Arrojado al nicho de los clásicos que ya sólo despiertan el interés de los historiadores de la literatura, Azorín parece abocado a un olvido progresivo. Ese destino coincide con la crisis de la conciencia nacional que afecta a nuestro país desde los años 70 del pasado siglo, cuando el patriotismo se asoció a la dictadura franquista, extendiendo una sombra de sospecha sobre cualquier manifestación de aprecio hacia la cultura española. Amante del paisaje de Castilla y de sus clásicos literarios, Azorín ha sido acusado de ser un autor reacio a la modernidad. ¿Verdaderamente es así? Admirador de la cultura francesa y con escasa simpatía hacia los clásicos del siglo XVII, Azorín no es un reaccionario, pero sí un español apasionado. Su obra despunta en un momento de perplejidad y pesadumbre sobre el porvenir de España que agrupó a varios autores en un impulso de regeneración nacional. No se trata tanto de nostalgia del pasado imperial como de miedo a un proceso de desintegración. Aunque Ortega y Gasset pertenece a la Generación del 14, sintetiza magistralmente en España invertebrada (1921) las inquietudes de los noventayochistas, reclamando el liderazgo de una “minoría egregia” capaz de superar la división social y regional con un “sugestivo proyecto de vida en común”.
No parece casual que el primer libro de Ortega se titule Meditaciones del Quijote (1914). De hecho, se puede interpretar como un gesto de continuidad con respecto a la Generación del 98, donde proliferan los estudios sobre el clásico cervantino, símbolo permanente de las paradojas, virtudes e insuficiencias del genio español. En su relación con el Quijote, Azorín evitará los pronunciamientos solemnes, inclinándose por la perspectiva del viajero que reproduce los pasos del hidalgo enloquecido por los caminos y pueblos de la Mancha. No pretende ser exhaustivo, sino veraz y consistente, captando lo esencial. Y lo esencial no es el dato arqueológico, sino la vivencia, la experiencia interior forjada al calor del contacto físico, sensual, con un paisaje donde los grandes espacios vacíos siempre insinúan un sentido trascedente. Azorín nunca es directo. Eso no significa que hable de forma equívoca, oscura o ambigua. Algunos afirman que en su caso el hombre se esconde detrás del escritor, pero su minimalismo conceptual, su resistencia a expresar convicciones, no es una forma de huida de la realidad, sino la consecuencia de un pudor existencial que busca lo último y fundamental en lo pequeño e insignificante. Azorín es un “escritor de estructura fría”, por utilizar una expresión de Julio M. de la Rosa, un creador humilde y tenaz que concibe la literatura como un “valor absoluto”. Se puede afirmar que su obra es un quijotismo sereno que vela las armas de unas letras donde se conjugan tradición y modernidad. La ruta de Don Quijote aparece en 1905, coincidiendo con el tercer centenario de la primera parte de la novela de Cervantes. Azorín no actúa tanto por oportunismo como para manifestar su adhesión a una obra que funde ensoñación y desengaño, fervor y desaliento. Las peripecias del caballero andante y su escudero no acontecen en paisajes ubérrimos y frondosos, sino en sencillos pueblos con ventas humildes, casitas blancas y caminos polvorientos. Azorín siente la necesidad de acercarse una vez más a esas pequeñas poblaciones que viven al margen del vértigo y el estrépito de las ciudades. Los pueblos parecen hechos a medida del hombre. En las grandes urbes, el riesgo de deshumanización es mucho mayor, pues el otro deviene multitud, masa, y el individuo acaba aislado, naufragando en una dolorosa sensación de irrealidad. En los pueblos, el otro es el vecino al que se saluda por la calle, no una sombra desconocida y anónima.
En las primeras páginas de La ruta de Don Quijote, Azorín observa la maleta que le acompañará en su viaje por las planicies de Castilla. La escritura y el movimiento son sus mejores aliados, la tabla de salvación que le permite librarse temporalmente del cansancio, el hastío y la tristeza. Encerrado en el cuarto diminuto y austero de una pensión, siente una vez más la necesidad de marcharse a los pueblos, a esas pequeñas villas de la Mancha circundadas por prodigiosas estepas donde el alma experimenta una ilimitada libertad y un pálpito de eternidad. Su patrona, doña Isabel, encarnación “neta y profunda de la España castiza”, piensa que los libros y los papeles que escribe lo están matando. No cita a Don Quijote, enajenado por los libros de caballería, pero en su visión de las cosas se advierte esa sobreabundancia de sensatez del ama y la sobrina del hidalgo, tan reacias a las aventuras del espíritu y los excesos de la imaginación. Azorín no se considera un caballero andante, sino un periodista, un cronista del flujo de la vida, que intenta recuperar el tiempo perdido. No es un paladín con lanza y adarga, pero su existencia es “un combate inacabable, sin premio, por ideales que no veremos realizados…”. No intenta atribuirse importancia, sino elogiar el ideal que impulsó a Don Quijote y a todos los que no se resignan a vivir en la apatía y el conformismo. Azorín traza su autorretrato con escasas y discretas palabras: “yo soy un pobre hombre que, en los ratos de vanidad, quiere aparentar que sabe algo, pero que en realidad no sabe nada”. No es un héroe, sólo un testigo de la frustración de una nación que mira hacia atrás, intentando comprender las causas de su decadencia, desánimo y escaso aprecio por sí misma.
El primer pueblo que visita Azorín es Argamasilla de Alba, donde Cervantes pasó un tiempo encarcelado y tal vez escribió parte del Quijote. Se ha levantado a primera hora de la mañana en un Madrid antipático e inhumano, con las calles desiertas y silenciosas. En ese vacío se apreciaba con insoportable nitidez “todo lo que tienen de extrañas, de anormales”, las grandes urbes, con sus frías simetrías y sus esquinas sin misterio. La pesadumbre ha comenzado a ceder al llegar a la estación de tren: “¿No sentís vosotros una simpatía profunda por las estaciones?”. En esas fechas, Azorín es ante todo un viajero, un espíritu de paso, un hombre que sólo respira cuando está en movimiento. No importa demasiado el destino. Lo esencial es huir de la quietud y la melancolía, del tiempo que nos devora. Viajar es una forma de adelantarse a la muerte, de sortear los abismos que nos amenazan. Esa necesidad de peregrinar hacia otros lugares convive con una paradójica tendencia al enclaustramiento. Es un peregrino, sí, pero con un espíritu que anhela el silencio de los claustros y el recogimiento de las celdas monásticas. Mientras avanza por la llanura amarillenta de la Mancha, Azorín se topa con una tosca cruz de piedra, que manifiesta de forma inequívoca el carácter trágico y agónico del paisaje castellano, donde no es posible ignorar la fragilidad de la condición humana y su anhelo de trascendencia. Al llegar a Argamasilla, el escritor se cruza con “una dama fina, elegante, majestuosa, enlutada”. Es la primera señal de identidad de una España que preserva sus vínculos con el pasado y mira hacia el cielo. Una España que se sueña eterna, pero que vive en el tiempo. Al igual que en el siglo XVI, perdura la angustia, la inquietud, el miedo, el desasosiego, “la hiperestesia sensitiva”. El ambiente de Argamasilla está dominado por “una resignación secular”. No se aprecia “la movilidad y el estruendo de las mansiones levantinas”. El “reposo profundo” de la Mancha es castizo, español, místico. En cambio, en los pueblecillos de Levante aletea una alegría sensual, pagana. Castilla es tierra de “grandes voluntades”. En sus campos, ásperos y desnudos, se han forjado personalidades “poderosas, tremendas”, espíritus solitarios y anárquicos que han protagonizado grandes gestas, surcando océanos y adentrándose en territorios desconocidos. Esa ambición contrasta con la morosidad de las horas en Argamasilla, donde el tiempo discurre lenta, plácidamente, propagando un dulce sopor. Quizás este contraste explica la aparición de hombres extraordinarios: “Decidme, ¿no es éste el medio en que florecen las voluntades solitarias, libres, llenas de ideal –como la de Alonso Quijano el Bueno-; pero ensimismadas, soñadoras, incapaces, en definitiva, de concentrarse en los prosaicos, vulgares, pacientes pactos que la marcha de los pueblos exige?”.
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Las buenas gentes de Argamasilla son cercanas y amables, muy diferentes a ese pueblo embrutecido y cerril que retrata Baroja en Camino de perfección (1902) o El árbol de la ciencia (1911). Entre los vecinos más notables de la localidad, hay médicos, farmacéuticos y eruditos. Todos parecen surgir de la delicada penumbra de El entierro del conde de Orgaz (1587), con esa espiritualidad que llamea frente al misterio de la muerte. Entre sus viejas figuras de hidalgos castellanos, se aprecia “un hálito de arte, de patriotismo”. El campesino no es menos digno. Lleva en su interior un espíritu aristocrático, una dignidad sencilla y de hondas raíces. La hidalguía y la nobleza sobreviven malamente en una época dominada por un pragmatismo grosero, que aboga por el progreso material y olvida el espíritu: “¿No sentís –pregunta Azorín- una profunda atracción hacia esas vidas que se han parado, hacia estos espíritus que –como quería el filósofo Nietzsche- no han podido sobrepujarse a sí mismos?”. Azorín, pequeño filósofo, se pregunta si el pasado y el futuro no son entelequias y, en realidad, vivimos en un presente eterno. En la Mancha, el tiempo parece atrapado por un sueño de perennidad.
Azorín imita a Alonso Quijano, saliendo al campo con expectativas de aventura, pero con una mentalidad distinta. No se plantea vengar agravios ni luchar contra gigantes, sino disfrutar de la llanura inmensa y la remota línea del horizonte. El paisaje es monótono y árido, pero su dureza despierta en el espíritu “un ansia indefinida, inefable”. Es un espectáculo que alimenta las quimeras y las ensoñaciones. Azorín visita los restos de la venta donde Don Quijote veló sus armas. Después, sigue el curso del Guadiana hasta llegar a “un batán, mudo, envejecido, arruinado”. Es el batán que paralizó de terror al caballero y su escudero, aprovechando la oscuridad de la noche. Lo real es potencialmente maravilloso. Para convertir algo prosaico en un prodigio, sólo necesita un pequeño malentendido y una pizca de fantasía. La cueva de Montesinos no tiene nada de extraordinario, pero la imaginación de Don Quijote la transforma en un lugar mágico. El idealismo es una poderosa fuerza. Aldonza Lorenzo es una muchacha vulgar, pero la mente incendiada del viejo hidalgo la convierte en una princesa. Sucede lo mismo con los molinos de viento, hoy vetustos y anacrónicos, pero en el siglo XVI máquinas inauditas que suscitaban pasmo y admiración. Quizás esa fue la causa de que Don Quijote los confundiera con titanes. Las invenciones que despertaban asombro son cosa del pasado. Azorín no oculta la decadencia de la Mancha. En El Toboso, muchas casas se han desplomado y reina un triste silencio. Sin embargo, sus escasos habitantes no han perdido el orgullo y aseguran que Cervantes, al que llaman familiarmente “Miguel”, nació en la Mancha y no en Alcalá de Henares.
La ruta de Don Quijote es una exaltación de la Mancha, con su “vivir doloroso y resignado”. Recrea el paisaje de lo que hoy se llama la España vacía, despoblada, con sus pueblos dormidos y sus gentes inactivas: “nadie hace nada; las tierras son apenas rasgadas por el arado celta; los huertos están abandonados”. Sin embargo, la capacidad de soñar permanece intacta, viva. Los más viejos hablan de apariciones y prodigios. Circulan leyendas y viejas historias que no cuentan cómo fueron las cosas, sino cómo se soñaron. Es comprensible, pues “¿no es ésta la patria del gran ensoñador Alonso Quijano?”. España sólo recobrará la confianza en sí misma, rescatando “aquel amor al ideal”, que implicaba “audacia” y una “vena soñadora”. Son cualidades indispensables “para la realización de todas las grandes y generosas empresas humanas, y sin las cuales los pueblos y los individuos fatalmente van a la decadencia…”. En La ruta de Don Quijote se cumple uno de los grandes méritos de la literatura de Azorín: concertar a las personas, los paisajes, las historias, en un latido espiritual que desborda las costuras de lo real. No se limita a pintar lo moderno como antiguo, ni a describir a las personas como cosas, creando un mundo ficticio, artificial. Apunta la existencia de otro mundo, que puede intuirse en un camino que serpea, un humilde arriero descansando bajo la sombra de un árbol o un muro semiderruido. Apenas se ha explorado la dimensión sobrenatural de la literatura de Azorín. No está de más recordar su devoción por Santa Teresa de Jesús, que percibía el mundo como un Libro. La carmelita no se refería a una obra impresa, sino a esa Vida que sólo puede explicarse como una creación del Espíritu. Para Azorín, la vida es un libro y el libro, vida. Su prosa lenta y primorosa no es un simple canto a lo vulgar e insignificante, sino una exaltación de un infinito que sólo atisbamos cuando caminamos por un pueblo sumido en un silencio conventual o por una llanura que revela su inmensidad bajo la primera luz de la mañana.
Azorín no pretende ser el cronista de las pasiones humanas. Su castidad no un tributo al buen gusto, sin la expresión del anhelo de trascender el tiempo. Ese impulso explica la inexistencia de tramas novelescas, trufadas de hechos abocados al olvido. El tiempo es una hoz que siega sin descanso. Nada se libra de su filo implacable. En 1902, Azorín escribe en La voluntad: “Creo que la vida es un mal y que todo lo que hacemos para acrecentarla no sirve más que para proseguir esa continua agonía del átomo perdido en el infinito”. La perspectiva nihilista se atempera con los años, pero persiste cierta melancolía y “un pesimismo suave”. En 1907, publica “La oración del poeta” en las páginas de Blanco y Negro: “Señor, dame para descansar una casa tranquila. Mi cerebro ha trabajado mucho; mis nervios están desechos; no tengo ya, Señor, ilusiones de nada”. Todo lo contingente le parece falaz, desdeñable, trivial, salvo cuando se contempla con la mirada del que aguarda otra vida, exenta de imperfecciones. Es difícil concebir ese escenario, pero unos ojos atentos y despiertos pueden intuirlo por medio de una contemplación ascética y sensual: “Dame, Señor, una casa tranquila en el campo. Yo quisiera tener en ella unos pocos árboles verdes; si esta casa da al mar, yo comprenderé mejor a cada momento la inmensidad de lo infinito”. La prosa de Azorín delata el deseo de anonadar el yo, de aniquilar el principio de individuación, que desliga al ser humano de todo, alejándole del origen y oscureciendo la posibilidad de una finalidad que soporte el devenir. El escritor no se esconde, ni fosiliza lo real. Su pudor no es timidez, sino ansia de fundirse con algo superior, donde el yo ya no es un átomo flotando en una marea de irrealidad: “Señor, deseo pasar el resto de mis días, olvidado de todos, oscurecido, sin que nadie me nombre, sin que nadie me escriba”.
La sombra del quietismo circula por la prosa de Azorín. El quietismo es la última página de la mística española. El Quijote se nutre del erasmismo, pero desemboca en el desengaño barroco. El humanismo renacentista se malogra por culpa de una sociedad que oscila entre la picaresca y la hipocresía, mofándose de la verdad y la belleza. El Quijote es el relato de una derrota, la crónica de un ideal escarnecido por la historia. Azorín recrea esa conciencia de fracaso. Su prosa lucha contra el tiempo, que simula movimiento para ocultar su naturaleza destructora. Su propósito es congelar la realidad para mostrar su vocación de permanencia. No hay que inventar ficciones, sino explorar minuciosamente lo real para atrapar lo esencial e inmutable. El arrebato místico no es un rapto, sino un instante de lucidez que se alcanza mediante la observación paciente y perseverante. En la Mancha, tan monótona y anodina, hay destellos de eternidad, pero sólo se revelan al que mira las cosas con espíritu paciente y humilde. Azorín celebra la naturaleza con piedad franciscana, sin desdeñar nada, por insignificante que parezca. Detrás de una suave ondulación se esconde un prodigio. Puerto Lápiche surge del rojo sombrío del llano, corriendo por un suave declive. La tarde muere entre casas blancas, insinuando que la oscuridad sólo será un tránsito. La vida no se extingue. El cambio es ilusorio. Como escribe María Zambrano en El hombre y lo divino, “la verdad nos espera en el futuro”.
Azorín es un literato, pero su prosa es la de un pintor que busca la composición feliz capaz de inmortalizar el instante. Su obra se lee, pero sólo se aprecia en toda su complejidad cuando se recorre con la mirada reservada a las creaciones visuales. El entierro de Ornans (1849), de Gustave Courbet, fascinaba a Azorín. Courbet desdeña el romanticismo y el clasicismo, basándose exclusivamente en la observación natural. Es el método de trabajo del alicantino, que resumió su obra con una frase breve y enormemente precisa: “He intentado no decir sino cosas sencillas y directas”. La literatura española de nuestros días está muy alejada de las inquietudes de Azorín. La juventud insatisfecha de las primeras décadas del siglo XXI muestra escasa simpatía por una rigurosa ascética de la observación. Se ha dicho que Azorín nunca llegó a la médula de la realidad, que se limitó a describir su superficie, pero al releer La ruta de Don Quijote yo he sentido que bajaba hasta lo más hondo de nuestra historia. No leer a Azorín significa desaprovechar la lección un autor que redescubrió nuestros clásicos y nos enseñó a amar el paisaje de España.