'Uno, dos, tres': Billy Wilder en el país de los soviets
'Uno, dos, tres' nos enseña que una comedia puede ser una de las armas más eficaces contra los enemigos de la libertad
En los años ochenta, la facultad de Filosofía de la Universidad Complutense se hallaba repleta de alumnos parecidos a Otto Ludwig Piffl, jóvenes airados que creían con fervor en la perversidad intrínseca del capitalismo. En el bar, quizás el espacio más frecuentado por los estudiantes, se podía escuchar que el Estado del bienestar era insuficiente, que no había que descansar hasta consumar la revolución del proletariado. El marxismo no se interpretaba como una opción política más, sino como una religión secularizada con dogmas infalibles. Atreverse a discrepar o mostrar alguna reticencia, te convertía inmediatamente en un enemigo de la humanidad. Otto Ludwig Piffl es un personaje de Uno, dos, tres, la hilarante comedia de Billy Wilder estrenada en 1961. Interpretado por el actor alemán Horst Buchholz, no lleva calcetines ni calzoncillos, pues considera que ambas prendas son un signo de decadencia burguesa. Estudia para ser ingeniero de cohetes en la República Democrática Alemana y sueña con vivir en Moscú, la nueva Jerusalén de la utopía socialista. Aunque se declara pacifista, fantasea con el Ejército Rojo desfilando por todas las capitales de Europa. Su único patrimonio es un ajedrez y doscientos libros de indigesta teoría marxista.
Uno, dos, tres está protagonizada por C. R. “Mac” MacNamara (James Cagney), un directivo de Coca-Cola destinado a Berlín occidental. Su sueño es introducir el refresco en la Unión Soviética, lo cual le catapultaría a Londres, donde ocuparía el puesto de director general de la compañía en Europa. MacNamara está casado con la sarcástica Phyllis (Arlene Francis), que le ha dado dos hijos, pero flirtea con su secretaria, Fräulein Ingeborg (Liselotte Pulver), una rubia explosiva y risueña. Todo le sonríe hasta que le llama desde Atlanta su jefe, W.P. Hazeltine (Howard St. John), para comunicarle que su hija Scarlett (Pamela Tiffin) –“una criatura inocente”- vuela hacia Berlín. Es una joven de diecisiete años y deberá cuidar de ella durante quince días. Scarlett no es una criatura inocente, sino una adolescente alocada y enamoradiza que se mete en un lío tras otro. Las dos semanas se convertirán en dos meses. Scarlett empieza a visitar museos y acudir al teatro. Su sorprendente cambio se debe a que ha iniciado un romance con Otto Piffl, con el que contempla los sputniks desde las azoteas. Se han casado clandestinamente y planean viajar a Moscú para adquirir la condición de ciudadanos soviéticos. Cuando W.P. Hazeltine anuncia que vuela hacia Berlín occidental con su esposa para reunirse con su hija Scarlett, MacNamara siente que se abre un abismo bajo sus pies. El matrimonio entre un comunista y la rica heredera de un magnate de la Coca-Cola desatará en Atlanta un cataclismo más devastador que el terremoto de San Francisco. El monumental enredo provocará infinidad de situaciones cómicas donde despunta el genio de Billy Wilder y su fiel colaborador I. A. L. Diamond, uno de los guionistas más brillantes del Hollywood clásico. Uno, dos, tres contiene golpes de humor francamente memorables. Cuando Otto descubre que en la Unión Soviética hay injusticia y opresión, pregunta desesperado: “¿Es que todo el mundo está corrupto?”. “No lo sé –contesta el comisario soviético Peripetchikoff (Leon Askin)-. No conozco a todo el mundo”. En esta ocasión, el humor no es un simple alarde de ingenio, como en la descacharrante Con faldas y a lo loco, sino una forma sumamente inteligente de abordar la situación política en el mundo. Billy Wilder y I. A. L. Diamond se muestran implacables con el pasado nazi de Alemania y con el totalitarismo soviético, pero sin ocultar la majadería y petulancia de la cultura estadounidense. Schlemmer (Hans Lothar), el fiel secretario de MacNamara, no logra reprimir su tendencia a cuadrase y hacer sonar los tacones cada vez que recibe una orden. Cuando su jefe se lo recrimina, responde que es por culpa de la democracia, que ha debilitado la autoridad, despertando en los espíritus una inclinación espontánea a la rebeldía. Schlemmer asegura que pasó la guerra en el metro y que ni siquiera conocía la existencia de ese tal Adolf por el que le pregunta. Cuando más adelante sale a relucir que perteneció a las SS, alega que trabajaba en la cantina como repostero. Y que, además, era un mal repostero. Billy Wilder y I. A. L. Diamond ponen en el dedo en una llaga que se extiende hasta nuestros días. Durante décadas, Alemania mantuvo la ficción de que se desconocía la existencia de los campos de exterminio. Ahora sabemos que en la calle se hacían chistes sobre las cámaras de gas y se contemplaba con indiferencia la deportación de los judíos. La resistencia a reconocer que el hombre común había participado en el genocidio de los judíos y otras minorías impidió durante mucho tiempo comprender lo que Hannah Arendt llamaría “la banalidad del mal”. El mal siempre es mediocre y anodino. Sus ejecutores son hombres como Schlemmer, que en otras circunstancias habrían pasado por ciudadanos ejemplares.
Billy Wilder y I. A. L. Diamond elogian la democracia estadounidense, pero ridiculizan el patriotismo de cartón piedra. En el despacho de MacNamara hay un reloj de cuco con el tío Sam agitando la bandera cada vez que suenan las horas. Es un regalo de sus empleados que expresa perfectamente la frivolidad de una sociedad satisfecha y autocomplaciente. Cuando tres delegados rusos ofrecen una gira del ballet ruso a cambio de la “pausa que refresca”, MacNamara contesta: “Por favor, cultura no. Dinero”. W.P. Hazeltine es un anticomunista furibundo, con modales de granjero y sombrero de cowboy. Se enfada muchísimo cuando le sirven ensaladilla rusa y piensa que la guerra con el comunismo es tan inevitable como necesaria. Su ignorancia corre paralela a su fortuna. Su mujer lleva visón, pero no conoce a otro aristócrata que a Duke Ellington. Gimotea a menudo y se deja impresionar por cualquier signo de distinción, como hablar francés. Vive fuera del mundo. No se entera de nada y no le interesa alterar esa circunstancia feliz. MacNamara es ambicioso y carece de escrúpulos, pero de vez en cuando suelta una frase aguda. Cuando Otto, desengañado con el comunismo, exclama que sería mejor aniquilar a la raza humana y empezar desde cero, le tranquiliza paternalmente: “No te pongas así. Un mundo que ha sido capaz de crear el Taj Mahal, a William Shakespeare y la pasta dentífrica algo bueno tendrá”. Pese a sus críticas al pasado nazi de Alemania y a la arrogancia de la cultura estadounidense, Billy Wilder y I. A. L. Diamond reservan su artillería gruesa para desmontar el paraíso socialista. Los tres delegados soviéticos son un inequívoco guiño a Ninotchka (Ernst Lubitsch, 1939), donde aparecen otros tres personajes similares. Rudos, intrigantes y ataviados con trajes pasados de moda, no ocultan su interés por Fräulein Ingeborg. Según sus palabras, las mujeres rusas tienen forma de samovar. En cambio, la secretaria de MacNamara es una valkiria de caderas ondulantes y cintura de avispa. El comisario Peripetchikoff desertará para lograr sus servicios, convirtiéndose en un próspero hombre de negocios. No le pesará la conciencia, pues sabe que huye de una dictadura despiadada.
Otto no es menos ridículo que los tres delegados rusos, pero cree sinceramente en las bondades del comunismo. Cuando conoce a Scarlett, le escupe en la cara que es el típico parásito capitalista. Ella, lejos de ofenderse, se enamora perdidamente de él, anonada por su ardiente retórica. Después de dos meses de lavado de cerebro, la hija del magnate de la Coca-Cola se convierte en una revolucionaria. Pide que África sea para los africanos, pese a que no sabe ni dónde está en el mapa, y acepta que sus padres, dos viles explotadores imposibles de reeducar, sean eliminados por el bien del pueblo. Eso sí, piensa mantener su suscripción de Vogue y Reader’s Digest cuando se instale en un miserable apartamento colectivo en Moscú. Otto no se cansa de soltar arengas. Cuando conoce a MacNamara, no esconde el desprecio que le produce el capitalismo: “Es como una sardina muerta y podrida en la basura. Reluce, pero apesta”. Define su unión con Scarlett como “un feliz matrimonio socialista” y presume de anillos de boda, “forjados con el acero de un valiente cañón que luchó en Stalingrado”. Escupe sobre el dólar, sobre Wall Street y sobre Fort Knox. Solo se quita la gorra ante la tumba de Lenin y en los conciertos donde interpretan a Tchaikovsky. Gracias a una artimaña de MacNamara, será acusado de espía norteamericano y conocerá los brutales métodos de la policía de la República Democrática Alemana. La experiencia le ayudará a adaptarse rápidamente al estilo de vida capitalista, fingiendo ante sus suegros una procedencia aristocrática. MacNamara logrará que aprenda en unas pocas horas las reglas básicas de la civilización, asumiendo de entrada una abultada deuda. Transformarse en un caballero no es gratis. Para Otto, significará pasar por el peluquero, la manicura, adquirir ropa cara, un lujoso coche y falsificar su pasado, aceptando ser adoptado por un conde caído en desgracia. Destruir el capitalismo parece muy estimulante si careces de patrimonio y posición social, pero cuando te casas con una riquísima heredera, empiezas a pensar que las fantasías revolucionarias son una solemne tontería. Aunque Uno, dos, tres se estrenó siete años antes del Mayo del 68, parece responder a la marea revolucionaria que sacudió a Europa y Estados Unidos. Nos viene a decir que el capitalismo tiene cosas malas, sí, pero es indiscutible que ha producido prosperidad y bienestar. Los obreros de Estados Unidos, Gran Bretaña o Alemania disfrutan de unas condiciones de vida infinitamente mejores que los de los países comunistas. De hecho, en el paraíso de los trabajadores no había sindicatos libres ni derecho de huelga. La izquierda revolucionaria se alimenta de mitos y distorsiones, cerrando los ojos ante todo lo que desmiente sus quimeras. Falsificar la realidad parece más tolerable que asumir el fracaso histórico y político del comunismo.
El radicalismo de Otto se extingue con su ascenso social. Algo parecido sucedió con los estudiantes universitarios que abrazaron el comunismo en los años setenta, justificando las acciones terroristas de las Brigadas Rojas o la Baader-Meinhof. Con la crisis de 2008, resucitó el radicalismo de izquierdas y aún soportamos su beligerancia, cuestionando las virtudes de las democracias formales. Austríaco y judío, Billy Wilder perdió a su madre en Auschwitz. En 1934, huyó a París y, algo después, a Estados Unidos. Sus comienzos como cineasta fueron muy duros. Compartió apartamento con Peter Lorre. Conoció el hambre y el riesgo de desahucio por no poder pagar el alquiler. Su experiencia le mostró con dolorosa nitidez las insuficiencias del capitalismo, pero su éxito posterior le hizo comprender que la oportunidad de progreso es muy real y no simple demagogia. La demagogia estaba en el otro lado, en los totalitarismos de distinto signo. La libertad es el principal logro de la historia de la humanidad. Los totalitarismos intentan destruirla desde distintos frentes, pero su empeño se tambalea cuando se topan con el humor. Uno, dos, tres nos enseña que una comedia puede ser una de las armas más eficaces contra los enemigos de la libertad. Los tiranos nunca sonríen porque saben que la risa es muy humana y no transige con la solemnidad. El frenético guión de Billy Wilder y I. A. L. Diamond es una vigorosa andanada contra la intransigencia ideológica. “Esa partitura –recomiendan sus creadores- debe interpretarse moltofurioso. Velocidad aconsejada: 110 millas a la hora en las curvas y 140 en las rectas”. Quizás esa es la razón por la que se escogió como banda sonora la “Danza del sable” de Aram Jachaturián, con su ritmo endiablado. Uno, dos, tres ha envejecido muy bien. Sigue siendo una lección de cine y de libertad. Billy Wilder no llegó a viajar al país de los soviets, pero captó su atmósfera turbia y grotesca, dejándonos una película que contiene un lema imbatible para neutralizar cualquier tentación totalitaria: “Vodka, caviar y más rock and roll”. Es lo que pide el comisario Peripetchikoff para negociar con MacNamara. Las ideas más recalcitrantes no pueden soportar la competencia de unos grados de alcohol, un buen manjar y una música electrizante.