Imagino que cada espectador alberga en su interior una imagen diferente de Sean Connery, que acaba de morir con noventa años, disfrutando del raro privilegio de dejar este mundo mientras dormía. Nunca me ha interesado James Bond, el agente británico que derrocha masculinidad en películas inverosímiles, donde los puñetazos, los tiros y las explosiones ocupan la mayor parte del metraje. Indudablemente, Sean Connery ha sido el Bond más elegante, cínico y carismático, pero si solo se hubiera limitado a interpretar a 007 no se le recordaría con tanto afecto. La edad le sentó muy bien al actor escocés, borrando esa imagen de macho con músculos de culturista que lo rebajaba a la insulsa categoría de mito sexual. Al envejecer, Connery pudo demostrar que era un gran actor. En Marnie, la ladrona, la famosa película de intriga psicológica de Hitchcock, ya mostró que poseía dotes dramáticas. Al lado de Tipi Hedren, afrontó el reto de internarse en cuestiones tan espinosas como la locura, la violencia y los tabúes, logrando ser convincente. Sin su presencia y la de Hedren, el film –uno de los más endebles del mago del suspense- habría naufragado estrepitosamente.

Connery se hartó de Bond, que lo encasillaba en un personaje plano y sin matices. Su inquietud artística le dirigió hacia otros territorios donde ya no sería la encarnación de un mito banal, sino un actor obligado a infundir vida a seres humanos de carne y hueso. Desde mi punto de vista, logró su primera interpretación magistral con Daniel Dravot, uno de los dos truhanes que protagonizan El hombre que pudo reinar (1975), una brillante película de John Huston basada en un relato homónimo de Rudyard Kipling. Por entonces había cumplido los cuarenta y cinco años. No era un hombre mayor, pero su físico de galán ya había perdido la insolencia y frescura de la juventud. En aquella película memorable le acompañaba Michael Caine en el papel de Peachy Carnehan. Caine ya había mostrado su talento en La huella (1972), de Joseph L. Mankiewicz, aguantando el tipo frente al gran Laurence Olivier, un gigante de la interpretación.

Sean Connery y Audrey Hepburn protagonizaron 'Robin y Marian', del director Richard Lester

Daniel Dravot es un antiguo soldado del imperio británico, un hombre valiente que ha decidido permanecer en la India, donde luchó para mayor gloria de la corona inglesa. Orgulloso de su hoja de servicios y convencido de la superioridad de la civilización occidental, sobrevive perpetrando hurtos, fraudes y chantajes con su amigo Peachy. Son dos pícaros que no han perdido su aire castrense ni su extraordinario coraje. Entre los dos, acuerdan internarse en la región montañosa del Hindu Kush para alcanzar el legendario reino de Kafiristán. Peachy le roba el reloj a Rudyard Kipling, pero cuando descubre que es masón se lo devuelve, pues él también lo es. Surge así una extraña relación que adquirirá una dimensión épica cuando los dos aventureros requieren al escritor como testigo de un juramento. En su presencia prometen abstenerse del alcohol y las mujeres hasta que hayan logrado ser reyes de Kafiristán. Kipling intenta disuadirlos, advirtiéndoles que desde Alejandro Magno ningún blanco se ha internado en la región y ha regresado con vida. Arrogantes y presumidos, contestan: “Si lo hizo un griego, podremos hacerlo nosotros”. Más adelante, ya en Kafiristán, cuando los nativos les preguntan si son dioses, aclaran: “Casi, ingleses”. Dravot sobrevive a un flechazo gracias al correaje de su uniforme militar. Los pueblos de la región creen que es un dios y le confunden con el hijo de Alejando Magno, proclamándole rey. Dravot acabará creyendo que es cierto y aceptará la corona, sin sospechar que está labrando su perdición. Connery hizo una interpretación sobresaliente, moviéndose como pez en el agua en distintos registros. Con barba, bigote y patillas, parecía imposible imaginarlo en otro papel. Con El hombre que pudo reinar, despejó cualquier duda sobre su genio interpretativo. Sin miedo a envejecer, no le importó mostrar su decadencia física. Ya no era una simple percha de metro y noventa con un rostro seductor y un torso atlético, sino un actor maduro que no albergaba ninguna añoranza por la juventud perdida. Sean Connery nunca recurrió a la cirugía estética ni a las cremas rejuvenecedoras. No solo porque rompía su imagen viril, sino porque era demasiado inteligente para oponerse al inevitable paso del tiempo. Así nos ahorró ver su rostro convertido en una máscara inexpresiva.

Andy García, Sean Connery, Kevin Costner y Charles Martin Smith en 'Los intocables de Eliot Ness' (Brian de Palma, 1987)

El genio interpretativo de Sean Connery volvió a brillar con Robin y Marian (1976), de Richard Lester. En el papel de un Robin Hood envejecido que regresa a Inglaterra para reunirse con su esposa Marian (una extraordinaria Audrey Hepburn), profundizó aún más en ese viaje hacia la madurez, reflexionando sobre el desengaño, la violencia, el amor y la muerte. Desde mi punto de vista, es el mejor Robin Hood de la historia del cine. Connery deja atrás definitivamente su imagen de galán para aparecer como un hombre desencantado y fatalista. Devastado por la experiencia de las Cruzadas, donde ha descubierto que los cristianos superan en crueldad a los infieles, Robin ya no espera nada, salvo envejecer en compañía de Marian, pero ésta ha decidido por los dos. Sin que lo haya advertido, lo ha envenenado. No se trata de un asesinato, sino de un suicidio compartido, pues ella también ha ingerido el veneno. Cuando Robin, angustiado por el inminente fin, le pregunta por qué lo ha hecho, Marian contesta: “Te amo. Te amo más que a todo, más que a los niños, más que a los campos que planté con mis manos, más que a la plegaria de la mañana o que a la paz, más que a nuestros alimentos. Te amo más que al amor o a la alegría o a la vida entera. Te amo más que a Dios”. Esta secuencia es una de las grandes escenas de amor de la historia del cine y ahí estaba Sean Connery, más seductor como hombre herido y vulnerable que como superagente con licencia para matar. Indiscutiblemente, la escena no habría tenido la misma altura sin la presencia de Audrey Hepburn, ya madura y lejos del glamur de Sabrina y Desayuno con diamantes.

En 1987, Sean Connery interpretó a Jim Malone, el brazo derecho de Elliot Ness en su lucha contra Al Capone. Dirigida por Brian de Palma, Los intocables de Eliot Ness reunió a un brillante elenco de actores: Robert De Niro, Kevin Costner –por entonces, casi un desconocido-, Andy García –aún lejos de ser una estrella- y Charles Martin Smith, un magnífico secundario. Todos quedaron eclipsados por Connery, que obtuvo el Oscar al mejor actor de reparto. El actor escocés interpreta a un viejo policía incorruptible. Su honestidad le ha costado patear las calles como simple agente. Duro, valiente y brutalmente sincero, recluta a George Stone (Andy García) en una escena memorable, poniendo a prueba su carácter. Stone está en la academia de policía, preparando su ingreso. Es un tirador excepcional y un hombre sin miedo. Malone se burla de sus orígenes italianos, acusándole de ser un ladrón, como todos los “espaguetis”. Fuera de sí, Stone extrae una pistola y le pone el cañón en el cuello. Malone, que ha sacado una porra para defenderse, sonríe y comenta: “Este me gusta”. Connery consigue que toda la sala vibre con la escena, sumamente divertida y con una gran carga emocional. En esas fechas ya tenía cincuenta y siete años. Estaba muy lejos de ese joven atlético que encarnó a Bond, pero parecía infinitamente más veraz y más humano. En Los intocables de Eliot Ness, Connery logra una interpretación de alto voltaje. Católico devoto, solterón empedernido y con una gran intuición policial, ejerce un liderazgo incuestionable, aportando la experiencia de la que carecen sus compañeros. Asesinado por Frank Nitti (Billy Drago), su muerte provoca una conmoción en el espectador. Se puede decir que en ese momento se cumplen los requisitos de la catarsis de la tragedia griega, despertando piedad y temor. Aún recuerdo el silencio doliente de la sala de cine donde vi la película por primera vez.

Sean Connery junto a Harrison Ford en 'Indiana Jones y la última cruzada', película en la que corrobora su talento para la comedia

Sean Connery resultó particularmente entrañable como padre de Indiana Jones. Profesor de literatura medieval en la Universidad de Oxford, apenas presta atención a su hijo y no es particularmente amable con sus alumnos. Obsesionado con la búsqueda del Santo Grial, siempre lleva pajarita, sombrero Traveller y no suele separarse de su paraguas ni de su cartera de profesor, aunque se encuentre en pleno desierto. Cuando su hijo le recrimina que apenas se ha interesado por él, reservando su atención a personas que llevan muertas más de quinientos años, le contesta sin inmutarse que así le ha convertido en un adulto autosuficiente. En Indiana Jones y la última cruzada (1989), Connery corrobora su talento para la comedia. Ya no es un agente secreto cínico y amoral, sino un inofensivo medievalista que explota su ingenio para enfrentarse a los nazis, sus rivales más encarnizados en la búsqueda del Santo Grial. Cuando un avión alemán se dirige amenazador hacia él y su hijo “Junior” (se resiste a llamarle Indy, pues era el nombre de un perro), abre sus paraguas y espanta a una bandada de gaviotas, logrando que se estrellen contra la cabina del piloto, lo cual provocará su caída. Creo que no soy el único que prefiere ver a Connery con un paraguas en la mano en vez de con una pistola con silenciador.

Hay otras muchas imágenes del actor escocés, pero yo me quedo con las que he citado. No me interesa mucho su vida personal. La verdad de un actor de cine no está en su biografía, sino en sus películas. Sean Connery será siempre para mí el rey de Kafiristán, un soñador que intenta escapar de la realidad. Quizás es lo que nos sucede a la mayoría de los mortales, insatisfechos con nuestras existencias mediocres y exentas de grandeza.

@Rafael_Narbona