Cuando descolgué el teléfono y escuché la voz de Francisco Umbral, pensé que estaba soñando, pero los sueños son caóticos y el que me interpelaba se expresaba con una lógica aplastante. Además, su voz grave y campanuda era absolutamente inconfundible, la evidencia de que se trataba de algo real.
-Necesito hablar con usted –dijo, sin ocultar su impaciencia-. Una temporada en el infierno no está mal, pero yo llevo allí demasiado tiempo. Nunca pensé que este lugar se parecería a una tertulia literaria. Estoy harto de chismes y envidias. Necesito un ambiente más saludable. ¿Podría ayudarme?
-¿Cómo?
-Tiene que ayudarme a rellenar un formulario para que me autoricen una estancia temporal en el cielo. Me piden un aval. Dicen que mi dominio del idioma impide apreciar con claridad cuáles son mis intenciones. Usted cree en Dios, ¿no? Pienso que me valdría. Además, ha escrito una docena de artículos sobre Miguel Delibes, mi amigo y maestro. No se me ocurre mejor credencial. ¿Qué tal le viene quedar en el Café Gijón? Ahora que han levantado el toque de queda, podemos trasnochar y pasear un poco por Recoletos. Me gustaría colgar mi bufanda en el cuello de la estatua de Valle-Inclán. Nunca escatimo los gestos de gratitud hacia mis maestros.
La posteridad no ha sido generosa con Umbral. Su personalidad ha eclipsado su obra. A medio camino entre Larra, Gómez de la Serna y Lord Byron, escribió caudalosamente, logrando hazañas estilísticas dignas de Quevedo. Tan provocador e incorrecto como Baudelaire y Rimbaud, no le inquietó tomar como maestros a malditos como César González Ruano y Agustín de Foxá, dos plumas imbuidas de nostalgia por el Antiguo Régimen y refractarias a los valores democráticos. Prosista superdotado, sus piruetas verbales le convirtieron en un autor intraducible, lo cual ha limitado trágicamente su eco en otros países. Umbral frecuentó casi todos los géneros: narración, ensayo, periodismo. Sin embargo, no se parapetó en ninguno. Prefirió ser un francotirador que cambia libremente de posición, seleccionando el blanco conforme a las inquietudes del momento.
Todas sus obras son autobiográficas. No porque relaten sus peripecias existenciales con mayor o menor fidelidad, sino porque nacen de una rigurosa introspección: “Mi camino es contar mi yo”. Umbral se desnuda en cada libro, explorando los distintos estratos de una psique incendiada por una imaginación barroca. Cronista de ese Madrid canalla donde coinciden golfos, aristócratas, actrices, putas y literatos, incorporó al castellano la jerga del lumpen, continuando la tradición del Siglo de Oro, donde lo marginal y abyecto convivió con lo sublime y espiritual.
Gracias a la protección de Camilo José Cela y José García Nieto, Umbral logró sobrevivir en un Madrid aún marcado por las heridas de la Guerra Civil. Dormía en pensiones de mala muerte y se alimentaba con bocadillos de calamares, lo cual no impidió que mientras contemplaba la tumba de Larra una fría mañana de febrero, el empleado de una funeraria le ofreciera un lujoso nicho. Cuando le explicó su situación, el comercial le entregó su tarjeta, por si sus circunstancias cambiaban. Devoto de Proust, nunca dejó de escribir sobre su pasado, pero disfrazó a su madre de Greta Garbo. Hijo bastardo, su infancia fue desdichada y precaria. Como padre, las cosas no fueron más fáciles, pues su hijo Francisco, “Pincho”, murió a los cinco años. El dolor inspiró su mejor obra, Mortal y rosa, un planto tan lírico como descarnado.
Adicto a la combinación de whisky con Optalidón, Umbral afrontaba el día a día con su Olivetti, acumulando páginas y páginas. Su mala salud no le ayudaba, pero la máquina de escribir lo mantenía a flote, si bien no le libró de las tempestades desatadas por su lengua desinhibida. Nunca desperdició la ocasión de vituperar a Baroja, Azorín, Antonio Machado, Cernuda, Ortega y Gasset o Rosa Chacel, a la que llamó “bruja cruzada con Mary Poppins”. Ni siquiera se salvaron de sus invectivas Laín Entralgo o Lázaro Carreter, que tanto le habían ayudado. Sus ataques al último le cerraron las puertas de la Real Academia, lo que le causó una enorme frustración. Sin embargo, obtuvo infinidad de premios: el Nadal, el Planeta, el Mariano de Cavia, el Príncipe de Asturias, el Cervantes. Dice que al final de su vida ya no le interesaba la gloria. Solo el recuerdo de su madre y del hijo perdido encendía la pasión de un cerebro herido por el Parkinson.
La perspectiva de hablar con Umbral despertó mi nostalgia. Mi primera crítica en El Cultural apareció en el número dedicado a celebrar la concesión del Cervantes. Por entonces, el escritor colaboraba con El Mundo publicando una columna diaria. Además, escribía una página completa para El Cultural todas las semanas. Indudablemente, era la estrella del periódico y uno de los personajes más populares de la España de entonces. Desde su muerte en 2007, ningún autor ha logrado brillar con tanta fuerza como él, salvo Pérez-Reverte, con el que intercambió exabruptos, tejiendo una de esas enemistades literarias que tanto juego dan a la posteridad. En el terreno de la creación, el odio aviva el ingenio, inspirado páginas memorables.
Acudí al Café Gijón con la preceptiva mascarilla, preguntándome si los demás entenderían que desde hacía tiempo me había instalado en un impreciso punto de encuentro entre la realidad y la ficción. Solo la literatura puede lograr esta fusión. El auge de las ciencias naturales ha empobrecido nuestra percepción del mundo, degradando la imaginación a mero artificio, sin comprender que –como señalaba William Blake- nuestros ensueños, lejos de ser fabulaciones, constituyen la verdadera realidad. No puedo quejarme de mis jefes en El Cultural, pero creo que solo mi joven amigo Andrés Seoane confía aún en mi cordura. El resto se ha resignado a soportar lo que consideran extravagancias, pero no pierdo la esperanza de que algún día se restaure el prestigio de los místicos, espiritualistas y alquimistas, cuya interpretación de lo real nos revela que los límites solo son convenciones, no hechos objetivos e irreversibles.
Abrí la puerta del Café Gijón buscando a Umbral con la mirada. Al principio, solo vi las paredes forradas de madera y el ajedrezado de baldosas granates y marfil claro. Celebré que en algunos lugares la belleza aún prevaleciera sobre la funcionalidad. Algo desanimado, pensé que tal vez el escritor no había acudido a la cita, pero su poderosa voz llamó mi atención:
-Aquí, aquí –dijo, alzando la mano-. Me he sentado al lado de la ventana. Me gusta contemplar la comedia humana. Eso sí, con el covid, más que una comedia, lo que se ve es en una mascarada.
A pesar de la melena, la piel de astracán y el cuello alto, Umbral parecía encogido por el frío. Dado que los termómetros rozaban los veinte grados, no pude reprimir mi expresión de extrañeza.
-No ponga esa cara, hombre. ¿Es que no sabe que soy un friolero profesional? Además, ¿no ha leído que se nos echa encima una ciclogénesis? ¡Ciclogénesis! Menuda palabra. Antes se hablaba de ciclón o borrasca. ¿Qué están haciendo con el idioma? Si me hubieran dejado entrar en la Real Academia… Por cierto, quítese la mascarilla. Yo estoy muerto y no puedo contagiarle nada, coño.
-Cuando quiera empezamos con el formulario –le dije mientras llamaba al camarero para pedirle un café. Un hombre mayor con una chaqueta blanca tomó nota, sin mostrar sorpresa alguna por la presencia del escritor.
Umbral escarbó en el bolsillo interior de su abrigo y sacó unos papeles.
-Aquí está. Comencemos. En primer lugar, me preguntan por qué me enviaron al infierno.
-¿Sabe la respuesta?
-Claro. Estoy aquí por ser un cabrón, pero ¿tenía otra opción? En el putrefacto mundo de la literatura, salpicado de negros, plagios y premios amañados, ¿cabe otra opción? En este teatrillo, una buena persona no llega a ninguna parte. Hay excepciones, como el maestro Delibes, el café-café de la novela.
-¿Cree que alguien pudo delatarlo?
-Sin duda. Nunca he creído en la omnipotencia divina. Dios trabaja con una amplia red de información.
-¿Sospecha de alguien?
-Un desgraciado me dijo que me había delatado Victoria Vera, pero es mentira. Nunca le molestó mi sugerencia de que su cuerpo fuera declarado patrimonio nacional. Victoria es una buena amiga. Pienso que fue Mercedes Milá. Jamás me perdonó lo de “he venido a hablar de mi libro”. Muchas personas solo me conocen por eso. Eso sí, no tienen ni puñetera idea de qué libro se trataba.
-La década roja. Una magnífica crónica sobre el desencanto en los ochenta.
-Sigamos. No estamos aquí para hablar de literatura. El maldito formulario…
-Perdone que le interrumpa. ¿Quién se lo dio?
-¿Quién va a ser? Alfonso Paso. Es el encargado de estas cosas. Me irrita su eficiencia. Parece un inspector de hacienda. A lo que iba. En segundo lugar, me preguntan si estoy arrepentido.
-¿De qué?
-Pues de ser un cabrón. ¿Y qué esperan que responda? Claro que no estoy arrepentido. La vida me puteó bastante y no me quedaba otra alternativa. Nadie se imagina ahora lo que significaba ser hijo de madre soltera en la Valladolid de mi niñez. Lo que vino después tampoco fue fácil. Perdí a mi madre cuando era un adolescente, lo cual me causó una desesperación espantosa. Después, vino la muerte de Pincho, un cóctel Molotov que explotó en mi cerebro. Si no me hubiera convertido en un cabrón, no habría sobrevivido.
-He escuchado su voz, hablando con su hijo. Parece otra persona. Habla con mucha dulzura y sensibilidad.
-No iba a hablar con mi hijo como si fuera un Guardia Civil.
-¿Qué más le preguntan en el formulario?
-Que si me siento capaz de superar mi egocentrismo.
No pude evitar una cara de perplejidad.
-¿Verdad que es una pregunta idiota? ¿Es posible ser escritor y no ser egocéntrico? Proust dedicó siete mil páginas a escarbar en su ego. Montaigne reconoció que el tema de sus ensayos era su yo. ¿Qué esperan a estas alturas? La humildad siempre me ha parecido cosa de monjas, eunucos y sacristanes. Me dan ganas de mandarlos a tomar por culo.
-Más preguntas, por favor.
-Quieren saber si me preocupa la inmortalidad. No la de mi alma, sino la de mis libros. El alma me trae sin cuidado. En cuanto a mis libros, tampoco me quitan el sueño. Me importa la inmortalidad de mi nombre. Quiero que se me recuerde. No como si fuera Quevedo, sino como uno de esos autores misteriosos que aparece en las antologías y del que nadie sabe mucho. Eso suscita mucha curiosidad.
-Sigamos.
-El Optalidón, me preguntan por el Optalidón. Quieren saber si me he rehabilitado. Claro que no. Cuando le quitaron el barbitúrico al Optalidón, casi acaban conmigo. Desde entonces, siento que me falta algo esencial. Me consolé con el Valium. Saber que Miguel Delibes también abusaba del Valium me ayudó a no percibirme a mí mismo como un drogadicto.
-¿Dice el formulario que es un drogadicto?
-No, pero sí afirma que destilo veneno. Lo considero un halago. Cuando he intentado destilar miel en lo que escribía, ha brotado una cursilada insoportable. Espero que se me recuerde como el aguijón de mi época, el tábano del Café Gijón.
-También se le recordará como un poeta. Es el único columnista que componía frases con la medida de un endecasílabo o un alejandrino.
-Siempre, siempre.
-¿Siempre?
-Siempre escribía como un poeta, pero en prosa. Los poetas se mueren de hambre. La prosa se paga muy bien. Y a mí me gusta vivir bien.
-¿Proseguimos?
-Me preguntan si estoy dispuesto a madurar y si alguna vez superaré mi hipocondría. De ninguna manera. Siempre he sido un adolescente y soy un enfermo vocacional. Estar mal es mi elección.
-¿Angustia existencial?
-Algo así, algo así. Bueno, siguiente pregunta. Me dicen que prefiero Madrid al cielo. Por supuesto, coño. Madrid es mi ciudad. Luego sacan lo de Pérez Reverte, que si fui cruel con él. Por supuesto, por supuesto. Yo, en literatura, soy un terrorista. Pongo una bomba y me escapo por una esquina. Estas preguntas no son preguntas, sino imputaciones. Me acusan de dar cera a muchos escritores. ¿Es que no entienden que es mi oficio? Un articulista no puede ser una ursulina. También me recriminan que soy un mujeriego. A mucha honra. El cielo no me va a gustar nada. No soporto que alguien me lleve la contraria. Odio la controversia.
-No parece muy arrepentido de sus defectos. Creo que tiene pocas posibilidades de que le concedan un permiso de entrada en el cielo. ¿Por qué quiere ir allí?
-Estoy harto del infierno, con Cela amenazando una y otra vez con el número de la palangana, Agustín de Foxá fumando puros hediondos, y César González Ruano a partir un piñón con Léon Degrelle. Echo de menos a mi maestro, Miguel Delibes, un hombre de gran corazón.
Umbral bajó la mirada, ocultando la emoción que se apoderaba de su rostro. Ya no parecía un quinqui vestido por Pierre Cardin, sino alguien tremendamente vulnerable:
-Además, quisiera ver a Pincho otra vez. Yo he elegido ser literatura, pero necesitó ir más allá, sentir que hay algo fuera de las palabras.
-La palabra es la verdadera realidad –insinué tímidamente-. En ella está todo.
-La vida es un incendio lento y mudo –contestó-, pero entiendo que algo sobrevive a ese abismo rojo que nos devora. La muerte de Pincho me hizo sentir que solo somos fiebre, horror y miedo. A veces, ese horror es confortable, como un insomnio al que nos hemos acostumbrado, aprovechando las horas en blanco para sentir que hemos ampliado nuestro existir, robándole instantes a la muerte. Sin embargo, el horror –como el insomnio– acaba matándote. Yo he muerto un millón de veces. Ahora me gustaría renacer, pensar que hay una luz parpadeando en la oscuridad. Cuando murió Pincho, pensé que todos los niños enfermos y agonizantes eran mis hijos y que seguiría siendo así por los siglos de los siglos. Pensaba que era el estandarte de una humanidad crucificada. Ese dolor me ha acompañado al infierno o tal vez ha sido el que me ha abierto sus puertas. No me resigno a que la sombra prevalezca sobre la vida. Un niño es una lámpara inextinguible, que arde y chisporrotea durante toda la eternidad. Estoy seguro de que es así, pero quiero verlo con mis propios ojos.
-Creo que debería prescindir del formulario y escribir lo que acaba de decirme. Me extrañaría que esas palabras no disiparan cualquier objeción.
-Tiene razón, coño. Me temo que tendremos que dejar el paseo por Recoletos para otro día.
Nos despedimos con un apretón de manos. En los tiempos del covid, tratar con los difuntos tiene sus ventajas. Antes de cruzar la calle, miré hacia atrás y vi la melena blanca de Umbral oscilando al compás de su escritura. Inclinado sobre la mesa del Café Gijón, su mano corría sobre el papel. Tuve la impresión de que el mundo se desvanecería cuando se interrumpiera su movimiento.