¿Por qué la poesía es oscura? Quizás porque desea destacar la trascendencia del mundo. Los poemas –escribe César Antonio Molina– “intentan hacer visible la realidad”. El poema no es un lujo de la imaginación, ni simple pirotecnia lingüística. “En el poema tiene lugar algo real”. Las cosas manifiestan su ser, se hacen visibles en su intimidad más recóndita. Por eso, “la patria del poeta es el poema”. No es una patria encajada en el espacio, sino una “patria portátil”, como escribió Reich-Ranicki. El poeta cambia de patria constantemente, saltando de un poema a otro. Es un nómada, un vagabundo que se cobija bajo las palabras. El poema siempre presupone un tú, una alteridad. “Entre el tú y el yo”, escribe César Antonio Molina, “está el poema”, actuando como bisagra de dos mundos que se complementan. La comunión entre dos sujetos no debe interpretarse como una fantasía romántica. La subjetividad del poeta está al servicio del poema, que crece con cada lectura hasta desgajarse de su origen. La palabra poética siempre es obra de un autor, pero su grandeza reside en su creciente autonomía. “El poema es una afirmación y negación de sí mismo”. Es un orbe que no cesa de expandirse, convocando a la totalidad del lenguaje.
La poesía de César Antonio Molina siempre ha girado alrededor de este eje, transitando del yo al tú, de la subjetividad a la alteridad, de lo personal a lo impersonal, de lo particular a lo universal. El decir poético no es una expresión emocional, sino “la casa de la verdad del ser”, por utilizar la feliz expresión de Heidegger en su Carta sobre el Humanismo (1947). En el poema, las cosas se presentan tal como son, desprendiéndose de los sedimentos que habían oscurecido su faz. Heidegger afirma que el hombre no es el señor de lo ente, sino el pastor del ser. Esa peculiaridad se acentúa en el poema, donde la verdad halla su morada. No se trata de una verdad moral, sino ontológica. El poema es la máxima apertura del ser. Heidegger descarta cualquier revelación de origen sobrenatural. En la palabra poética no se manifiesta lo sagrado, sino el ser y “nada más”. La poesía es un saber más esencial que la ciencia “porque es más libre. Porque le deja ser al ser”. La poesía de César Antonio Molina se mueve en esa dirección. Quiere que las cosas sean, que se muestren en todo su esplendor, sin necesidad de someterse a la exigencia de un significado. Una piedra es una piedra, no una alegoría de la permanencia. Está ahí. El lenguaje señala su existir, pero sin apropiarse de él, ni distorsionar su singularidad. Antonio Gamoneda afirma que la obra poética de César Antonio Molina es “la celebración de una realidad natural”. Viaja por distintos lugares sin otro objeto que “excitar su revelación, la sustancia oculta que sólo puede entregarse en el pensamiento y el lenguaje poéticos”. Sus imágenes no componen un relato épico, sino “un instante alucinado” donde “se enciende la significación de lo desconocido”. La materia sale de su opacidad con la libre asociación lingüística, que privilegia la comprensión sobre la mera denotación.
Hay un pálpito sagrado en la poesía de César Antonio Molina, pero no una teología y, menos aún, una teleología. Lo trascendente es el mundo en su simple aparecer. “Escribir es una tarea alquímica –señala Gamoneda en El cuerpo de los símbolos–, es decir hermética. Pero es hermética, sobre todo, porque el poeta no conoce en modo metódico la ciencia de su trabajo. Se activan las palabras y son ellas (con tu fuerza musical y tu vértigo intelectual, pero ellas) las que extraen tu lucidez, tu mucha o poca lucidez”. En ¿Dónde termina el viaje? (1978), César Antonio Molina enuncia lo que yo percibo como su poética elemental: “Soy un hombre. Un hombre herido. / La cura está en todos los lugares, / y sin embargo –mi cura- es la herida”. Un hombre herido que no desea olvidar lo que significa vivir en la finitud, pues entiende que la anticipación de la muerte es la fuente de la creatividad. Un hombre que ha devenido poeta en la angustia, en el dolor, en la fecunda insatisfacción de la conciencia racional. La paz de los inmortales es una quimera. Sólo el que se sabe efímero conoce la plenitud. Sólo el que acude con los ojos abiertos a su cita con la muerte, logra cantar la vida con las palabras exactas. No hay un lugar natural para el poeta, pero cada poeta es inseparable de un lugar. El lugar de César Antonio Molina es el mar, o, más exactamente, la costa, donde el agua lame la tierra con furor o desgana. Caminando por playas, muelles, espigones o acantilados, no añora la tierra firme que oculta la incertidumbre del viaje. Prefiere estar en el umbral de dos elementos, paseándose por una línea fronteriza, donde se acumulan los fragmentos del devenir. Las palabras se parecen a los residuos. Van y vienen sin rumbo fijo. El poeta se limita a recogerlas y a combinarlas por medio de intuiciones, nunca de acuerdo con un orden geométrico. El desorden no es un caos, sino una secreta forma de equilibrio.
César Antonio Molina nos relata sus vivencias: un eclipse en Hissarlik, la subida al Vesubio, un encuentro entre “higueras salvajes”. Cambia incesantemente de paisajes, pero siempre regresa a la costa: “Esas playas de las islas han de ser un día / nuestro único recuerdo”. Nada perdura, nada queda. La palabra poética es un fogonazo, un parpadeo deslumbrante, pero acaba sucumbiendo. “El barro vuelve al barro”. El olvido triunfa sobre la memoria. Escribimos para no dejar de ser hombres, pero eso gesto no podrá derrotar al tiempo. El poeta pasea por la orilla del tiempo, sin ignorar que sus días están contados: “Nadie ha de salvarse”. “La brisa seca las huellas todavía húmedas, / el casco herido por el súbito amanecer / se pierde en el mar”. En Últimas horas en Lisca Blanca (1979), el poeta muestra claramente que se escribe para resistir, para no caer, y también para ser otro: “Yo era un ancla en tu vientre, / una nasa en tu pecho / una tortuga atrapada / en tu pelo, un búho atento al estruendo / del mar, a la ola del océano, al viento / moviendo el rocío”. La herencia de los presocráticos moldea estos versos. Todo fluye, como dijo Heráclito. La vida es diferencia, sucesión de opuestos, una sinfonía con infinidad de formas y movimientos, como apuntó Empédocles. Somos “falsas huellas, contrahuellas”. Sombras “luchando / en un bajorrelieve azuzado por tu propio / engaño”. El “suspiro de un adiós” nos indica nítidamente que “declinamos como un pranto por la ribera de una / escarpada sima…”. La conciencia es “un faro / perdido entre las tinieblas”. La honestidad nos exige reconocer que “nos desconocemos”. En los lutos, en los aniversarios, en las huidas. Quizás la dicha consista en “la memoria de un fértil tedio”. O en la paz que nos proporciona “la soledad de una estancia”. Algunos poetas se retiran del mundo, pero no es el caso de César Antonio Molina, siempre en movimiento.
La vida no está en el poema, pero el poema es el receptáculo de las vivencias. Las palabras recogen los derrelictos de la experiencia, los restos de lo vivido, que flotan en la memoria como los pecios de un naufragio. Como señala Julián Jiménez Heffernan en su espléndido ensayo Derrelictos. Materiales para un poética (2006), la poesía de César Antonio Molina siempre se nutre de “una experiencia de contemplación, nunca espiritual, sino empírica. Lo poético sucede siempre es un espacio vital. Poesía, por lo tanto, imperiosamente autobiográfica. Y por ello romántica”. El Romanticismo siempre ha forjado sus ensoñaciones en el borde del mar o en bosques umbríos. César Antonio Molina conoce los dos espacios, pero se siente más cómodo en la costa, quizás por su desnudez y pureza. No es un turista ocioso, sino un paseante atento al instante, donde se halla la única eternidad asequible. Un arqueólogo a la caza de un hallazgo. No cree en el destino, sino en el azar, que nos regala luminosas y crípticas revelaciones. En La estancia saqueada (1983), se desborda la melancolía: “el invierno pone edad / a los recuerdos, a la hierba que crece, a las hojas caducas / que arden hasta el fin del otoño”. El poeta resbala “por la noche fidelísima de misterios”. En Derivas (1987), la melancolía persiste, pero elude la desesperación gracias al otro: “nosotros dos formamos el ocaso”. El aliento del otro quema, sostiene. En “la noche del delta”, en “la ceniza de las ciudades incendiadas”. Pero la sensación de soledad y lejanía no se extingue: siempre hay “unas miradas / que sufren por no estar en otras”. No hay un lugar seguro, una morada definitiva, una raíz capaz de soportar las tempestades más violentas: “cuando nos creíamos en ella, / la alcoba nos abandonó”. Siempre nos hallamos a la intemperie: “Todo se puede perder incluso lo que ya se perdió”.
'Pequeña estancia' es un poema particularmente conmovedor. El poeta fantasea con su muerte, preguntándose cómo será el último día: “Una noche, sin saberlo, / cruzaré tu umbral / por última vez”. Así como el cuerpo deviene ceniza, las hojas, los lápices, las plumas, los libros abiertos, los poemas tantas veces leídos, los diccionarios, las gramáticas, los mapas y las fotografías se convertirán en “papel al peso”. Durante un instante, aún podrá respirarse “la frescura / de ese ramillete de hierba cortado en la Fuente del Berro”. Incluso se oirá “el rumor de esos árboles imitando / al de los pinos y eucaliptos lejanos”. El tiempo hará su trabajo y, después, vendrá el silencio, casi profetizado por la máquina de escribir, reducida a mero residuo arqueológico por el avance de la tecnología. Tan anacrónica como la fotografía de Sofía Schliemann con las joyas de Helena. El universo seguirá girando, impasible. Los “reflejos de sol y plenilunio” penetrarán en la estancia, como si nada hubiera sucedido. Sin embargo, la mesa y la silla se ofrecerán, como si esperaran a otro. “Sobre las hojas de papel, el ramillete deshojado” seguirán testimoniando la obstinación de la vida. No será un final definitivo, siempre hay otro poeta, aguardando el momento de hacer sonar su voz. Es imposible leer este poema y no sentir el eco de Juan Ramón Jiménez, anticipando su ausencia.
La poesía de César Antonio no finaliza con Derivas. Su vuelo ha continuado hasta nuestros días, alumbrando extraordinarios frutos, pero nos despedimos aquí de ella. 'Pequeña estancia' podría ser el epílogo de la vida de todos los que escribimos, con mayor o menor fortuna. Todos hemos temido –creo– que nuestra biblioteca se transforme en “papel al peso”. Ahora sabemos que no será así. Ya no hay traperos que acudan a las casas con una balanza para comprar periódicos y libros viejos. En la era digital, los libros naufragan en los abismos de internet. Hace años, yo también paseaba por la Fuente del Berro. Ahora lo hago por los campos de trigo y cebada de las afueras de un pueblo castellano. Escribo en una mesa situada delante de una acacia y una catalpa. Seguirán ahí cuando se apague para mí “el rumor del tiempo”. ¿Ocupará otro mi lugar? Pienso que es irrelevante. Quedarán las palabras, hambrientas de eternidad, testimoniando que el hombre paseó por bahías, cabos, deltas y ensenadas, preguntándose si Dios duerme mientras nos hundimos en el silencio helado del no ser.