasos”. Ford nunca se consideró un creador: “Nunca pensé en lo que hacía en términos artísticos. Para mí fue simple trabajo”. Murió el 31 de agosto en 1973. Woody Strode, con el que mantenía una estrecha amistad y que no se separó de su lado durante los últimos momentos, afirmó: “Era tan duro que no podía creer que fuera a morir”. Inhumado en el cementerio de la Santa Cruz de Culver City, California, Strode comentó que debería haber sido enterrado en Monument Valley. Indudablemente tenía razón. Hay varias versiones sobre sus últimas palabras. Se ha contado que murió con las cuentas del rosario en la mano, susurrando: “Santa María, madre de Dios…”. Algunos han dicho que abrió los ojos y gritó: “¡Corten!”. Otros sostienen que escuchó la misa oficiada por un sacerdote al lado de su cama y que cuando finalizó la ceremonia, gruñó: “Y ahora, ¿alguien podría darme un puro?”. Sin duda, la última versión es la más fordiana y, por tanto, la más verdadera.