Platón fue un místico. Así lo creía Simone Weil. Su obra es una manifestación de fe. No en el Dios cristiano, que no conoció, sino en la profundidad del ser, cuya matriz última solo puede conocerse por medio de la razón. Es imposible deslindar su figura de la de su maestro, Sócrates, que se bautizó a sí mismo como el “tábano de Atenas”. Su ironía, que desmontaba con implacable rigor los argumentos de sus adversarios, no brota de la insolencia, sino del propósito de enseñar a los hombres a ejercitar su propia razón, tal como señaló Condorcet en su Esbozo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano. Es imposible averiguar hasta qué punto Platón atribuyó teorías propias a Sócrates. Platón es un misterio. Conocemos bastantes cosas sobre su vida, pero muy pocas de su intimidad. Aparentemente, no se casó ni tuvo hijos. O tal vez ni siquiera lo mencionó, por considerarlo irrelevante. Tampoco podemos descartar la posibilidad de que abrazara un ideal ascético para consagrar todo su tiempo al estudio. Quizás, pensó que los lazos sentimentales solo eran un estorbo. Diógenes Laercio nos contó que su verdadero nombre era Aristocles y que Platón era un apodo, que significa “el que tiene las espaldas anchas”. Se lo puso su profesor de gimnasia. Nadie cuestiona la importancia de su filosofía, una bisagra entre Occidente y Oriente. Es conocida la frase del filósofo y matemático inglés Alfred Whitehead, según el cual la historia de la filosofía europea solo es un conjunto de notas a pie de página del pensamiento de Platón.
Platón, que elaboró tantos mitos, ya es un mito, como Sócrates o Aristóteles. Todos caminaron por la historia, pero ahora lo hacen por esa Academia celeste pintada por Rafael Sanzio, indicándonos que el centro del saber es un eterno debate entre la tierra y el cielo, la caducidad de la materia y la perennidad del espíritu. Coleridge dijo que todos los hombres nacen platónicos o aristotélicos. Yo, sin negar el genio de Aristóteles, me siento más cerca de Platón. En su Oda a un ruiseñor, John Keats escribió: “Pero tú no naciste para la muerte, ¡oh, pájaro inmortal!”. Pienso que el canto del ruiseñor triunfará sobre la muerte. La belleza no es una ínfima mota en la corriente del ser. El devenir solo adquiere sentido sub specie aeternitatis.
Platón nació en Atenas en 427 a.C. De linaje aristocrático, nunca creyó en las bondades de la democracia. El primo de su madre, Critias, fue uno de los Treinta Tiranos. Platón siempre se mostró partidario de que gobernasen los mejores, una elite de sabios y guerreros. Se especula que fue alumno de Cratilo, seguidor de las enseñanzas de Heráclito. En 407 se produjo el acontecimiento capital de su vida: conoció a Sócrates. Durante ocho años, fue su discípulo. Sócrates le enseñó que la filosofía no es un certamen agonístico, sino una divagación de resultado incierto. Esa perspectiva no agradó a sus conciudadanos, que entendían el debate filosófico como un concurso entre oradores que arrojaba vencedores y vencidos. No comprendían que se pudiera discutir tan solo para tantear, explorar, esbozar, conformándose con un final infructuoso. Platón aprendió de Sócrates, “un samurái de la sabiduría, impasible, sencillo, sin afectación” (Yvon Belaval), que la filosofía es autodominio, una victoria sostenida sobre uno mismo. La sabiduría no es un saber positivo y empírico. Platón muestra a Sócrates buscando inútilmente una definición universal del valor (Laques), la piedad (Eutifrón) o la moderación (Cármides). En el Hipias mayor, no se atreve a definir la belleza, pues no sabe con claridad en qué consiste, y no oculta sus vacilaciones y dudas: “Ando errante por todas partes en perpetua incertidumbre”. Sócrates solo desea pasar a la posteridad como una comadrona que ayudó a alumbrar ideas. No presume de certezas, pero no es un hombre sin convicciones. Piensa que no hay que responder a la injusticia con otra injusticia. Hay que hacer el bien por sí mismo, sin esperar recompensa. No es pesimista. Entiende que solo el bien engendra alegría. La virtud no es una pasión triste. Nuestra naturaleza nos inclina a hacer el bien y solo cuando obedecemos ese impulso, logramos paz y serenidad. El mal solo es insuficiencia, carencia de bien.
Para sus contemporáneos, Sócrates fue un pez torpedo, que marea, paraliza y desconcierta, obligando a rectificar el rumbo. Su sabiduría les resultó una provocación con tintes de bufonada. Cuando en 399 fue acusado de ateísmo y de corromper a los jóvenes, y condenado a quitarse la vida con una copa de cicuta, Platón huyó a Megara, temiendo sufrir alguna clase de represalia. No presenció la muerte de Sócrates, pero reconstruyó sus últimos momentos en el Fedón, basándose en los testimonios de los testigos presenciales. En los años posteriores, Platón viajó a Egipto, la Cirenaica (una meseta situada en la costa noroeste de lo que hoy es Libia) y a la Italia meridional, donde se relacionó con los círculos pitagóricos. Se dice que Filolao le vendió los escritos secretos de Pitágoras. En esas fechas, comienza a escribir sus primeros diálogos: Apología de Sócrates, el Protágoras, el Gorgias, el Menón.
En 388 viaja a Siracusa para asesorar a Dionosio I, soñando con instruirlo hasta convertirlo en rey-filósofo, pero el tirano se harta de sus consejos y lo vende como esclavo. Rescatado por un amigo, vuelve a Atenas y en 387 funda la Academia, la primera gran escuela de la Antigüedad, con aulas y biblioteca. La institución se mantendría en funcionamiento hasta que Juliano I ordenó cerrarla en el 529 d.C., alegando que todas las escuelas paganas representaban un peligro contra el cristianismo. En esa época escribe sus grandes diálogos: el Fedón, el Banquete, el Fedro y comienza la República. A la muerte de Dionisio I, su sobrino Dión, habla con Platón y le pide que vuelva a Siracusa para educar a Dionisio II, el Joven. Cuando desembarca en la isla, descubre que Dión, caído en desgracia, ha sido desterrado. Platón se convierte en un huésped no deseado. Durante un año, vivió casi como un prisionero. De regreso en Atenas, escribió el Parménides, el Teeteto, el Sofista, el Político y el Filebo. Dionsio II, el Joven, invita de nuevo a Platón y este acepta. No podemos negarle el don de la tenacidad. El resultado será catastrófico. Confinado en una villa, Platón logra abandonar Siracusa a duras penas. Ya a salvo, declara que jamás volverá a inmiscuirse en cuestiones políticas. Sin embargo, su última obra, Leyes, que queda inconclusa, redunda en el asunto del gobierno de la polis. Muere en 347 a.C. Su vida sigue envuelta en el misterio. Quizás es el destino de los grandes hombres que rompen la monotonía del devenir histórico.
Platón nos dejó en sus diálogos un conmovedor y elocuente retrato de Sócrates, cuya filosofía es una invitación a vivir bien, es decir, con sabiduría y justicia. El hombre solo se separa del reino de los brutos cuando ejerce la razón. Aunque estaba en juego su vida, Sócrates no halagó ni suplicó al tribunal que lo juzgó, como solía ser costumbre. En su Apología, Platón nos cuenta que habló con el mismo tono irónico que empleaba en el ágora. Cuando le preguntan si no ha preparado su defensa, responde que su único alegato es su vida, enteramente dedicada a “considerar qué es lo justo y lo injusto” y a “practicar la justicia y a huir de la iniquidad”. No acepta las acusaciones de sofista, señalando que nunca ha cobrado por sus clases. Aclara que solo busca una sabiduría “a la medida del hombre”.
Sócrates no presumía de exponer teorías incontrovertibles. Solo compartía su perplejidad con los demás. Cuando Querefonte, ciudadano de notoria virtud, interrogó al oráculo de Delfos, preguntándole quién era el hombre más sabio, respondió que Sócrates, pues era el único hombre que comprendía la magnitud de su ignorancia. Ese reconocimiento es particularmente fecundo, pues constituye un irrenunciable punto de partida para avanzar hacia un saber libre de dogmas, absolutos y supersticiones. Sócrates atacó a la elite de Atenas: oradores, políticos, técnicos, hombres de negocios, poetas. Lo hizo porque apreció que no les movía el anhelo de verdad y belleza, sino una insaciable voluntad de poder. Su desafío no quedó impune, pues se le consideró un peligro para los intereses de las clases dominantes. En el juicio contra Sócrates, Meleto representa a los poetas, Licón, a los oradores, y Anito, a los políticos y hombres de negocios. No era fácil encontrar frentes vulnerables contra un hombre que no había acumulado riquezas ni privilegios. Su integridad y coraje eran su único patrimonio. ¿Por qué le consideran una amenaza? Porque los jóvenes lo escuchaban con fervor y lo imitaban, preguntándose si la polis está gobernada por los hombres apropiados. Porque removía las conciencias. Porque examinaba la tradición con una perspectiva crítica. Humano, demasiado humano, se equivocaba y rectificaba, sin sentir que se humillara por reconocer un error. Sentía un profundo amor por Atenas, pero ese sentimiento no oscurecía su mente. Pensaba que el afecto solo es fecundo cuando señala las imperfecciones. Un caballo brioso y de buena raza es torpe y pesado sin un tábano que lo pique y lo despierte.
Sócrates no deseaba tener discípulos, sino amigos. Su discurso es político y pedagógico, pero sobre todo es moral y filosófico. En la Apología, comenta: “Nunca he sido yo maestro de nadie. Pero si alguien tiene ganas de oírme cuando hablo y cumplo mi misión, sea joven o viejo, no se lo prohíbo”. Sócrates intenta desenmascarar lo falso, mostrando los abusos e inconsistencias de quienes se erigen en jueces y se atribuyen el poder de decidir sobre la vida de sus conciudadanos. La vida de Sócrates es un ejemplo de responsabilidad cívica y exigencia moral. No conspira ni se plantea utilizar la fuerza para hacerse con el poder. Únicamente invita a pensar, sacudiendo la ceguera que acarrea vivir apegado a la rutina y el conformismo. Cuando los jueces le plantean varias penas, rechaza todas las alternativas. No quiere ser un prisionero que vive a expensas de las arcas públicas. No tiene dinero para pagar una multa. No está dispuesto a cerrar la boca, pues se niega a desobedecer a la voz de su conciencia, a ese dios que le instiga sin cesar, obligándole a pensar y hablar. La posibilidad del destierro le resulta inaceptable: “¡Sí que iba a ser hermosa la existencia para mí, a mi edad, partiendo para el destierro, cambiando siempre de residencia, de ciudad en ciudad, expulsado de todas!”. Ser condenado a muerte no le preocupa. El alma es demasiado valiosa para acompañar al cuerpo en su proceso de putrefacción.
Confinado en una villa para que ejecute él mismo la sentencia, su amigo Critón lo visita, suplicándole que huya. Nadie lo perseguirá. Sócrates responde que su compromiso cívico le impide infringir la ley, aunque la pena impuesta sea injusta. Sócrates muere rodeado de sus amigos. Platón escribe con dolor que la polis acabó con la vida del mejor y más sabio de los hombres. Su injusto final será el punto de partida de su determinación de filosofar. No tardará en concluir que abominaciones como la condena de muerte contra su maestro solo podrán evitarse cuando los gobernantes sean filósofos. Su catastrófica experiencia en Siracusa le aconseja olvidar la política, pero no renuncia a su ideal del rey-filósofo. Eso sí, subraya que la filosofía no puede ser simple retórica, sino un pensamiento claro y consecuente. Por eso, no todos pueden participar en los asuntos de la política. Solo los mejores deben gobernar la polis. Sería deseable una sabiduría colectiva, pero esa esperanza es vana. La excelencia solo es una meta asequible para una exigua minoría.
En La sociedad abierta y sus enemigos, Karl R. Popper colocó a Platón entre los enemigos de la libertad, asegurando que utopía apuntaba hacia la dominación totalitaria. ¿Merece ese juicio? ¿Heredó esa perspectiva de Sócrates, su maestro? Sería absurdo juzgar el pensamiento de dos griegos de la Grecia clásica con el criterio de nuestro tiempo. Si lo hacemos, solo llegaremos a conclusiones grotescas. Lo cierto es que hoy nadie cuestiona la necesidad de una pedagogía selectiva que promocione a las inteligencias más notables para asumir la gestión de las áreas más complejas. Si se quiere rebatir a Sócrates y Platón, hay que impugnar la autoridad de la razón, invocando otros valores, como el genio irracional y la voluntad de poder. Es lo que hizo Nietzsche. La sombra de Sócrates ha llegado hasta nuestros días. Sus ideas aún nos ayudan a clarificar el presente. Erasmo de Rotterdam escribió: ¡Sancte Socrates, ora pro nobis! No se me ocurre ningún motivo para interpretar sus palabras como una hipérbole.