La esfera es la forma geométrica más perfecta, pero Pascal llegó a pensar que simbolizaba el horror. El geómetra que admiraba la simetría y la precisión tembló ante la idea de que Dios pudiera ser algo abstracto, una forma y no una persona. Las formas quizás son eternas, pues están a resguardo del tiempo, pero no abren las puertas de la inmortalidad personal. En “La esfera de Pascal”, un ensayo de Jorge Luis Borges incluido en Otras inquisiciones, leemos que “quizás la historia universal es la historia de unas cuantas metáforas”. Una de esas metáforas consiste en asimilar a la divinidad con una esfera. En el Corpus hermeticum o quizás en el Asclepio, dos obras atribuidas a Hermes Trimegistro, supuesto personaje histórico que amalgamó las enseñanzas del dios egipcio Tot y el dios griego Hermes, descubrimos una fórmula que será celebrada durante siglos: “Dios es una esfera inteligible, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna”. Esa esfera vivió confinada durante casi dos mil años en el universo cerrado de Aristóteles. Nicolás de Cusa, Copérnico y Kepler mostraron las falacias de esa imagen, preparando el advenimiento del universo abierto. El espacio infinito que exaltó Giordano Bruno como una liberación de las opresivas esferas del cielo ptolemaico solo provocó espanto en Pascal. Escribe Borges: “Pascal aborrecía el universo y hubiera querido adorar a Dios, pero Dios, para él, era menos real que el aborrecido universo. Deploró que no hablara el firmamento, comparó nuestra vida con la de los náufragos en una isla desierta. Sintió el peso incesante del mundo físico, sintió vértigo, miedo y soledad”. Al describir la naturaleza, Pascal manifestó su profunda desolación, impugnando una frase que había cautivado a las generaciones precedentes: “La naturaleza es una esfera espantosa, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna”. En versiones posteriores, nos recuerda Borges, tachó “espantosa”, quizás porque creyó que el enunciado no precisaba calificaciones. La mera descripción de lo terrorífico es suficiente para helar el corazón de los hombres.

¿Acertaba Borges al situar a Pascal en el terreno de la angustia? ¿Fue un hombre desgraciado? ¿Un escéptico que huyó de su desgarro interior, esforzándose en abrazar una fe de la que dudó hasta el final? Su hermana Gilberte, mujer de Monsieur Périer, escribió Vida de Monsieur Pascal, una breve biografía que dibuja una elocuente semblanza del geómetra enemistado con la imagen de la esfera. Pascal nació en Clérmont-Ferrand el 19 de junio de 1623. Desde niño, dio muestras de una asombrosa inteligencia. Cuando le preguntaban algo, respondía con brevedad y precisión, casi como si enunciara una ley física. Su talento no cesó de crecer con los años. Educado por su padre, Étienne, alto magistrado y notable matemático, nunca acudió a la escuela. Su madre, Antoinette Begon, murió cuando Blaise solo tenía tres años. Su padre se volcó en su educación, asumiendo ser su único maestro. La extraordinaria aptitud del niño para la geometría se manifestó antes de cumplir los doce años. Su padre había postergado la enseñanza de esta materia, concediendo prioridad al latín y el griego. El pequeño Blaise, que oía hablar a su padre de matemáticas con los amigos que lo visitaban, decidió aprender por su cuenta, dibujando con un trozo de carbón figuras sobre las baldosas de su cuarto. Desconocía los nombres de las figuras, pues su padre se obstinaba en ocultarle todo lo relacionado con la geometría, pero Blaise les asignó nombres alternativos. Llamó al círculo, redondel; a la línea, barra, y así con el resto de las figuras. Por este camino llegó hasta la trigésima segunda proposición del primer libro de Euclides. ¿Verdad o hipérbole? Lo cierto es que con dieciséis años el joven Pascal escribe un Tratado de los iconos, que cosechó los más altos elogios entre los amigos de su padre. Algunos compararon al precoz geómetra con Arquímedes. Indiferente hacia cuestiones como la fama y la gloria, Pascal desperdició la ocasión de publicar la obra. El talante jansenista, austero y desdeñoso hacia cualquier forma de vanidad, comenzaba a despuntar.

A los diecinueve años, Pascal inventa la primera máquina de aritmética. Su ingenio corría paralelo a la mala salud. Según Gilberte, “no pasó un solo día sin dolor” desde esas fechas. Cuando el malestar cedía, su ingenio se aplicaba a la investigación científica. Tras estudiar el experimento de Torricelli, ideó un nuevo experimento que demostraba de forma irrefutable el peso del aire, atribuido hasta entonces al vacío. Su último invento fue la ruleta. Antes de cumplir los veinticinco, concluyó que Dios era la única cuestión digna de estudio, resolviendo consagrar su inteligencia a los asuntos de la fe, pero sin internarse en el intrincado bosque de la teología. Le pareció mucho más necesario conocer y practicar la moral cristiana, buscando la perfección espiritual. Su determinación impresionó a su padre y a sus hermanas, que decidieron seguir el mismo camino. Pascal se convirtió en el maestro de su familia, que reconoció sin problemas su autoridad. Jacqueline, especialmente conmovida por el ejemplo de su hermano, se hizo monja e ingresó en la austera comunidad de Port Royal des Champs. En ese tiempo, Pascal comenzó a frecuentar la Corte por consejo de los médicos, que le recomendaron distraer su mente con ocupaciones agradables. Su enorme inteligencia y su encanto personal le ayudaron a triunfar en la vida social, pero muy pronto se sintió hastiado. El aire del gran mundo le pareció lo más opuesto a la dulzura del Evangelio. Jacqueline logró convencerlo de que abandonara los salones y Pascal se retiró al campo a meditar. Cuando regresó, había arraigado en su interior el firme propósito de llevar una vida sencilla. Prescindió de los criados, retiró los tapices de las paredes, adoptó una dieta frugal y comenzó a utilizar un cilicio. La oración y la lectura de las Sagradas Escrituras se convirtieron en su actividad principal. Sus comentarios sobre la palabra de Dios eran muy elocuentes. No empleaba metáforas oscuras, ni giros retóricos. Se expresaba de una forma sencilla y transparente, pues quería llegar al corazón y a la mente de todos. Entre 1556 y 1557, escribió las Provinciales, dieciocho cartas destinadas a defender a Antoine Arnauld, condenado por sus ideas jansenistas, que cuestionaban la posibilidad de salvarse sin la intervención de la gracia. Pascal ataca la casuística de los jesuitas, acusándola de laxitud moral. Publicadas con el pseudónimo Louis de Montalte, las Provinciales cosecharon un enorme éxito entre los lectores, pero Luis XIV ordenó quemar la obra y el papa Alejandro VII la consideró herética.

El jansenismo obtendrá un respaldo inesperado con el milagro de la Santa Espina. Marguerite Périer, hija de Gilberte y ahijada de Pascal, había ingresado en la abadía de Port Royal des Champs y desde hacía tiempo sufría una fístula lacrimal. Médicos y cirujanos habían descartado operar, pues consideraban que se trataba de una afección imposible de corregir, pero tras tocar una reliquia de la Santa Espina de la corona de Cristo, Marguerite se curó. La Iglesia Católica reconoció el milagro y las persecuciones contra la abadía de Port Royal se interrumpieron temporalmente. Los jansenistas interpretaron el milagro como un signo de apoyo de Dios a su causa y Pascal, hondamente conmovido, concibió el proyecto de los Pensamientos. En sus páginas inacabadas, pues la muerte interrumpió el desarrollo de la obra, se afirma que la teología es un camino infructuoso. Solo podemos conocer a Dios por mediación de Jesucristo. De hecho, en el Evangelio se dice claramente que nadie conoce al Padre más que el Hijo y aquel a quien el Hijo decide revelárselo. El Dios cristiano no es tan solo el creador de las verdades geométricas y el orden de los elementos. Ese es el Dios de los paganos. Tampoco es el Dios que ejerce la providencia sobre la vida y los bienes de los hombres para proporcionarles dicha. Ese es el Dios de los judíos. El Dios cristiano es un Dios de amor y consuelo. Es el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, que llena el corazón de los hombres de humildad y fe. Si el ser humano no reconoce su miseria, el conocimiento de Dios solo engendra orgullo. Sin la mediación de Jesucristo, admitir nuestra miseria conduce a la desesperación. Cuando se encontraba muy enfermo, ya cerca de su fin, Pascal repetía que sin Jesucristo la muerte es horrible, pero para el que cree en Él es un motivo de alegría, una vivencia santa y amable.

En sus últimos años, Pascal no escatimó limosnas a nadie, deplorando la posibilidad de que sobreviviera algo de su patrimonio cuando se produjera su óbito: “He observado que, por muy pobre que se sea, siempre se deja algo al morir”. Pascal se involucró en la creación de un servicio de diligencias para los trabajadores más humildes de París y acogió en su hogar a una familia campesina con un hijo enfermo de viruela. “Tengo absoluta fe en el espíritu de pobreza –solía decir-, y creo que la práctica de esta virtud es un gran medio para conseguir la salvación”. Durante sus últimos días, manifestó desprecio por la inteligencia y criticó el exceso de apego en los afectos, pues el amor más exaltado debe reservarse para Dios. Pascal se autorretrató en una nota: “Amo la pobreza porque Jesucristo la ha amado. Amo las riquezas porque proporcionan el medio de ayudar a los desgraciados. Guardo lealtad a todo el mundo. No devuelvo nunca el mal a aquellos que me lo hacen. Soy un hombre lleno de flaquezas, pero trato de ser siempre sincero, franco y leal con todos los hombres, y tengo una gran ternura por aquellos a los que Dios me ha unido más estrechamente”. El párroco de Saint-Etienne, que le atendió durante sus últimos meses, siempre decía: “Es un niño; es humilde y sumiso como un niño”. Cuando le compadecían por sus dolores, Pascal contestaba: “No me compadezcáis: la enfermedad es el estado natural de los cristianos, porque estamos de esa manera como se debería estar siempre, es decir, en el sufrimiento, en los males, en la privación de todos los bienes y placeres de los sentidos, exentos de todas las pasiones, sin ambición, sin avaricia y en la espera continua de la muerte. ¿No es así como los cristianos deben pasar la vida? ¿Y no es una gran felicidad cuando nos encontramos por necesidad en un estado en el que estamos obligados a estar?”.

Pascal quiso morir en el Hospital de los Incurables de París, en compañía de los pobres, pero los médicos le hicieron desistir, alegando que no soportaría el traslado. La muerte le sobrevino a la una de la madrugada del diecinueve de agosto de 1662, a la edad de treinta y nueve años. Sus últimas palabras, poco después de recibir el Santo Viático y la extremaunción, fueron: “¡Que Dios no me abandone jamás!”. En su obra, Pascal reitera que el ser humano no puede encontrar su felicidad entre las cosas perecederas, que solo Dios puede aplacar nuestra insatisfacción, que la enfermedad es una bendición, que no debemos quejarnos por la “dureza celeste” de la providencia, que solo lo infinito y divino merece ser amado, que la vida debe ser penitencia y que debemos amar el dolor. El cuerpo siempre es proclive al pecado. Por eso conviene humillarlo y doblegarlo. En una carta a su hermana Gilberte con motivo de la muerte del padre, le recuerda que el buen cristiano no se deja afligir por la perspectiva de morir. Eso solo le sucede a los paganos, que carecen de esperanza. No hay que dejarse engañar por la naturaleza. Cuando muere un hombre, empieza realmente a vivir. El cuerpo, cuando se apaga, no se convierte en “una carroña infecta”, pues “es el templo inviolable y sagrado del Espíritu Santo, tal como enseña la fe”. Morimos por culpa del pecado original, pero Jesucristo pagó el precio de la redención, aceptando ser inmolado en la cruz. Todos los hombres han de pasar por el mismo camino. Deben sufrir y morir, pero si su alma se ha reconciliado con Dios, resucitarán y se sentarán a su diestra. “La muerte –escribe Pascal- es la coronación de la felicidad del alma y el comienzo de la felicidad del cuerpo”. La muerte del padre –confiesa a Gilberte- sería un evento insoportable “sin una ayuda sobrenatural”. Al margen de ese consuelo, siempre cabe revivir al padre poniendo en práctica sus consejos y enseñanzas.

¿Por qué no resulta más visible Dios? ¿Por qué no se manifiesta con inequívoca claridad? Pascal alega en una de sus cartas a los Roannez que “si Dios se descubriese continuamente a los hombres no tendría ningún mérito creer en él, y si no se descubriese nunca, habría poca fe. Pero se oculta generalmente y se descubre raramente a aquellos a quienes quiere atraer a su servicio. Este extraño escondite, al que Dios se ha retirado, impenetrable a la mirada de los hombres, es una gran lección para llevarnos a la soledad, lejos de los ojos de los hombres. Ha permanecido oculto bajo el velo de la naturaleza que nos lo oculta hasta la Encarnación y cuando fue necesario que se mostrase, se escondió aún más ocultándose en su humanidad. Era mucho más reconocible cuando era invisible que cuando se hizo visible. Y en fin, cuando quiso cumplir la promesa que hizo a sus apóstoles de permanecer entre los hombres hasta su último advenimiento, escogió permanecer en el más extraño y oscuro escondite de todos, que son las especies de la Eucaristía”. A pesar de su contrariedad por el trato dispensado a los jansenistas, Pascal nunca se planteó alejarse de la iglesia católica: “Sabemos que todas las virtudes, el martirio, las austeridades y todas las buenas obras son inútiles fuera de la iglesia y fuera de la comunión con la cabeza de la iglesia, que es el papa. No me apartaré jamás de su comunión; por lo menos ruego a Dios que me conceda esa gracia, sin la cual estaría perdido para siempre”. Aunque Pascal subrayó la importancia de la gracia, nunca olvidó la importancia de las obras: “No son las austeridades del cuerpo ni las agitaciones del espíritu, sino los buenos impulsos del corazón los que valen y los que sostienen los esfuerzos del cuerpo y el espíritu”. Pascal cita a Tertuliano para señalar que la fe no es solo penitencia: “No hay que creer que la vida de los cristianos sea una vida de tristeza”. De hecho, san Pablo –recuerda Pascal- afirma que la fe es gratitud y alborozo: “Orad siempre, dad gracias siempre, regocijaros siempre”. La alegría aligera el temor y el temor preserva la alegría. Si eliminamos la impiedad, solo habrá alegría y la alegría nos llevará a la caridad, el elemento esencial de la fe. Hay que vivir el ahora y no preocuparse por el mañana. Es lo que nos pidió Cristo. No debemos afligirnos por nuestras desdichas. Solo son penas temporales. Nos espera la gloria gracias a los méritos infinitos de Jesús.

En los Pensamientos, Pascal afirma que la razón no es contraria a la religión, que los entretenimientos banales –como cazar o perseguir una pelota- nunca colmarán nuestras expectativas de felicidad, que sin la gracia incurrimos una y otra vez en el error. La verdad es relativa cuando se basa exclusivamente en el criterio humano: “tres grados de latitud del polo dan al traste con toda la jurisprudencia, un meridiano decide lo que es verdad”. Matar es malo, pero si lo hacemos en nombre de un rey, nos recompensan y nos dicen que ha sido un acto heroico. Sin Dios, la existencia es perplejidad y tristeza, miedo y desazón: “Cuando considero la poca duración de mi vida, absorbida en la eternidad precedente y siguiente, el pequeño espacio que ocupo e incluso que veo sumido en la infinitud inmensa de los espacios, me asombro y me espanto”. Después de mucho leer e investigar, el hombre superior descubre que no sabe nada. La razón nos revela algunas verdades, pero otras solo son accesibles mediante el corazón, que tiene sus propias reglas. El universo es infinitamente más grande que nosotros, pero con el pensamiento lo abarcamos y comprendemos, situándonos por encima de su vastedad. La grandeza del hombre está en su pensamiento, que también le muestra su miseria. Un árbol no conoce su fragilidad e insignificancia. “¿Qué quimera es, pues, el hombre? –se pregunta Pascal-. ¿Qué novedad, qué monstruo, qué caos, qué montón de contradicciones, qué prodigio? Juez de todas las cosas, indefenso gusano, depositario de la verdad, cloaca de incertidumbre y de error, gloria y desecho del universo. ¿Quién desenredará este embrollo?”.

Pascal no esconde su desagrado ante el dogma del pecado original, pues le parece injusto que el pecado se transmita de una generación a otra como una mancha indeleble. “Ciertamente, nada nos choca más rudamente que esta doctrina. Y, sin embargo, sin este misterio, el más incomprensible de todos, somos incomprensibles a nosotros mismos. El nudo de nuestra condición forma sus repliegues y sus revueltas en ese abismo”. Huir de la angustia mediante pasatiempos frívolos solo produce un alivio temporal. “Toda la infelicidad de los hombres procede de una sola cosa que consiste en que no sabemos quedarnos tranquilos en un cuarto”. El placer “no nos protege contra la visión de la muerte y sus miserias”. Pascal no esconde su pesimismo sobre la condición humana: “¡Qué vacío está el corazón del hombre, y qué lleno de infamias!”. Su indefensión no es menos sobrecogedora. Todos somos presos en una mazmorra. Condenados a muerte, desconocemos la fecha de nuestra ejecución. La religión es nuestra única esperanza. Eso sí, si intentamos comprender sus enseñanzas únicamente con la razón, desembocaremos en la perplejidad. Siempre necesitaremos la ayuda de la gracia, que enciende la fe en nuestro corazón. Como señala Borges, Pascal comparaba nuestro destino con el de un náufrago en “una isla desierta y terrible”, a la que hemos sido arrojados por una tempestad y de la que no podemos escapar. El mundo que vemos solo es “un trazo imperceptible en el amplio seno de la naturaleza”. Describir la naturaleza como “una esfera infinita cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna” solo nos revela la impotencia de nuestra mente para comprender los grandes misterios del universo. “¿Qué es el hombre en la naturaleza? –se interroga Pascal-. Una nada respecto al infinito, un todo respecto a la nada, un punto medio entre la nada y el todo”. Esa perspectiva lo confina en “una eterna desesperanza”, pues nunca logrará comprender el principio y el fin de la naturaleza, algo que solo puede conseguir Dios, su creador. “El silencio eterno de los espacios infinitos me espanta”, escribe Pascal, recordando que el vapor o una gota de agua son suficientes para matar a un hombre. “El hombre es solo una caña, la más débil de la naturaleza; pero es una caña que piensa. […] Aunque el universo le aplastase, el hombre seguiría siendo superior a lo que le mata, porque sabe que muere y la ventaja que el universo tiene sobre él, el universo no la conoce”.

Pascal cifra su salvación en la mediación de Jesucristo, que no ha aportado inventos, ni ha reinado, sino que “ha sido humilde, paciente, santo, santo, santo para Dios, terrible para los demonios, sin ningún pecado”. Admite que “el cristianismo es extraño; ordena al hombre que reconozca que es vil e incluso abominable y le ordena que quiera ser semejante a Dios. Sin tal contrapeso esta elevación le haría horriblemente vano o este rebajamiento le haría horriblemente abyecto”. ¿Se puede decir que a Pascal le pareció menos real el universo que Dios? ¿Su famosa apuesta –si creemos en Dios podemos ganarlo todo y si no existe, no perderemos nada; en cambio, si no creemos en su existencia y estamos equivocados, perderemos todo, pues nos condenaremos- es un ardid miserable? ¿Se puede afirmar que el pensamiento de Pascal es una combinación de angustia y geometría, pesimismo y rigor matemático? ¿Su apología del cristianismo es el ejercicio de miedo de un hombre incapaz de asumir la perspectiva de la muerte? Pascal nunca ignoró que Dios se escondía. En el universo, en su humanidad, en la eucaristía. La angustia es inseparable de la fe. El universo nos abruma con su presencia ineludible, pero sin Dios solo es una mazmorra. Y sin el hombre, capaz de pensar, describir, explorar y conocer, el universo solo es oscuridad, silencio, insignificancia. La confianza en Dios siempre constituirá una temeridad, pues no se basa en evidencias, sino en signos y testimonios. Pascal no era pesimista. Simplemente, conocía al hombre. Fue testigo de hambrunas, epidemias y guerras. Es comprensible que percibiera el mundo como una mazmorra atestada de condenados a muerte. Su apuesta no es un razonamiento mezquino, sino una fórmula previsible en un geómetra acostumbrado a pensar con las reglas de la lógica y la matemática. En último término, podemos evocar al imaginario Manuel Bueno, el sacerdote inventado por Miguel de Unamuno para protagonizar una hermosa fábula. San Manuel Bueno, mártir, nos cuenta la historia de un sacerdote sin fe que oculta su incredulidad, pues considera que sus feligreses serían infinitamente más desgraciados pensando que la muerte era el umbral de un irremediable no ser. No es un tartufo, sino un hombre compasivo. Podemos decir lo mismo de Pascal, que dedicó sus últimos años a auxiliar a los pobres.

¿Es posible albergar una fe sincera sin experimentar dudas? ¿Se puede contemplar la muerte sin angustia? ¿No es sorprendente que la matemática, un lenguaje formal inventado por el hombre, logre realizar predicciones exactas de fenómenos invisibles, como la interacción entre dos agujeros negros? La matemática puede explicarlo todo, menos los sentimientos. Este hecho corrobora que Pascal no se equivocaba al deslindar las reglas del corazón de las reglas de la razón. Ni la matemática ni la física podrán demostrar un día la existencia de Dios. Solo podremos buscarlo en los recovecos del corazón o en la tradición que parte de Jesús, el artesano de Nazaret. Pascal era un hombre sincero. Borges no mentía, pero era un escéptico. Le interesaba la vida como juego y como hecho estético. Quizás por eso no comprendió a Pascal, un geómetra al que la belleza de las formas siempre le pareció inferior al prodigio de la caña que piensa, miseria y grandeza del universo.

@Rafael_Narbona