Walt Disney: el fin de la inocencia
El Disney clásico no es bobo ni cursi. Sus mejores películas contienen mitos, inquietantes reflexiones morales, filigranas estéticas, personajes complejos, experiencias traumáticas, paradojas morales...
Se ha dicho que las películas de Walt Disney son blandas, bobas y cursis, pero lo cierto es que casi todas incluyen momentos de una gran crudeza. A veces, bordean incluso la perversidad. La bruja de Blancanieves, la muerte de la madre de Bambi, el implacable rencor del capitán Garfio o el instinto depredador de Cruella de Vil revelaron la existencia del mal a varias generaciones, poniendo fin a la inocencia de la niñez. Recuerdo traumatizado la muerte de la madre de Bambi. Un acontecimiento tan turbador parecía impensable en una película infantil, pues evidenciaba que todos, incluidos los más pequeños, podemos caer en el desamparo más desolador. Disney prepara la escena minuciosamente. Después de la llegada del invierno, el alimento escasea. Un manto blanco ha cubierto el bosque. El cervatillo se acurruca contra su madre, quejándose de hambre. Apenas queda pasto. Todo está muerto y frío. Madre e hijo exploran caminos y claros hasta que encuentran unas raquíticas hierbas. Comen ávidamente, pero unos sonidos lejanos alertan a la madre. No es un ruido desconocido, sino tristemente familiar, que delata la presencia en el bosque de los cazadores, ávidos de matar. Madre e hijo emprenden la huida, sorteando troncos caídos y pequeños barrancos. Aunque se mueven velozmente, los disparos alcanzan a la madre. Por fortuna, la muerte acontece fuera de plano, escamoteando una violencia que habría resultado insoportable para el espectador. Sin la protección de su madre, Bambi empieza a deambular por un bosque sumido en una copiosa nevada hasta que se topa con su padre, un imponente macho con una cornamenta adornada con muchas puntas. Sin sentimentalismos, le comunica que su madre ha sido abatida por los hombres y le pide que sea valiente, asumiendo que a partir de ahora tendrá que enfrentarse solo al mundo. Disney únicamente necesita unos minutos para destruir la falsa sensación de seguridad de los niños. Todo el que flota en el río de la vida, se ahoga antes o después.
Vi Bambi por primera vez tras la muerte de mi padre. Por entonces, era un niño de corta edad, como el cervatillo protagonista, pero mi pérdida se había producido por causas naturales y no por una inesperada violencia asociada a un acto de crueldad. Creo que el hallazgo del mal transformó mi imagen de la vida, corroborando una frase de Nietzsche que no conocí hasta mucho después: “el dolor nos hace profundos”. Quizás lo que marca la diferencia entre la edad adulta y la niñez no sea el descubrimiento de la imperfección del mundo, sino el asumir que nada se parece a lo que esperamos. Cualquier día puede esconder la tragedia que malogre nuestras expectativas, evidenciando que la existencia se parece a las acrobacias de un volatinero. Vivir es como caminar por un alambre. Aunque lo olvidamos, el riesgo de caída acecha a cada paso. En tiempos de la Covid-19, una plaga que nos ha devuelto a la incertidumbre de las viejas epidemias, ese riesgo ha dejado de ser invisible, irrumpiendo brutalmente en nuestras conciencias.
Si la memoria no me falla, vi Blancanieves después que Bambi. Aún recuerdo el espanto que me produjo la bruja, lanzando una carcajada escalofriante después de que la princesa acogida por los siete hombrecillos cayera en un sueño casi idéntico a de la muerte. Descubrir que una pérfida reina podía transformase en una hechicera, alteró mi percepción de la realidad. La trama de lo real, lejos de ser inmutable, podía revertirse. La razón y la lógica no eran la última palabra del universo. Blancanieves introdujo en mi sensibilidad lo espectral y surrealista, lo aberrante y absurdo, lo felizmente contradictorio y paradójico. Con la perspectiva de los años, me llama la atención que una manzana sea una vez más el instrumento del mal. La bruja reproduce el ardid de la serpiente para destruir el equilibrio y la belleza. Disney explota los mitos y los relatos bíblicos para situar sus películas en el ámbito de lo atemporal y arquetípico. El espejo se inscribe en esa estética. No es el objeto que muestra la frivolidad de la madrastra de Blancanieves, sino el espacio donde se pone de manifiesto hasta qué punto el narcisismo es una pasión dañina. El anhelo de ser la más bella rebaja a los otros a meros espectadores, ignorando sus sentimientos y sus derechos. El espejo evoca el gabinete de Sade, donde no hay semejantes, sino carne humillada, degradada y martirizada. La madrastra no se conforma con la muerte de Blancanieves. Quiere su corazón en un cofre. Es una forma de cosificar a la víctima, transformando sus restos en un fetiche. Me pregunto qué podría haber escrito Bataille si hubiera reparado en la profundidad simbólica de esa historia, donde se convertía un asesinato en un sacrificio ritual, vinculando el crimen a una especie de éxtasis que impugna las convenciones morales más elementales.
Si miro hacia atrás, intentando ordenar mi relación temporal con Disney, Peter Pan aparece como la tercera estación de un proceso iniciático que disipó la imagen del mundo de la niñez. El capitán Garfio es un malvado grotesco. Afectado como un cortesano e hipócrita como un timador, ha permitido que el resentimiento se apropie de su existencia. Vive para vengarse de Peter Pan, al que responsabiliza de la pérdida de su mano izquierda. Su odio convive con el espanto que le produce escuchar el tic-tac del cocodrilo que la devoró y que sigue incansablemente la estela de su bajel pirata, esperando la oportunidad de comerse el resto de su cuerpo. El detalle del tic-tac parece un recurso cómico, pero en realidad esconde ese miedo al tiempo y a la finitud que aparece una y otra vez en las obras de Shakespeare o, por barrer hacia casa, en Quevedo y otros escritores del Barroco español. El capitán Garfio escenifica la angustia del ser humano ante la muerte, un destino que sabemos inevitable, pero que siempre ubicamos en un futuro lejano. El infatigable acoso del cocodrilo evidencia que ese gesto solo es un subterfugio inútil. La muerte nos seguirá por los siete mares, reclamando la pieza que la biología le garantiza. Más tarde o más temprano, todos seremos devorados por el tiempo.
Campanilla me hizo conocer el fenómeno de los celos. Aunque a mi corta edad aún no comprendía muy bien en qué consistía el enamoramiento, sí advertí que por despecho se podían cometer las peores indignidades. Campanilla traiciona a Peter Pan porque no soporta su interés por Wendy. Su gesto no está muy lejos del de Caín, ofendido por la preferencia de Yahveh hacia Abel. Disney actualiza viejos mitos con un falso barniz de ingenuidad, transformando una historia ancestral en una vivencia cercana. “Nunca Jamás” es una isla imaginaria, pero cualquier mente un poco avispada entiende que sus límites coinciden con los de esos cuartos de nuestra niñez cuyas paredes podían albergar un vasto universo. Todos los niños se sienten fascinados por Peter Pan, pues encarna la posibilidad de una infancia eterna. O, lo que es lo mismo, de una vida donde la imaginación y el asombro sustituyen a la realidad y a la rutina. Peter Pan es valiente, inconformista, burlón, imprevisible y… puede volar. Es el viejo sueño del ser humano. Despegar del suelo para contemplar el mundo desde lo alto, sorteando las distancias que la física ha interpuesto entre nuestras ensoñaciones y nuestras posibilidades. “Nunca Jamás es el reino de lo imposible, de lo fértil y maravilloso, de lo fantástico y lo onírico”. El famoso complejo de Peter Pan, inventado por Dan Kiley, no es simple resistencia a madurar, sino una interminable rebelión contra la mediocridad, el prosaísmo y la ramplonería.
Amante de los perros desde la niñez, la maldad de Cruella de Vil siempre me sobrecogió. Con su elegante boquilla de marfil, su risa diabólica, su abrigo de pieles y su mechón de pelo blanco, su aparición en pantalla desencadenaba en mi interior el mismo pánico que tal vez experimentaron los griegos cuando las Erinias entraban en escena. Sabía que era la encarnación del mal absoluto. ¿Cómo podía anhelar hacerse un abrigo con piel de cachorros de dálmata? ¿Era posible concebir algo más perverso? Su malicia no me impedía apreciar su sofisticación y su deletéreo encanto. La madrastra de Blancanieves, Cruella de Vil y, más adelante, Scar, el rey felón de aire shakesperiano, muestran de forma inequívoca la seducción del mal. ¿Se habría producido el pecado original si Eva no se hubiera dejado seducir por la serpiente? ¿No era Hitler un seductor con un talento demoníaco para hechizar a las masas? Disney rompe con el burdo maniqueísmo que confronta el bien y el mal desde una perspectiva simplista. Los malos pueden ser muy atractivos. Su poder se basa en su capacidad de cautivar. No hay que dejarse embaucar y, si no es posible, conviene imitar a Ulises, atándose al mástil para no sucumbir al canto de las sirenas.
El Disney clásico no es bobo ni cursi. Sus mejores películas contienen mitos, inquietantes reflexiones morales, filigranas estéticas, personajes complejos, experiencias traumáticas, ritos de iniciación, paradojas morales. Si un extraterrestre investigara nuestra civilización, aprendería mucho con esas fábulas nada banales. Me pregunto qué le enseñaría El libro de la selva, una de mis favoritas. Observando las bochornosas incidencias de la vida política, con líderes tan estólidos como Trump, Putin o Boris Johnson, he fantaseado con un mundo gobernado por el rey Louie, ese simio gigantesco que gobierna una región indeterminada del sureste asiático. Lamento su ambición de conocer el fuego, un deseo prometeico de consecuencias devastadoras, pero admiro su sentido del ritmo. Louie es un auténtico genio del swing. Nunca desperdicia la ocasión de cantar y bailar. ¿No decía Nietzsche que el superhombre sería un gran danzarín? ¿Qué habría pensado si hubiera escuchado al rey Louie? Tal vez habría concluido que el superhombre no pertenece al porvenir, sino a un pasado remoto que hemos olvidado. Obsesionado por la voluntad de poder, quizás Nietzsche se hubiera fijado más en Shere Khan, el tigre vengativo, pero yo creo que el mejor ejemplo del gay saber no es el agresivo y cínico felino, sino Baloo, el entrañable oso que vive despreocupadamente. Maestro y tutor de Mowgli, le enseña que para ser feliz solo hace falta un día soleado, algo de fruta –preferiblemente, un plátano, rico en potasio-, y, por supuesto, un poco de música que ayude a bailar. Yo siempre soñé con un amigo como Baloo y creo que no fui el único niño de mi generación que albergó esa fantasía. El extraterrestre que examinara las películas de Disney tal vez deduciría que no hay nada más importante para los humanos que la alegría y la amistad. Ya se sabe que los documentos de una cultura no siempre reflejan lo que es, sino lo que debería ser. El hipotético alienígena descubriría algo fundamental con el final de El libro de la selva. Para nuestra especie, lo esencial es el amor. Mowgli abandona la jungla y a sus amigos para seguir a una niña con unos ojos muy hermosos y una voz muy dulce.
Aprendí más con las películas de Disney que en la escuela. Ahora que soy un adulto, sigo frecuentándolas y nunca me decepcionan. Es cierto que algunas obras menores se despeñan por un sentimentalismo algo tonto, pero es un detalle aislado y no afecta a los grandes clásicos. Ahora que los energúmenos claman contra las pateras, acusando a los inmigrantes de ser los nuevos hunos, convendría volver a ver Dumbo, donde se muestra la crueldad que soportan los seres diferentes, los que no encajan en los esquemas de la mayoría. Tendemos a menospreciar a los indigentes, a los que viven en la calle, soportando la precariedad, las incidencias climatológicas y el desprecio de los satisfechos, olvidando que los héroes muchas veces deambulan por los márgenes de la sociedad. Es el caso de Golfo, el perro callejero de La dama y el vagabundo. Siempre bajo sospecha, hostigado por la policía y las personas biempensantes, Golfo, un mestizo con un gran valentía e ingenio, salvará a un bebé de ser devorado por una rata. Su gesto de coraje me recuerda a Mamoudu Gassama, un inmigrante de Malí que salvó en Francia a un niño de caer al vacío desde el cuatro piso de un edificio. El niño se había quedado colgando del balcón y Mamoudu no lo pensó dos veces: escaló por la fachada, jugándose la vida hasta que pudo rescatarlo. Imagino que hasta entonces los ciudadanos con prejuicios xenófobos y racistas no le escatimaban las miradas despectivas, semejantes a las que sufría Golfo. Disney colaboró con el macartismo, denunciando a líderes sindicales y trabajó como agente del FBI en la cruzada anticomunista impulsada por J. Edgar Hoover. Por suerte, las obras de arte gozan de una sorprendente autonomía y trascienden la miseria de sus creadores. Las películas de Disney son un alegato a favor de la libertad, la alegría y el inconformismo. Algunos dicen que fomentan los estereotipos raciales y machistas, pero yo cada vez que veo a los indios de Peter Pan deseo convertirme en un piel roja.