Schopenhauer: el ogro de Danzig
No era una plañidera, sino un dandi con el don de la palabra exacta y afilada. Su pesimismo no es lúgubre, sino luminoso y regocijante
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Schopenhauer ha pasado a la posteridad como un irreductible pesimista. Ciertamente, su pensamiento no es una celebración de la vida, pero sería injusto rebajarlo a simple nihilismo. Huraño, cascarrabias, misántropo, solitario, misógino, el genio de Danzig no incita –pese a todo- a la desesperación, sino a la apacible melancolía del que ha conseguido contemplar la existencia con serenidad, tras distanciarse de las pasiones. La contemplación nos enseña a apaciguar la compulsión del deseo y a mirar al otro con compasión. De hecho, el obstinado malhumor del filósofo no le impedía en ocasiones ser cortés, cordial y cercano. Excelente conversador, salpicaba de ingenio sus especulaciones y divagaciones. En sus últimos años, el reconocimiento público le permitió interiorizar definitivamente ese despertar o iluminación espiritual que postula el budismo como el último grado de la sabiduría. Tras soportar largos años de indiferencia hacia su obra, los lectores y los historiadores de la filosofía reconocieron su genio, tributándole los homenajes que le habían escatimado hasta entonces. En 1850, Schopenhauer se quejaba de no encontrar editor. La situación le dolía, pero intentaba combatir la frustración con humor: “Mi caso es fastidioso, pero no humillante, pues los periódicos acaban de anunciar que Lola Montes tiene la intención de escribir sus memorias, y los editores ingleses ya le han ofrecido grandes sumas”. En esas mismas fechas, aparecieron los primeros artículos que destacaban la importancia de Schopenhauer.
La consagración llegó con su inclusión en la Historia de la filosofía moderna de Kuno Fischer en 1854. Fue una gloria efímera, pues murió el 21 de abril de 1860, pero durante una década gozó de una admiración creciente, que le convirtió en el “Buda de Frankfurt”. Quizás el episodio de los prismáticos de teatro prestados a un oficial para disparar contra la “canalla revolucionaria” que se rebeló contra el absolutismo, rompe esa imagen benevolente. Su escepticismo ante el progreso y su miedo a la anarquía explican una actitud que Thomas Mann calificó de “una mezquindad y una comicidad feroces”. No está de más recordar que muchas veces el hombre de genio no está a la altura de su obra.
A pesar de ser un reaccionario en cuestiones políticas y sociales, Schopenhauer entendía que la compasión no es un sentimiento que debamos reservar a nuestros semejantes, sino un gesto que debemos extender a todos los seres vivos, pues los animales, lejos de ser objetos, experimentan ciertas emociones básicas, como el placer, el miedo o el desamparo. Es absurdo hablar de una supuesta teleología en el mundo natural. Sin embargo, el ser humano goza del privilegio de observar la realidad desde una perspectiva filosófica y estética. La vida es un círculo. La voluntad se objetiva en la naturaleza y se piensa en el hombre. El arte no es un absoluto, pero sí un consuelo legítimo que mitiga la angustia y nos ayuda a comprender nuestra verdadera trascendencia. Nuestro yo empírico y su mundo subjetivo desaparecerán, como anuncia bajo una lluvia incesante un afligido Roy Batty, el replicante modelo Nexus-6 de Blade Runner (Ridley Scott, 1982), pero –como apunta Schopenhauer- el latido de nuestra conciencia permanecerá como un momento del espíritu infinito de la naturaleza. El pesimismo no mata; redime. Nos libera de mitos y ensoñaciones, reconciliándonos con esa finitud que tanto nos atemoriza. Sólo hallaremos la paz interior cuando asumamos que la vida y la muerte se alimentan mutuamente, garantizando la continuidad y la renovación del ser. Sin la muerte, la vida se paralizaría. La inmortalidad no es una bendición, sino una maldición, como descubrió el centurión romano de “El inmortal”, el famoso cuento de Borges, un devoto de las enseñanzas de Schopenhauer.
Hay muchas formas de abordar un clásico. Casi siempre lo mejor es adentrarse en los textos originales, recorriéndolos íntegramente, pero a veces surge una alternativa nada desdeñable, como una atinada selección de fragmentos que reúne lo esencial, sin desfigurar la totalidad. Carlos Javier González Serrano, editor, ensayista, gestor cultural, traductor y profesor de filosofía, ha escogido y traducido con excelente criterio un conjunto de breves textos de Schopenhauer, agrupándolos bajo el título Parábolas y aforismos (Alianza, 2018). Se trata de “un brebaje agridulce” que nos muestra la complejidad de un pensamiento que “vivió en la fractura, en el límite”, ese espacio escurridizo donde el pesimismo revela su fecundidad como filosofía capaz de fundir lucidez y desencanto, sutileza y desengaño. El valor de la obra de Schopenhauer consiste –según González Serrano- en “dejar de postrarse frente a lo inevitable y atreverse a conocerlo, a transitarlo y, finalmente, a asumirlo”. Pensar es como subir por la ladera de una montaña escarpada, sufriendo despiadadas ventiscas, pero la recompensa no es pequeña, al menos para un espíritu exigente: conquistar una prudencia iluminada por el autoconocimiento. Esa es la auténtica meta del hombre libre. Schopenhauer acuñará un concepto para definir esta forma de ascesis: “eudemonología”. Frente a la insaciabilidad de la vida, que siempre nos conduce a la insatisfacción, debemos oponer un desengaño apacible, sereno, como el de Baltasar Gracián, al que tanto admiraba Schopenhauer y al que tradujo al alemán, dejándonos una admirable versión de El Criticón. ¿En qué consiste ese desengaño apacible? En contemplar el teatro del mundo, sabiendo que siempre se representa la misma obra. Sólo cambian los actores; nunca los afectos. El espíritu de los acontecimientos siempre es el mismo. La historia del género humano es una sucesión de pasiones que se incendian y se apagan, desatando inacabables luchas. Las máscaras crean una ilusión de diversidad, pero detrás de la multiplicidad late la voluntad de vivir, un fuerza insaciable y ciega. Nuestras vidas sólo son pequeñas variaciones de una interminable y absurda comedia. En la voluntad de vivir, no hay una brizna de lógica, orden o razón. Su libertad es absoluta y se renueva sin término, como un fuego que nunca declina. Aparentemente, la vida y la muerte componen una danza lúgubre, pero la nada no prevalece. Las formas de la voluntad son efímeras, pero la voluntad es imperecedera. No la precede y no hay un más allá fuera de sus límites. El baile nunca se interrumpe.
¿Podemos representar esa fuerza inagotable? Sin duda. Todo nuestro conocimiento es representación, pero siempre está ligado a formas perecederas. El arte es la representación más elevada de la voluntad, pero expresa ideas y conceptos sobre el mundo sensible. Por ejemplo, la arquitectura nos habla de la gravedad y la luz, la resistencia y la ligereza, la dureza y la elasticidad. En cambio, la música es el arte supremo, pues se caracteriza por su radical independencia del mundo físico. Ignora completamente lo sensible “y podría de algún modo seguir existiendo, aun cuando el universo no existiera; no se puede decir lo mismo de las otras artes”. La música es una “manifestación” de la vida misma; expresa únicamente su quintaesencia, su ser más íntimo e inefable. No es simple belleza o armonía, sino el lenguaje en el que se dice el mundo. Escucharla es una forma de comunión con el todo que nos ayuda a superar el insensato apego al yo. Es un consuelo provisional, pero hondamente purificador. Aunque Schopenhauer presumía de no incurrir en contradicciones, Alexis Philonenko ha señalado una aguda paradoja, destacando que se responde al dolor provocado por el teatro del mundo con “un consuelo igualmente teatral”. Quizás las paradojas son inevitables cuando se lucha contra la insoportable lucidez que soporta nuestra especie. El hombre es el único animal que convive con la certeza de su muerte. El mundo se parece al infierno descrito por las religiones. El paraíso promete la dicha eterna, pero es un lugar escasamente atractivo infectado por el hastío. Sin una perspectiva sobrenatural, la muerte debería ser contemplada como una liberación, como un regreso a la totalidad de la que nos escindimos con el proceso de individuación. Con la muerte, volvemos a participar en la libertad ilimitada de la voluntad. La perspectiva de morir no debe llevarnos al egoísmo, sino a la compasión, pues todos los seres vivos están ligados por un destino común. Nietzsche objetará que la compasión no es una virtud, pues sólo podemos llamar bueno a lo que favorece a la voluntad de vivir, que no es un simple anhelo de subsistencia, sino la ambición de ser más. Léon Brunschvicg, quizás con razón, afirmó que “el Buda de Schopenhauer no es más que Jesús reencontrado […] en el inefable sentimiento de la unidad divina que excluye tanto el instinto de dominación, el privilegio del yo, el don de las prácticas sobrenaturales, como el diálogo con un mediador imaginario”.
Schopenhauer no cree en la posibilidad de conciliar filosofía y religión: “Sé religioso y reza, o sé filósofo y piensa: pero sé sólo una de ambas cosas, en función de tu naturaleza y tu cultura”. No considera que la religión constituya un mal. De hecho, reconoce su capacidad de reconfortar a los espíritus sencillos, pero sólo es una ilusión. El arte no es un sustituto de la religión, sino un ejercicio de liberación de nuestro yo que nos convierte –en palabras de González Serrano- en “un avolitivo (willenlos) sujeto cognoscente: en un prístino y desinteresado espejo de la realidad, en un eterno ‘ojo cósmico’ (Weltauge)”.
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Los fragmentos recogidos en Parábolas y aforismos se agrupan por temas: vida y muerte; sabiduría de vida; antropología y sociedad; sufrimiento y desamparo; filosofía, arte y naturaleza. La traducción reproduce con acierto la prosa de Schopenhauer, conservando su lirismo, transparencia e ingenio. El ogro de Danzig no era una plañidera, sino un dandi con el don de la palabra exacta y afilada. Su pesimismo no es lúgubre, sino luminoso y regocijante. A fin de cuentas, si la vida es una comedia, ¿lo más inteligente no será filosofar con un rictus jocoso y un tono hilarante? Schopenhauer nos recuerda una frase de Rabelais: “reír es lo propio del hombre”. La voluntad actúa como una fuerza mecánica y solemne. En cambio, el pensamiento es creativo, lúdico y escéptico. Buda sonríe. Su gesto no es pueril, sino deliberado, pues nace de la sabiduría. La sexualidad es el instrumento de la voluntad para reproducirse. En un flirteo hay gracia y ligereza; en el coito, por el contrario, el ser humano gruñe y bufa. En la entrada de los burdeles de Pompeya había una inscripción debajo de la imagen de un falo: “aquí mora la felicidad”. No es una reflexión desatinada, pero lo cierto es que si golpeáramos la puerta de los mausoleos y preguntáramos a los muertos si deseaban volver a la vida, todos declinarían la invitación. “Una vida feliz es imposible: lo máximo que el hombre puede alcanzar es una vida heroica”. Evidentemente, Schopenhauer no piensa en caudillos militares como Julio César o Napoleón, que sembraron Europa de sufrimiento y destrucción, sino en las figuras del sabio y el santo, a veces felizmente fundidas. El santo eclipsa la voluntad de vivir, reservando sus energías para la contemplación. Saber que el mundo está saturado de dolor e indignidad no inhibe su compasión. No juzga a los hombres por sus vicios o necedades, sino por su condición de seres menesterosos y sufrientes. Concentra su atención en “las penas reflejadas en sus ojos”, lo cual espanta a la reprobación moral y a la burla condescendiente. Podríamos decir que esa mirada indulgente es el imperativo moral de la filosofía de Schopenhauer. El deber nunca será un buen fundamento para la ética, pues sólo es un concepto y no un sentimiento. Por el contrario, la compasión brota del corazón y expresa una emoción sincera.
“La vida es un negocio cuyo beneficio no cubre ni con mucho los costes”, afirma Schopenhauer. Por eso, no es conveniente “entrometerse en ningún asunto serio”. En un carta dirigida a su madre, Johanna Henriette Trosenier, una escritora olvidada pero que gozó de gran éxito y con la que mantuvo una relación tormentosa, escribe: “No hay nada serio en la vida: lo que es polvo no tiene valor alguno”. Lo inteligente es ser “un mero espectador”. El hombre es un animal social. Necesita a los otros, pero le sucede lo que a los erizos cuando se juntan varios individuos. Se lastiman mutuamente con sus púas. Por eso, conviene guardar una distancia prudencial. Sólo quien posee “un gran calor interior” puede adoptar la vida del ermitaño, evitando provocar o sufrir daños. La amistad es un sentimiento elevado, pero “pertenece a ese tipo de cosas que, al igual que las enormes serpientes marinas, no se sabe si existen realmente o si se trata de fábulas”. No hay que esperar casi nada de los demás y no deben afectarnos las opiniones ajenas. La soledad puede parecer poco apetecible, pero es la única posibilidad de gozar de una auténtica libertad. Ser un ermitaño no significa descuidar los rasgos distintivos del hombre civilizado. La barba es algo natural. Por eso, es conveniente afeitarse. Del mismo modo, es recomendable cultivar el arte de la conversación, pero sin ignorar que se trata de una farsa: “A veces hablo con las personas al igual que el niño lo hace con su muñeco: aunque sabe que éste no le entiende, crea a sabiendas el grato autoengaño de que se da la alegría de la conversación”. En algunos momentos, Schopenhauer parece un cínico incurable: “Existen en la tierra paisajes hermosos; pero con los figurantes que en ellos aparecen todo va mal, de ahí que no haya que prestarles atención”. En cambio, en otras ocasiones habla como un idealista: “De igual modo que las antorchas y los fuegos artificiales palidecen y cesan de brillar ante la llegada del sol, el ingenio, el genio e igualmente la belleza quedan eclipsados y oscurecidos por la bondad del corazón”. No debemos olvidar su faceta de dandi intransigente con la vulgaridad: “Desde hace mucho tiempo profeso la opinión de que la cantidad de ruido que cada uno puede soportar sin incomodarse está en relación inversa a su inteligencia y puede considerarse como una medida aproximada de sus facultades”.
Schopenhauer pensaba que este mundo no podía ser la obra de un Dios bondadoso, sino de un diablo perverso. Sólo hay que reparar en la lucha por la vida que aboca a devorar o ser devorados. Schopenhauer cita el caso de esas grandes tortugas que salen del mar para poner sus huevos y son atacadas por perros salvajes. Los canes les dan la vuelta, rompen su caparazón y empiezan a comérselas cuando aún están vivas. Nos creemos superiores a los animales, pero sólo nos diferencia un leve barniz: “Los animales se devoran unos a otros, los seres civilizados se traicionan mutuamente: a esto llamamos el curso del mundo”. Nos creemos libres, pero en realidad somos marionetas movidos por los hilos de la voluntad. Debemos rebajar nuestra arrogancia y admitir que una simple mosca nos supera en muchos aspectos: “Deberíamos considerar a la mosca como a el símbolo de la insolencia y la desfachatez. Pues mientras todos los animales temen más que nada al hombre y ya de lejos escapan de él, la mosca se le posa en la nariz”. La vanidad quizás es un sentimiento natural, pero es intolerablemente ridícula y no soporta el escrutinio de la intimidad. “Nadie es un héroe para su ayuda de cámara”. Si buscamos algo sublime, no perdamos el tiempo con fantasías sobre nuestra persona. Un buen poema nunca defrauda, pues “la poesía es la imagen de lo eterno en el mundo”. En cambio, “la novela es un mero capítulo de la patología del espíritu”. En ningún caso debemos incurrir en el vicio de la erudición, pues “acudir constantemente a pensamientos ajenos […], tiene que paralizar a la larga la capacidad de pensar”.
Schopenhauer prefiguró las teorías de Freud sobre la libido, preparó el camino a Nietzsche para llevar a cabo la demolición de los trasmundos, acercó la sabiduría oriental a Occidente y elaboró una ética que contemplaba el bienestar animal. Su pesimismo es fecundo, su misantropía está trufada de compasión, su materialismo culmina en una exaltación del espíritu. Schopenhauer es un humanista que desconfía de las masas, un filósofo que desprecia el saber académico, un asceta que aspira a una eternidad impersonal. Su pedagogía es un ejercicio de libertad contra la tiranía del instinto. Su ateísmo no desemboca en una feroz apología de la voluntad, sino en un lúcido elogio de la razón, que nos libera de la esclavitud de las pasiones. Carlos Javier González Serrano expresa con atinadas palabras el concepto de dignidad humana en Schopenhauer: “Como seres portadores de inteligencia, somos capaces de abstraernos, si bien momentáneamente, del funesto imperio de nuestra libertad individual (sujeta a deseos, querencias, anhelos) y convertirnos en sujeto puro de conocimiento, elevándonos a una consideración ‘objetiva’ (pura) del mundo, no contaminada por nuestra voluntad”. Borges afirmó que era una temeridad atribuir al lenguaje la capacidad de explicar el universo, pero presumía que algunas teorías se aproximan más que otras a la verdad. “Sólo en la que formuló Schopenhauer he reconocido algún rasgo del Universo”, afirma. El “ogro de Danzig” no pretendió agotar el cosmos, como Hegel, pero nos legó una filosofía de la vida que nos ayuda a soportar las imperfecciones del mundo. Yo cada vez que leo una de sus páginas tengo la sensación de escuchar el sexto movimiento de La Canción de la Tierra, de Gustav Mahler, recordándonos que la única patria posible es nuestro corazón solitario.