El libro solo es la estación final de un largo viaje. Algunos escritores han empleado varias décadas en finalizar una novela o un ensayo. Durante el camino, el libro se reinventa, creciendo o menguando por donde menos se espera. Su creador es el primer sorprendido, pues la escritura posee un movimiento propio. Es como una marioneta que cobra vida, liberándose de los hilos que dirigían sus pasos. Hay escritores que se dejan llevar por la espontaneidad, limitándose a bosquejar un esquema antes de iniciar la travesía. Otros son más meticulosos y planifican todo, pero no hasta el extremo de ahogar la espontaneidad. Mario Vargas Llosa pertenece al segundo grupo. Gracias a La realidad del escritor, uno de los tres libros que ha publicado hace poco la editorial Triascastela, podemos conocer mejor la sala de máquinas donde se han gestado obras maestras como Conversación en la Catedral, La ciudad y los perros o La guerra del fin del mundo. La realidad del escritor reúne una serie conferencias que Vargas Llosa impartió en universidades estadounidenses y que hasta ahora solo se habían publicado en inglés. Se trata de una auténtica autobiografía literaria que esboza una teoría de la novela, pero sin caer en el academicismo. De hecho, las ideas discurren con un ritmo narrativo que neutraliza el tono solemne de este género de textos, neutralizando el riesgo del aburrimiento. 

Vargas Llosa comienza hablando de las crónicas de Indias. Cuando la Inquisición española prohibió la novela en el Nuevo Mundo, ignoraba que la ficción no es un lujo, sino una necesidad elemental del ser humano. No es posible soportar la realidad sin disfrutar de medios de evasión que ayudan a sobrellevar las imperfecciones de la vida. Discípulo del historiador Raúl Porras Barrenechea, al que Vargas Llosa compara con Marcel Bataillon, aprendió en sus clases que “la historia era anécdota, gesto, aventura, color, psicología”. Quizás eso explica que las crónicas de Indias estén salpicadas de hechos extraordinarios y fantásticos. La prohibición de la novela exacerbó esa tendencia, propiciando la aparición de un fenómeno que más tarde se llamaría realismo mágico. La conquista del Perú es un hecho que roza lo inverosímil. ¿Cómo fue posible que un puñado de españoles se apropiara del imperio inca? Los caballos, las armas de fuego y las alianzas con las tribus oprimidas no explican la caída de un imperio tan extenso y sofisticado. Vargas Llosa señala que el culto al Inca, al que se consideraba una deidad, impidió que surgiera la autonomía individual, convirtiendo al pueblo quechua en una colmena laboriosa, pero sin iniciativa ni criterio propio. Cuando el Inca fue herido, sus súbditos quedaron paralizados, sin saber cómo reaccionar. Vargas Llosa se pronuncia con valentía a favor del descubrimiento, señalando que llevó a América “la tradición judeocristiana, el idioma español, Grecia, Roma y el Renacimiento, la noción de soberanía individual y una posible opción, remota en el futuro, de vivir en paz”. Se atribuye al imperio español el exterminio de los pueblos nativos, olvidando que en países como Chile y Argentina la carnicería se llevó a cabo años después, cuando ya se habían establecido repúblicas soberanas.

A pesar de que Borges encarnaba todo lo que Sartre le había enseñado a odiar en un intelectual, Vargas Llosa leyó sus libros con fervor clandestino, pues cuestionaba su visión de la literatura en unos años en que el futuro Nobel aún se identificaba con el comunismo. El tiempo le ha confirmado que “Borges ha sido lo más importante que le ocurrió a la literatura en lengua española moderna y uno de los artistas contemporáneos más memorables”. Con una prosa tan poderosa como la de Quevedo y un ímpetu renovador tan profundo como el de Rubén Darío, Borges protagonizó una “revolución unipersonal”. Es imposible imitarlo sin caer en la parodia. Sin embargo, incitó a cultivar la precisión y la concisión, dos virtudes escasas en la literatura en lengua española. En un idioma propenso a la retórica y poco aficionado a los conceptos, Borges desarrolló una literatura basada en ideas y con un propósito lúdico. Nunca se tomó en serio la filosofía. Solo la explotó literariamente, aprovechando sus paradojas. Disociar literatura y vida provocó que despreciara la novela. No ocultaba su desagrado hacia un género que abarca la totalidad de la experiencia humana, sin esconder sus imperfecciones. A Borges no le interesaba el “barro humano”. Hay algo inhumano en su literatura, pues en ella no tiene cabida “lo existencial, lo histórico, el sexo”. Su “pulcritud lógica” parece concebida para abolir la vida y no para comprenderla. 

Con La ciudad y los perros, Vargas Llosa encontró un método para escribir. En primer lugar, aprendió a partir de una experiencia personal que perduraba en su memoria a pesar de los estragos del tiempo. En segundo lugar, descubrió que su visión de la realidad estaba distorsionada por su procedencia social y familiar. En el colegio militar Leoncio Prado, se topó con el Perú real, con su mezcla de clases sociales y razas. En tercer lugar, comprendió que era necesario distanciarse de lo vivido antes de empezar a escribir sobre ello. Solo seis años después pudo empezar su novela sobre su experiencia como cadete. En cuarto lugar, entendió que el magma o texto inicial solo adquiere consistencia al ser editado, cortando, añadiendo o reescribiendo los episodios desde distintos puntos de vista. En quinto lugar, asumió que la invención del narrador y la organización del tiempo son esenciales para que el relato posea fuerza persuasiva. Por último, descartó convertir la novela en el vehículo de unas tesis políticas o filosóficas. Lo discursivo y lo narrativo se repelen. La misión de la novela no es captar acólitos, sino escarbar en la condición humana, reflejando los claros y las sombras, lo racional y lo instintivo, lo noble y lo turbio. 

La Casa Verde consolidó ese método de trabajo, corroborando otra lección adquirida durante la elaboración de su primera novela: el escritor se desnuda con sus ficciones, mostrando sus demonios interiores. Si no lo hace, desemboca en una literatura deshumanizada, como la de Borges, donde el idioma y la inteligencia pueden fabricar asombrosos artificios, pero nunca historias con pasiones y desengaños reales. Descubrir el mar a los nueve años no solo es un ensayo sobre cómo se escribió La Casa Verde. También es una evocación nostálgica de la infancia en Piura que incluye una clarividente reflexión sobre el progreso. Las niñas nativas que fueron escolarizadas por monjas y enviadas a servir a casas de familias blancas perdieron sus raíces. Situadas entre dos mundos, acabaron repudiadas por ambos y, en muchos casos, no les quedó otra alternativa que la prostitución. Verdaderamente, el infierno está empedrado por buenas intenciones. Vargas Llosa apunta que “la materia prima de la literatura no es la felicidad sino la infelicidad y los escritores, como los buitres, se alimentan preferentemente de carroña”

Hijo de un padre autoritario que odiaba la vida bohemia, Vargas Llosa confiesa que nunca deseó ser abogado, periodista o maestro. “Lo único que me importaba era escribir y tenía la certidumbre de que si intentaba dedicarme a otra cosa sería siempre un infeliz”. Dado que su intención era ser novelista, no tardó en averiguar que “la inspiración no existía” en ese género literario. El novelista es “el desairado de las musas” y no le queda otro camino que trabajar con paciencia y obstinación. Vargas Llosa que “cada sílaba escrita” le “costaba un esfuerzo brutal”. En una entrevista que le hice recientemente, le pregunté al Nobel peruano cómo explicaba el salto desde los cuentos de Los jefes, meritorios pero no extraordinarios, a La ciudad y los perros, una obra perfecta y, desde hace tiempo, un clásico. Me contestó que la clave se hallaba en sus lecturas: Faulkner, Joyce, Flaubert. Esos grandes creadores e innovadores le llevaron hasta sus grandes novelas y sus humanísimos personajes, como el Fushía de La Casa Verde, el único que se le ha aparecido en sueños y cuyo final le conmovió profundamente, casi como si fuera un ser real y no una criatura imaginaria. El oficio de escritor consiste en mentir de forma persuasiva, transformando la ficción en verdad. A veces, el autor llega a creerse sus propias mentiras, pues sus obras adquieren una vida independiente. Pantaleón y las visitadoras añadió a su universo narrativo un nuevo elemento: el humor. “Hay algunas historias –escribe Vargas Llosa- que no se pueden contar de manera seria sin ponerlas en peligro de muerte”. 

Los que solo se preocupan de los aspectos formales de la novela nunca consiguen contar buenas historias. También fracasan los autores de folletines que solo persiguen el entretenimiento. El exceso de seriedad y una frivolidad superlativa son incompatibles con la novela, que exige humor y profundidad, una visión inteligente de la realidad que sortee igualmente lo solemne y lo superficial. En La tía Julia y el escribidor, Vargas Llosa reflexiona sobre la relación entre realidad y ficción, señalando que no pueden compartir el mismo espacio, sin estorbarse mutuamente. Cuando empezó a escribir la novela, incluyéndose a sí mismo como personaje, tuvo que distorsionar su biografía para que adquiriera una dimensión literaria. La literatura no es un mero espejo, sino una forma de prestidigitación que combina distintos recursos para crear una ilusión de realidad. En La guerra del fin del mundo, se planteó el problema de reelaborar una historia verdadera para convertirla en una trama literaria. Los hechos –la desconocida guerra de Canudos- exigían fidelidad, pero al mismo tiempo necesitaban un tratamiento literario para funcionar como novela. Basada en Os Sertões, de Euclides da Cunha, La guerra del fin del mundo aborda a la vez la resistencia a la modernidad de las comunidades más primitivas, que se niegan a desprenderse de sus atavismos, y la intolerancia de los intelectuales, que convierten sus opiniones en dogmas e intentan imponerlos por cualquier medio, sin descartar la violencia. La peripecia de Canudos no pertenece al pasado. Vargas Llosa afirma que en los Andes peruanos se vive el mismo conflicto, con unos campesinos renuentes a los cambios y una guerrilla maoísta que sueña con destruir la democracia para implantar una utopía rural. Si en Conversación en la Catedral se aprecia la influencia de Joyce, en La guerra del fin del mundo se nota el magisterio de Tolstoi. Historia de Mayta prolonga la reflexión de Vargas Llosa sobre la violencia revolucionaria. ¿Cómo es posible que el comunismo siga despertando fervor, pese a sus fracasos históricos? Vargas Llosa atribuye su éxito a que desempeña un papel parecido a la ficción, alimentando la necesidad del ser humano de soñar. La ficción es positiva si se vive como ficción, pero se transforma en algo dañino y destructivo cuando se confunde con la realidad.

La realidad de un escritor es una mirilla abierta en el taller de Vargas Llosa. Nos permite observar cómo trabaja y descubrir cuáles son las claves de su fecunda trayectoria literaria. Vargas Llosa ha sabido conjugar la creación de tramas y personajes con profundas reflexiones sobre política, historia y moral. Sus ensayos sobre distintos autores revelan que está “podrido de literatura”, como Borges, pero no hasta el extremo de darle la espalda a la realidad, inventando una realidad alternativa. Escritor comprometido y sin miedo a las polémicas, la entrevista que me concedió hace un mes me dejó bien claro que mantenía intacta su lucidez. Cortés y cercano, me pareció un caballero que contempla su vida con la satisfacción de haber cumplido todas sus metas, pero que aún está dispuesto a emprender nuevas aventuras. La realidad de un escritor es que no puede dejar de empuñar la pluma –Vargas Llosa se mantiene fiel a ella, sin ceder a la tentación de la escritura digital- y solo desiste cuando sus fuerzas se agotan. No pierdo la esperanza de que el Nobel peruano nos regale aún nuevas ficciones que nos ayuden a olvidar las insuficiencias de la vida real. No me atrevo a sugerirle un tema, pero yo –que ya no soy joven- me encantaría una novela que abordara el tema de la vejez desde una perspectiva vitalista y sin temor a la muerte. Nada de crepúsculos y nostalgias. Solo amor y gratitud a la vida. Dado que Galdós escribió dos finales para una misma novela, algo realmente insólito, nada es improbable en el terreno de la literatura y quizás mi deseo se haga realidad. 

@Rafael_Narbona