Séneca: el camino hacia la virtud
La mirada de Séneca conecta con la sensibilidad contemporánea, revelando una visión premonitoria del porvenir y un aprecio por lo humano que se opone a cualquier forma de autoritarismo
Séneca ha pasado a la posteridad como una voz ética que prefigura el cristianismo. Contemporáneo de Pablo de Tarso, se dijo que habían intercambiado cartas. Unas epístolas apócrifas alimentaron la leyenda. El
contraste entre su vida pública, que incluyó las astucias de la política y las miserias de las intrigas palaciegas, puso en tela de juicio la supuesta ejemplaridad de su figura. Conviene recordar que el juicio sobre la persona no afecta a los textos, que gozan de autonomía apenas adquieren su forma definitiva. Séneca concibió su existencia como un camino hacia la virtud porque conocía sus propias flaquezas e imperfecciones. Si hubiera sido un hombre santo, quizás no habría cultivado la filosofía, la mejor escuela para una conciencia que desea educarse y superar sus debilidades. No fue un pensador sistemático, sino un escritor que se dejó llevar por intuiciones y reflexiones puntuales. Su sabiduría consistió en meditar sobre el bien, el buen gobierno, la libertad, la dignidad, la belleza y la muerte, empleando un criterio flexible, lejos de postulados dogmáticos. Al igual que Sócrates y Platón, entendió que la filosofía es preparación para la muerte. En las Epístolas morales a Lucilio, Séneca escribe: “Me preparo animosamente para aquel día en el que, apartado de todo artificio, me juzgaré a mí mismo y mostraré si mi valor estaba en el corazón o en los labios, si fue simulación o comedia mi reto a la suerte. Nada cuenta la estimación de los hombres, siempre dudosa y que se prodiga indistintamente al vicio y la virtud; no cuentan los estudios de toda una vida: solo la muerte es nuestro juez. Las disputas filosóficas, las doctas conversaciones, los preceptos de la sabiduría no demuestran el verdadero temple del alma: hasta los hombres más viles pueden hablar como los héroes. Tu valor individual se revelará únicamente en tu último suspiro. Acepto estas condiciones: no temo al tribunal de la muerte”.
Séneca nació en una época en que los dioses paganos ya no gozaban del fervor popular y el Dios cristiano aún seguía sufriendo persecuciones. La perspectiva de la finitud abrumaba a las conciencias con la idea de una muerte triunfante e irreversible. La esperanza parecía algo absurdo y lejano. Séneca entiende la búsqueda del placer moderado y racional de los epicúreos, según los cuales los dioses no existen o contemplan con indiferencia el sufrimiento humano, pero su concepción del ser le produce desánimo: “Yo mismo soy de la opinión de que los preceptos de Epicuro son venerables, rectos y, si se los mira más de cerca, tristes”. Julián Marías se pregunta si esa tristeza no es la misma que nos aflige hoy en día, cuando el avance científico y tecnológico, lejos de resolver nuestros problemas, han agravado la soledad y la incomunicación. Dado que nuestra aflicción se parece a la de los primeros siglos de nuestra era, “vale la pena resucitar a Séneca –afirma Julián Marías-; pero eso significa darle nueva vida, la nuestra, con una mirada que recree su actitud, su esfuerzo, su temblor humano, y mida la enorme distancia que nos separa de él. Eso es precisamente lo que puede enriquecernos, ayudarnos a ser quienes somos”.
Vida de Séneca
Lucio Anneo Séneca, llamado Séneca el Joven para distinguirlo de su padre, nació –según la tradición- en Corduba –actual Córdoba- en torno al año cuatro de nuestra era. Su padre, Marco Anneo Séneca, fue procurador imperial y notable retórico. Se sabe muy poco de la juventud y primera madurez de Lucio Séneca, salvo que vivió en Roma, alojado en casa de su tía Marcia. En esa época, el filósofo Atala lo introdujo en el estoicismo, enseñándole –además- retórica y gramática. Marcia era la mujer de un équite romano que fue nombrado gobernador de Egipto por el emperador Tiberio. El joven Séneca acompañó al matrimonio, que se instaló en Alejandría. Durante su estancia, Séneca aprendió administración y finanzas, y comenzó a estudiar geografía, etnografía y ciencias naturales, revelando una inteligencia aguda y una memoria privilegiada. Se acercó a los cultos mistéricos orientales y se especula que viajó a Grecia, algo habitual entre los patricios romanos. Séneca siempre luchó con una mala salud que puso a prueba su resistencia física y psíquica. Atormentado por la crisis de asma, llegó a pensar en el suicidio, pero lo descartó para no dañar a sus padres.
En el año 31, Séneca regresa a Roma y pronto es nombrado cuestor. Enseguida destaca por su capacidad oratoria y su brillante estilo como escritor. Cuando Calígula sucede a Tiberio, Séneca ya es el orador más influyente del Senado, lo cual le ha acarreado muchas enemistades. El nuevo emperador le condena a muerte por razones desconocidas, pero revoca la sentencia. Séneca abandona la vida pública. La subida al trono de Claudio no mejora la situación. Condenado a muerte por segunda vez por la antipatía que le profesaba Valeria Mesalina, esposa del emperador, se exilia en Córcega, donde permanece ocho años. Desde allí escribe Consolación a Polibio, donde expresa una visión trágica de la existencia: “toda nuestra vida es un suplicio”, “no hay nada eterno y pocas cosas duraderas”, “el muerto es bienaventurado o es nada”. Séneca adula a Claudio para conseguir su perdón y afirma que Calígula fue “un aborto de la naturaleza”. En el año 49 vuelve a Roma por influencia de Agripina, madre Lucio Domicio Enobarbo, futuro Nerón. Se le nombra pretor y tutor del niño que heredará el imperio. Cinco años después, muere Claudio –supuestamente envenenado- y Nerón, que se convierte en emperador con diecisiete años, le escoge como consejero político y ministro, designándolo cónsul sufecto. Durante los ocho años siguientes, Séneca y el general Sexto Afranio Burro, también consejero del emperador, gobernarán conjuntamente el vasto imperio romano. El emperador Trajano evocará ese período como “el mejor y más justo gobierno de toda la época imperial”. Mientras Nerón llevaba una vida disipada, Séneca y Burro, ambos senadores, promovieron reformas legales y financieras, combatieron la corrupción e incorporaron Armenia al imperio, reforzando de ese modo su frontera oriental. Séneca aprovechó su posición para enriquecerse. Juvenal habla de los suntuosos jardines de su palacio. En el año 59, Nerón asesinó a su madre, Agripina, protectora de Séneca. Lejos de condenar el crimen, el filósofo lo justificó en una carta al Senado, alegando que conspiraba contra el emperador. Quizás es el momento más vergonzoso de la vida del filósofo. Tras la muerte de Burro en el año 62, se desató una campaña de desprestigio contra Séneca que le obligó a renunciar a su cargo de senador. Dejó por segunda vez la vida pública y se retiró al sur de Italia, donde escribió sus célebres Epístolas morales a Lucilio. Acusado de estar implicado en la conjura de Pisón contra Nerón, el emperador lo condenó a muerte. Cuando se le comunicó la sentencia, Séneca decidió suicidarse, asumiendo su destino con serenidad. Se abrió las venas y bebió cicuta, introduciéndose en una bañera. Murió después de una penosa agonía. Corría el año 65. Sus restos fueron incinerados sin ninguna ceremonia.
Adulador, intrigante, ambicioso, a veces cobarde y tal vez corrupto, la tradición cristiana pasó por alto las flaquezas de Séneca, considerando que sus enseñanzas eran compatibles con las del Evangelio. San Agustín lo cita con frecuencia, Tertuliano lo considera “uno de los nuestros” y San Jerónimo lo incluye en su Catálogo de Santos. Durante la Edad Media circuló la leyenda de que Pablo de Tarso había logrado la conversión de Séneca al cristianismo. Su suicidio en una bañera solo habría sido una forma disimulada de bautismo. Esta leyenda surgió del encuentro entre Pablo de Tarso y Galión, hermano de Séneca y procónsul de Acaya, que según los Hechos (18: 12-17) se inhibió en la causa contra “el Apóstol de los gentiles”, dejándolo en libertad cuando lo llevaron a su presencia bajo la acusación de predicar contra la Ley. De este breve encuentro brotó el mito de una supuesta correspondencia entre san Pablo y Séneca, que se consolidó con la aparición de varias cartas espurias. Santiago de la Vorágine, arzobispo de Génova, incluyó la ficticia
conversión del filósofo estoico en la Leyenda áurea o dorada, su famosa compilación de vidas de santos y mártires cristianos. La Edad Media situó a Séneca casi a la altura de Aristóteles, “el Filósofo”. El Renacimiento continuó celebrando su figura, pues halló en su pensamiento una perspectiva humanista y racional. Conservamos muchas de las obras de Séneca: diálogos morales, cartas, tragedias y epigramas. En ese legado, destaca el tratado Sobre la providencia, De la consolación a Helvecia, un diálogo que escribió para su madre, las Cuestiones naturales, un tratado sobre la naturaleza que combate las supersticiones, y las Epístolas morales a Lucilio, su obra maestra. Hoy en día no hay consenso sobre la identidad de Lucilio. Durante mucho tiempo se creyó que fue un procurador romano. Ahora se duda incluso de su existencia.
Entre los apologistas de Séneca hay que incluir a Erasmo de Róterdam, Montaigne, Descartes, Diderot, Rousseau, Quevedo, Dante, Petrarca, San Jerónimo, San Agustín, Lactancio, Chaucer, Juan Calvino, Baudelaire, Thomas de Quincey, Honoré de Balzac. Todos elogiaron las Epístolas morales a Lucilio, admitiendo en muchos casos su deseo de emulación. Montaigne no ocultó que sus Ensayos nacen al calor de la lectura de esta obra. Escritas durante sus tres últimos años de vida, las Epístolas morales a Lucilio exaltan la libertad y la igualdad de todos los hombres, cuestionan la esclavitud y piden compasión con los inferiores, exigen respeto hacia la naturaleza, advierten sobre la rápida decadencia de las naciones, reflexionan sobre la enfermedad -justificando el suicidio para huir de un sufrimiento inútil-, elogian la austeridad y previenen sobre la influencia de la masas en la vida política. La mirada de Séneca conecta con la sensibilidad contemporánea, revelando una visión premonitoria del porvenir y un aprecio por lo humano que se opone a cualquier forma de autoritarismo.
La escuela estoica
El pensamiento de Séneca es indisociable del estoicismo, cuyas ideas modelaron la visión del mundo de la civilización romana. A partir del siglo IV a.C., el estoicismo llegó a desplazar a la Academia y el Liceo, pues se consideró que su interpretación del hombre y el cosmos se acercaba más a los problemas del mundo real que las especulaciones abstractas del platonismo y el aristotelismo. Fundada por Zenón de Citio, la Stoa partió de la idea de que la verdadera moralidad se asienta en el conocimiento. Es imposible practicar la virtud sin el concurso de la sabiduría. Sin reflexión teórica y una incansable búsqueda de la verdad, la conducta naufraga en la mediocridad y acaba desembocando en el mal. Al nacer, el alma humana es “como una tablilla sin escribir”. La virtud no es un impulso espontáneo, sino algo que se adquiere mediante el conocimiento. Sin la seguridad que proporciona el saber objetivo, la conducta será ciega y errática. Las convicciones solo son certezas cuando nacen de una investigación rigurosa. La Lógica es el fundamento de cualquier ciencia, pues sus enunciados poseen el grado de necesidad que marca la diferencia entre la verdad y el error. Aplicado este modelo a la interpretación del universo, descubrimos el cosmos es lo único real. Todo lo que existe es la manifestación de una misa sustancia originante que “siempre ha sido, es y será”.
Monistas y materialistas, los estoicos no creen en el azar. Hay un logos o fuerza racional que penetra y vivifica la materia, ordenándola hacia un telos o finalidad. Frente al materialismo mecanicista de los atomistas (Demócrito, Leucipo), los estoicos creen que el universo está gobernado por un alma inteligente, racional y providente (prónoia). El sabio acepta esa providencia, sin rebelarse contra ella, pues sabe que el todo es armónico, conforme a una indestructible cadena de causas y efectos. Desde una perspectiva individual, la realidad puede parecer imperfecta o caótica, pero sub specie aeternitatis todo es perfectamente lógico y necesario.
La muerte nos puede parecer un mal, pero solo es un momento del orden cósmico. No hay inmortalidad individual, sino un retorno a la fuerza originaria de la que procedemos. Los organismos perecen, pero no mueren del todo. Simplemente, cambian de estado. Las catástrofes naturales o las deformaciones congénitas no son anomalías en una totalidad armónica, sino incidencias necesarias. Las calamidades cumplen una función y se compensan mediante otros fenómenos. No debemos confundir nuestra comprensión insuficiente de las cosas con un presunto mal. Solo el sabio es libre, pues es el único que acepta la inexorable necesidad del universo. El resto de los hombres son esclavos, pues se rebelan contra el orden del cosmos cuando destruye sus expectativas de felicidad. La autarquía no implica poder sobre el mundo exterior, sino el control de las propias pasiones. El sabio acepta la muerte de un ser querido como un hecho natural y necesario. El necio se rebela contra las pérdidas, sin lograr otra cosa que incrementar su dolor. La ataraxia estoica no consiste en refugiarse en un jardín, como hacen los epicúreos, sino en comprender la naturaleza cósmica y humana desde el punto de vista del logos. Solo la razón puede proporcionarnos independencia y tranquilidad interna, librándonos de la perturbación e inestabilidad inherentes a los afectos y pasiones.
El sabio estoico no cultiva el retiro, pues cree que todos los hombres pertenecen a una polis universal y deben practicar la justicia y el amor a los demás. Cada individuo es un ciudadano de la comunidad de los racionales. Hay un parentesco natural entre todos los seres humanos. Crisipo de Solos, segundo fundador de la Stoa y creador de la gramática como disciplina específica, abogó por un solo Estado y una sola ley soberana. La comunidad de los racionales es incompatible con una religión basada en criterios antropomórficos. La idea de un dios personal es una ficción. Dios solo es la causa inmanente originaria y rectora de la naturaleza.
El pensamiento de Séneca
Séneca pertenece a lo que se conoce como estoicismo tardío. Su pensamiento no aporta grandes novedades. Asume las enseñanzas de la tradición estoica, pero reivindica su independencia como pensador y su derecho a discrepar. Habla de “nuestros estoicos”, pero advierte: “no hablo en lengua estoica”. No ataca las teorías de Zenón y Crisipo, pero señala que “seguir siempre a un maestro es partidismo, no honradez”. Piensa que en los estoicos hay paradojas “no siempre creíbles” y “muchas cosas dignas de ser cortadas a hachazos”. “¿Es que no sigo a quienes me han precedido? –reflexiona-. Lo hago, pero también me permito encontrar, cambiar o abandonar algo”. La discrepancia principal de Séneca consistió en rechazar la Lógica como modelo de conocimiento. Un silogismo no puede explicar la virtud. Para buscar la verdad, “hay que obrar con más sencillez”. Lamenta que Crisipo, “hombre grande, pero griego”, “llene sus libros de tales tonterías”. No cree que la Historia y la Geometría sean más útiles que la Lógica: “no importa lo que ocurrió a Ulises, sino cómo navegar hacia el bien”. Dividir con precisión un terreno no vale de nada, “si no sé repartirlo con mi hermano”.
En el campo de la Física, Séneca se muestra escéptico. No conocemos con exactitud la verdadera estructura de la realidad y quizás nunca la conoceremos. En cualquier caso, da igual si el cosmos es fruto de una ley inexorable o de la voluntad de Dios. Lo importante es contar con el auxilio de la filosofía, que enseña a vivir con entereza y dignidad, acatando las leyes de la naturaleza. Lo esencial no es comprender la realidad, sino aceptar virilmente sus designios. A la filosofía le debemos pedir que nos enseñe a ser más fuertes, más firmes, a estar por encima de los acontecimientos. Hay en Séneca un sentimiento trágico que contrasta con la serenidad de Marco Aurelio. La naturaleza nos golpea y nos hiere con frecuencia, pero debemos permanecer invictos y dignos, sin dejarnos afectar. “No sentir la propia desgracia es impropio del hombre, no soportarla es impropio del varón”. La filosofía nos permite modelar nuestros actos hasta alcanzar la virtud: “la filosofía no rechaza a nadie. […] A nadie está vedada la virtud, a todos es accesible, a los libres y a los libertos y a los esclavos, a los reyes y a los desterrados”. Séneca cree en la dignidad de todos los hombres, con independencia de sus actos: “Incluso el criminal sigue siendo hombre, y en cuanto tal digno de respeto, por lo que es inhumano echarlo a las fieras”. Ningún moralista clásico se enfrentó al tema de la esclavitud con un espíritu tan crítico, señalando que los esclavos son “hombres”, “camaradas”, “amigos humildes” y, por tanto, no están obligados a obedecer las órdenes que repugnen a la razón. La excelencia de un hombre no se mide por sus bienes, sino por su bondad: “Deja a un lado la riqueza, la casa, la dignidad, si quieres pesarte y medirte a ti mismo”. Nadie llegó tan lejos como Séneca en la exaltación de lo humano: “homo, res sacra homini” (“el hombre es cosa sagrada para el hombre”). No se mostró menos radical en su talante cosmopolita: “¡qué ridículas son las fronteras del hombre!”.
Séneca se aproxima al cristianismo al hablar de conciencia, voluntad, pecado y culpa. El hombre es un pecador por naturaleza, pero su conciencia no se cansa de recriminarle sus errores y faltas, apelando a su voluntad para que se corrija y expíe su culpa. Séneca formula una máxima que evoca el espíritu evangélico: “Compórtate con los inferiores como quisieras que se comportasen contigo aquellos que se hallan por encima de ti”. No está menos cerca del talante cristiano su reflexión sobre la hermandad entre los hombres: “La naturaleza nos hace hermanos, engendrándonos de los mismos elementos y destinándonos a los mismos fines. Puso en nosotros un sentimiento de amor recíproco mediante el cual nos ha hecho sociables, ha otorgado a la vida una ley de equidad y de justicia y, según los principios ideales de su ley, es más lesivo ofender que ser ofendido. Dicha ley prescribe que nuestras manos estén siempre dispuestas a hacer el bien. Conservemos siempre en el corazón y en los labios aquel verso: Soy hombre, y nada de lo humano me es ajeno”.
Séneca señala que los bienes materiales no proporcionan la felicidad. Solo la virtud nos hace dichosos. Cuando perdonamos a alguien que nos ha injuriado, experimentamos una legítima satisfacción interior. Nuestra conciencia nos ordena servir a los hombres y no incurrir en el odio: “Allí donde hay un ser humano hay lugar a la benevolencia”. No debemos atesorar riquezas, pues no podrán acompañarnos cuando muramos. Es mejor buscar el afecto y el reconocimiento: “Mira que todos te amen mientras vivas y que puedan lamentarse cuando mueras”. En ocasiones, Séneca habla de la muerte como una liberación, afirmando en términos platónicos que el cuerpo es la prisión y la tumba del alma: “El día de la muerte es verdaderamente para el alma el día del nacimiento eterno”.
Séneca pervive en la memoria colectiva por las grandes lecciones que nos legó. En las Epístolas morales a Lucilio, nos reveló que la verdadera riqueza consiste en una decorosa pobreza; que “sin compañía no es grata la posesión de bien alguno” y que debemos ser nuestros propios amigos, amándonos a pesar de nuestros defectos. El sabio huye de la multitud, pues solo le interesa el “aplauso interior”. Celebra la vejez: “¡Qué dulce resulta tener agotadas las pasiones y dejadas a un lado!”. Busca a Dios en su conciencia y no en el exterior: “Dios está cerca de ti, está contigo, está dentro de ti”. La sabiduría es accesible a todos. Por eso, “todos somos nobles” y “todos los hombres pertenecen al mismo linaje”, incluidos los esclavos, que “gozan del mismo cielo, respiran de la misma forma, viven y mueren como tú”. La sabiduría nos enseña que la amistad es “vivir en comunión”. No conoceremos la dicha si solo vivimos para nuestro provecho: “has de vivir para el prójimo, si quieres vivir para ti”. El filósofo está llamado a salir en defensa de “los desgraciados, los náufragos, los enfermos, los cautivos, los reos, los necesitados”. No puede encerrarse en disquisiciones teóricas y estériles.
Séneca encarna la perplejidad del ser humano frente al cosmos. No pretende entenderlo todo. Se conforma con aprender a vivir. Su meta es discurrir por la vida con serenidad y entereza. La filosofía no puede protegernos de las calamidades, pero nos ayuda a sobrellevarlas. La patria del sabio es el hombre. No hay que cerrar la puerta nuestros semejantes. Los malvados solo son individuos equivocados y nuestros antagonistas pueden ser los mejores maestros. Coherente con este planteamiento, Séneca sitúa a Epicuro entre Sócrates y Zenón, aceptando su magisterio. Lejos de los ídolos paganos, Séneca siente devoción por el Dios padre, testigo íntimo de nuestros actos y benefactor de la humanidad, desdeñando los ritos solemnes: “¿Quieres ser grato a Dios? Sé bueno; imitarlo es rendirle culto, y eso no se consigue realizando sacrificios, sino con voluntad piadosa y recta”. Su juicio sobre la sociedad de su tiempo no es indulgente: “Es una reunión de bestias de toda especia, con la diferencia de que éstas son cariñosas entre sí y no se muerden, mientras los hombres se destrozan mutuamente”.
Es imposible leer a Séneca y no sentir que es nuestro contemporáneo. Sus palabras proceden de muy lejos, pero nos ayudan a habitar el ahora, recordándonos que el pensamiento no es un adorno, sino lo que nos hace humanos.