Con Marco Aurelio se cumplió el sueño platónico de que gobernaran los filósofos. Sin embargo, la experiencia no alumbró una sociedad utópica ni un mundo en paz. El emperador romano tuvo que combatir contra los partos y los pueblos bárbaros de Germania. Además, sofocó la rebelión de Gayo Avidio Casio, que se proclamó emperador de Egipto y Siria, logrando reinar tres meses y seis días. Tampoco conoció la paz en la intimidad. Según los rumores, su esposa Faustina le fue infiel e instigó la traición de Gayo. Su hijo Cómodo le detestaba por haberle impuesto una educación que exaltaba el sacrificio y la austeridad. Murió en el año 180 en Vindobona (la actual Viena) o Sirmio (hoy en día, Sremska Mitrovica, Serbia), víctima de la viruela. Su óbito se produjo en un campamento militar, mientras luchaba en la convulsa frontera del Danubio. Tenía cincuenta y nueve años. Su desaparición significó el fin de la Pax Romana, la época de mayor prosperidad del imperio. Herodiano honró su memoria, afirmando que fue “el único de los emperadores que dio fe de su filosofía no con palabras ni con afirmaciones teóricas de sus creencias, sino con su carácter digno y su virtuosa conducta”. Marco Aurelio no hizo realidad la República o Ciudad Ideal postulada por Platón, pero su inteligencia e integridad preservaron el equilibrio político durante unos años particularmente turbulentos. Su gobierno puede interpretarse como una lúcida síntesis de los imperativos éticos y las consideraciones pragmáticas. “No sigas esperando la República de Platón –escribe Marco Aurelio-, mas queda satisfecho con el más pequeño progreso, y piensa que lo que resulta de esa pequeñez no es nada pequeño”. El emperador había asimilado la enseñanza estoica según la cual el “deber ser” se debe modelar a partir de lo que realmente es. En términos modernos, podemos afirmar que no se sometió a la ética de los principios –intransigente y poco realista-, ni a la ética de la responsabilidad –cínica y oportunista-, optando por una sabia combinación de praxis y moral.
La posteridad le reconoció la categoría de filósofo y escritor, pero lo cierto es que su escritura nunca albergó el propósito de salir a la luz. De hecho, Marco Aurelio agrupó sus escritos bajo el epígrafe A sí mismo. Conservamos algunas de sus cartas y sus apuntes filosóficos, que han sigo agrupados bajo el nombre de Pensamientos, Soliloquios o Meditaciones. Hay un agudo contraste entre sus epístolas y sus reflexiones. Las primeras se escribieron antes de asumir la dirección del impero o quizás inmediatamente después. En esas fechas, está hambriento de saber e intenta saciar su apetito con el mayor número posible de lecturas. Sus apuntes se gestaron durante sus últimos diez años y expresan la convicción de que ha llegado la hora de abandonar los libros para contrastar la introspección con la experiencia adquirida. No se trata de una reacción anti-intelectual, sino del tramo final de una evolución orientada hacia la frugalidad vital y existencial. La verdadera libertad consiste en reducir las necesidades al mínimo. Solo puede llamarse sabio el que ha aceptado vivir conforme a la naturaleza, prescindiendo de lo superfluo. Marco Aurelio siempre obró con sinceridad y cuando se equivocó, no lo hizo con malicia, sino con la creencia de estar en lo correcto. En la Historia Augusta, una colección de biografías de los emperadores romanos y usurpadores del trono que comprende el periodo comprendido entre 117 y 284, leemos que ningún emperador mostró tanta deferencia hacia el Senado, incrementado sus competencias y reforzando su autoridad. Marco Aurelio promulgó leyes para proteger de abusos a los menores de veinticinco años, saneó las cuentas del imperio, adoptó medidas para garantizar la alimentación de las personas desamparadas, arregló vías urbanas y caminos, moderó la violencia en los espectáculos de gladiadores, sacó a subasta pública el tesoro imperial para financiar sus campañas militares. Constante y respetuoso, “fue –según la Historia Augusta- en todo punto el más moderado en apartar a los hombres del mal e invitarlo a las buenas obras, en premiarlos con largueza, perdonarlos con indulgencia e hizo gente buena de la mala, y excelente de la buena, soportando igualmente con moderación las insolencias de algunos”. Marco Aurelio siempre consultó sus decisiones militares con sus generales y senadores. Nunca abandonó el frente, pese a su mala salud. Solía repetir: “Es más justo que yo siga el consejo de tantos y tales amigos que el que tantos y tales amigos tengan que seguir mi voluntad, que es de un solo”.
La trayectoria de Marco Aurelio como emperador solo se ve oscurecida por dos actos reprobables. Otorgó la toga viril a su hijo Cómodo a los dieciséis años para poder designarlo cónsul antes de tiempo. La ley establecía que esa distinción solo podía concederse a partir de los treinta años. El amor de padre le cegó frente a un heredero indigno cuyo gobierno marcaría el comienzo de la decadencia del imperio romano. No es menos sorprendente su ferocidad en la persecución contra el cristianismo, cuando se había mostrado tolerante con otros cultos. El cristianismo era una secta ilegal, pero había sido consentida por otros emperadores. Sabemos que Marco Aurelio tuvo en sus manos las apologías de Atenágoras y Justino, pero ignoramos si las leyó. Al parecer, opinaba que los cristianos eran una secta de fanáticos que rendían culto a la muerte y no cumplían sus obligaciones con el Estado. Ese juicio se fortaleció con lo sucedido en el año 177 en la Galia Lugdunense, cuando los habitantes paganos perpetraron una matanza de cristianos. La excitación popular interpretó el incidente como la prueba de que el cristianismo ejercía una influencia dañina sobre la salud del imperio, fomentando las discordias. Marco Aurelio cedió al clamor que exigía su erradicación. Los cristianos creyeron que podrían encontrar un aliado en el emperador, pero se equivocaron. Sus dogmas, basados en creencias reveladas y en ritos que orbitaban alrededor de la cruz, solo podían causar perplejidad y rechazo en un estoico que concebía el universo como la expresión de la razón divina. Frente al relato de la caída y la redención, Marco Aurelio solo creía en la serenidad del sabio que acepta la fatalidad como un aspecto del orden cósmico. Sin embargo, su carácter compasivo le aproximaba a la sensibilidad cristiana. Algunos estoicos desconfiaban de la piedad, pues estimaban que producía una conmoción, destruyendo la paz interior a la que aspiraban. Por el contrario, Marco Aurelio hablaba de piedad e indulgencia, incluso hacia los que nos agravian y perturban. “Lo propio del hombre es amar incluso a los que nos dañan”, apunta. No se trata de una sentencia retórica, sino de algo real, pues perdonó agravios y traiciones. Si combinamos esa actitud con su ascetismo, su austeridad y su filantropía nos topamos con la concepción cristiana de la vida. Eso sí, Marco Aurelio nunca abrigó la esperanza de la inmortalidad personal. Consecuente con sus convicciones estoicas, se fortificó en el ideal aristocrático de autarquía, aceptando los reveses con entereza. La autarquía cursa con melancolía en Marco Aurelio. Su escepticismo metafísico también afecta a su percepción de la sociedad y la historia. No sin cierta decepción, comenta una y otra vez que la vida es repetición y olvido. Es absurdo afanarse por la gloria, pues al cabo de varias generaciones nadie recuerda al que ayer fue honrado y celebrado.
Marco Aurelio nació en Roma el 26 de abril del año 121. Vino al mundo en una acomodada mansión patricia, donde el poder no se concebía como un privilegio, sino como una forma de servicio. Su padre murió cuando él solo tenía diez años. Le dejó como herencia “el carácter discreto y viril”. Su abuelo paterno Anio Vero, prefecto de Roma y cónsul en dos ocasiones, le inculcó “amabilidad y serenidad”. Su madre, Domicia Lucila, mujer muy culta y notable helenista, le orientó hacia la generosidad, la integridad y la frugalidad, alejándole del lujo y la ostentación. Su bisabuelo materno, L. Catilio Severo, gobernador de Siria, procónsul de Asia, dos veces cónsul y, más tarde, prefecto de Roma, no reparó en gastos para proporcionarle una educación selecta en su domicilio, impartida por los mejores preceptores. Su tío político y padre adoptivo, el emperador Antonino Pío, completó su formación, enseñándole con su ejemplo mansedumbre y firmeza, amor al trabajo y perseverancia, humildad y serenidad. Marco Aurelio creció en un ambiente cultivado y señorial. La familia de los Vero, de procedencia hispánica, adquirió en poco tiempo rango de nobleza y ocupó altos cargos de la administración. El emperador Adriano estableció una estrecha relación de amistad con Anio Vero y trató desde pequeño a Marco Aurelio, al que apodó Verissimus, es decir, el honesto. A los diecisiete años, le nombró su sucesor, si bien no ocupó el cargo hasta los cuarenta. Domicilia Lucila poseía una hermosa villa en el Monte Celio, donde Marco Aurelio pasó su niñez y adolescencia. Se dice que le produjo un gran pesar abandonar ese lugar para trasladarse al Palacio de Tiberio, conforme establecía su condición de futuro emperador. Aunque agradeció que el emperador Adriano le designara como su sucesor, no hay una línea dedicada a él en sus apuntes, quizás porque desaprobaba aspectos de su conducta, como su apego al epicureísmo y su amor por los adolescentes, que alcanzó su apogeo con Antinoo, cuya muerte en el Nilo le dejó profundamente abatido hasta el extremo de deificarlo y honrar su memoria con la construcción de una ciudad, Antinoópolis. Marco Aurelio siempre despreció esta clase de relaciones. Las consideró impropias de un hombre templado y dueño de sus emociones. Los placeres sensuales y los sentimientos exacerbados le parecían flaquezas, no inocentes pasatiempos o pasiones dignas de respeto. Conviene recordar que en sus últimos años, Adriano se ganó la animadversión del Senado por su carácter extravagante y atrabiliario. Aficionado a las grandes construcciones, los suntuosos palacios y los jóvenes, sus excesos contrastan con las virtudes domésticas de Antonino Pío, cuyo origen provinciano no le impidió convertirse en un romano fiel a las tradiciones más acendradas. Marco Aurelio siempre le consideró un modelo a imitar y, de hecho, le dedicó un largo elogio en sus apuntes. Frente a tiranos como Nerón o Domiciano siempre buscó el bien público, postergando cualquier ambición personal.
La pérdida prematura de su padre convirtió al joven Marco Aurelio en un muchacho meditativo y melancólico. Solo fue la primera pérdida de una larga serie de desgracias. En los años siguientes vería morir a su padre adoptivo, su abuelo, el emperador Adriano, su madre, su hermano adoptivo Lucio Vero, su esposa, la mitad de sus hijos. Esas pérdidas le afectaron más que los estragos de la guerra y la peste. Sus preceptores le dejaron una profunda huella, consolidando su temperamento íntegro y benevolente. Diogneto, pintor, filósofo y músico, le instruyó en el arte de conversar y en la pasión de filosofar. Rústico, filósofo estoico, le alejó de la sofística, la retórica y el refinamiento cortesano, mostrándole la necesidad de escuchar y perdonar. Apolonio de Calcis, filósofo estoico, fomentó su aprecio por la razón y la libertad de criterio, destacando la importancia de sobrellevar los duelos con entereza. Sexto de Queronea le adiestró en la benevolencia, la dignidad sin afectación, la lealtad y el saber polifacético, sin alardes. Catulo, filósofo estoico escasamente conocido, le aleccionó en el elogio cordial de los maestros y el amor verdadero por los hijos. Claudio Severo, filósofo peripatético cuyo hijo se casó con la segunda hija de Marco Aurelio, le infundió optimismo y sinceridad, subrayando que no podía haber justicia en el imperio si no se garantizaba una ley igual para todos y un escrupuloso respeto por las libertades civiles. Máximo, filósofo estoico, le educó en la moderación, el buen ánimo en la adversidad, el dominio de sí mismo y la responsabilidad. El primer libro de las Meditaciones incluye todos estos elogios, que no son una simple enumeración, sino una constelación moral que revela la visión del mundo de Marco Aurelio. Su exquisita moralidad se refleja en las palabras dedicadas a Faustina, su esposa e hija de Antonino. A pesar de los rumores de infidelidad y traición, agradece a los dioses haber disfrutado de una esposa “tan obediente, tan cariñosa, tan sencilla”.
Marco Aurelio fue contemporáneo del brillante resurgir de la cultura griega, que alumbró las grandes figuras de la Segunda Sofística, entre las que destacan Filóstrato, Luciano de Samosata, Filón de Alejandría, el emperador Juliano el Apóstata y Plutarco. Algunos de sus maestros intentaron arrastrarlo en esa dirección, destacando la importancia de la retórica y la gramática, pero Marco Aurelio prefirió seguir la senda de la filosofía platónica y estoica, más afín a su carácter discreto y austero. Su maestro Rústico le descubrió la filosofía de Epicteto, que le cautivó desde el principio. Esclavo manumitido, Epicteto no escribió nada, pues su modelo era el filosofar socrático. Conservamos sus enseñanzas gracias al historiador Flavio Arriano, que las reunió en los ocho libros de las Diatribas; solo cuatro han llegado hasta nosotros. Epicteto rechaza un criterio abstracto de verdad, estableciendo como fundamento de la moral la prohairesis (pre-elección, pre-decisión). La prohairesis no es un juicio, sino un acto de razón. Surge de la identificación socrática del bien con el conocimiento: “No eres carne y huesos, sino elección moral, y si esta es bella, tú serás bello”. Adoptando una perspectiva muy cercana al cristianismo, Epicteto afirma que Dios es inteligencia, ciencia, recta razón, bien, providencia. Obedecer al logos y hacer el bien significa acatar la voluntad divina. La libertad consiste en someterse al querer de Dios, que nunca es ciego o arbitrario. Marco Aurelio nunca olvidaría estas enseñanzas, que incorporaría a su vida como directrices y que reflejaría en sus escritos, intentando mantenerse fiel al concepto de virtud de Epicteto, que exalta la ataraxia (imperturbabilidad), la apatía (desapasionamiento) y las eupatías (buenos sentimientos).
Conservamos algunas cartas latinas de Marco Aurelio por azar. En 1815, se descubrió parte del epistolario de Cornelio Frontón en un palimpsesto que incluía seis misivas del emperador. En cambio, hemos perdido las cartas escritas en griego. Rústico reveló a Marco Aurelio la virtud de la sencillez en el intercambio epistolar. En estas seis cartas apreciamos la sinceridad de un hombre que reconoce con humor su dificultad para abandonar el lecho, pues le gusta demasiado dormir. En su vejez, esa propensión se transformaría en un insomnio tenaz. A pesar de su elogio de la impasibilidad, Marco Aurelio se despide de uno de sus maestros con enorme ternura: “Adiós, alma mía, ¿no he de arder de amor por ti, que me has escrito esto?”. En otra carta, le agradece con humildad sus enseñanzas: “Tus críticas o, más bien, tus azotes enseñan al punto el camino mismo sin engaño ni palabras falsas. De modo que debería estarte agradecido con que me hubieras enseñado tan solo a decir la verdad, más todavía cuando me enseñas a escuchar la verdad”. Marco Aurelio era un hombre emotivo. Cuando murió uno de sus preceptores, se echó a llorar. Algunos cortesanos censuraron su conducta, pero Antonino Pío le excusó y pidió comprensión: “Dejadle ser humano; que ni la filosofía ni el trono son fronteras para el afecto”. Antonino Pío, que no era un filósofo ni un retórico, le dio un único consejo antes de morir: “ecuanimidad” y Marco Aurelio nunca lo olvidó. Gracias a las campañas de Trajano y a la eficaz administración de Adriano, Antonino Pío disfrutó de paz y tranquilidad como emperador. Marco Aurelio no tuvo esa suerte: guerras, rebeliones, problemas económicos. La realidad le obligó a renunciar a la utopía platónica, pero eso no le impidió promulgar unos trescientos textos legales; la mitad de ellos, orientados a mejorar las condiciones de vida de los esclavos, las mujeres y los niños. Conservamos una estatua ecuestre de Marco Aurelio. Aparece con una toga y con la mano extendida, un gesto de pacificación y clemencia. Sin armas ni armadura, manifiesta su voluntad de gobernar el imperio con la menor violencia posible. La propagación del cristianismo causó la destrucción de la mayoría de las estatuas de emperadores, a las que se consideró ídolos paganos. La de Marco Aurelio se salvó porque fue confundida con una estatua de Constantino, el emperador que acabó con la persecución del cristianismo y convocó el primer Concilio de Nicea, donde se clarificaron y unificaron los dogmas de la religión cristiana.
Las Meditaciones de Marco Aurelio no son un ejemplo de originalidad filosófica, pero sí un fiel reflejo de su pensamiento. No me parece equivocado compararlas con las Confesiones de San Agustín. En ambos casos, el saber nace de un viaje hacia el interior y de una escrupulosa búsqueda de la verdad. Los apuntes del emperador romano, inspirados en todo momento por las enseñanzas del estoicismo, corroboran las palabras de María Zambrano: “El estoicismo muestra la única filosofía que lleva consigo la piedad ya humanizada hasta esta última forma que es la tolerancia”. Marco Aurelio exhorta a la comprensión de la debilidad humana: “Cuando alguien te haga mal, procura discurrir enseguida qué juicio habrá hecho del bien o del mal para portarse así”. Al examinar las motivaciones del que nos ha agraviado, tendrás más fácil perdonarle, pues entenderás que “pecó por ignorancia”. El hombre ha nacido para hacer el bien. “Ama a la humanidad y sigue a Dios”, clama Marco Aurelio. A pesar de su adhesión al estoicismo, el emperador promovió en Atenas las actividades de la Academia platónica, el Liceo aristotélico y el Jardín epicúreo. Frente a la supuesta infalibilidad estoica, admitió que el ser humano solo llega a conocer verdades probables y no le causó ningún problema citar a Epicuro en sus apuntes.
Para Marco Aurelio, el mundo es un organismo compuesto de sustancia y alma. No hay un Mundo Inteligible. Solo hay una sustancia, una ley y una única razón para todos los seres racionales. Lo individual está al servicio del todo. Darle la espalda al universo es una imperdonable defección. Lo particular es pequeño e inestable. Su destino es ser absorbido por la totalidad que lo engendró. La muerte solo es un cambio de estado. No volvemos a lo que fuimos, sino que enriquecemos el ser con nuestra aventura individual. No cabe esperar la inmortalidad personal, pero sí una inmortalidad impersonal. La gran sinfonía de la naturaleza obedece al logos, no es mera aleatoriedad. El mundo es una gigantesca ciudad. A ella pertenecen como ciudadanos todos los seres racionales. Dado que “formamos parte del mismo cuerpo político” y “estamos hechos para la cooperación”, el deber primordial de todos los hombres es practicar “un pensamiento justo” orientado al bien de la comunidad. Marco Aurelio agradece a sus preceptores que le enseñaran a renunciar a todo lo bajo e irracional y conservar la entereza ante las calamidades: “Quien teme los dolores teme lo que debe ocurrirle en el mundo. Y eso es impío”. El hombre está dividido en cuerpo (soma), alma o principio vital (psyché, pneuma) e inteligencia (nous). Solo la última es específicamente humana y se identifica con el dios o daimon que vive en nuestro interior. Si hacemos caso tan solo a nuestro daimon, como hizo Sócrates, seremos invencibles, incluso en el infortunio, pues comprenderemos su necesidad. Como emperador, Marco Aurelio intentó ser justo, sabio y benévolo, sirviendo con abnegación a su pueblo. “Es propio del alma racional amar al prójimo, lo cual es verdad y humildad”. Siempre pensó que para gobernar hay que ser filósofo, pues es la única formar de neutralizar los males humanos. La vida cortesana es una madrastra; en cambio, la filosofía es una madre que siempre nos ofrece su regazo. La filosofía nos enseña “a no ser esclavo ni tirano de ningún hombre”. Marco Aurelio no se conformó con no ser un déspota. Quiso que todos los ciudadanos del imperio fueran filósofos, una fantasía que creó cierto malestar en Roma y que a veces le hizo plantearse si no estaba incurriendo en un error. Sin embargo, siempre pensó que habría sido el mejor camino para establecer “una ciudad igualitaria (politeia isonomos), que se rige por la igualdad (isotês) y la libertad de palabra (isêgoria), y de una monarquía que honra por encima de todo la libertad de los gobernados”. Este planteamiento convive con la idea expresada por Epicteto: “el todo es más importante que la parte, y el Estado que el ciudadano”.
¿En qué consiste la grandeza de Marco Aurelio? En que es un ejemplo de estoicismo vivido, encarnado. Nos enseñó que “la naturaleza del bien es lo bello, y la del mal es lo vergonzoso”; que “obrar como adversarios los unos de los otros es contrario a la naturaleza”; que “no hay que ser esclavo de los instintos egoístas”; que “el que peca con placer merece mayor reprobación que el que peca con dolor”. Abrumado por las muertes que se produjeron en su círculo más íntimo, Marco Aurelio meditó sobre nuestra fragilidad y concluyó que “el que ha vivido más tiempo y el que morirá más prematuramente, sufren idéntica pérdida. Porque solo se nos puede privar del presente, puesto que este solo posees, y lo que uno no posee, no lo puede perder”. El cuerpo es “un río”; el alma “sueño y vapor”; “la vida, guerra y estancia en tierra extraña; la fama póstuma, olvido. ¿Qué, pues, puede darnos compañía? Única y exclusivamente la filosofía”. ¿Cómo se consigue eso? ¿Apartándose de la sociedad? ¿Retirándose al campo o a la costa? Marco Aurelio contesta que esos gestos son innecesarios, pues el hombre solo encuentra la paz retirándose a su interior, a la intimidad de su alma. Con la perspectiva que proporciona el tiempo, podemos añadir que leer las Meditaciones de Marco Aurelio constituye una magnífica alternativa para bucear en las profundidades, intentando averiguar quiénes somos y qué nos cabe esperar. Lejos de ser un vestigio del pasado, nos ayudan a comprender nuestra propia humanidad.