“La política es una labor de la inteligencia”, apuntó Azaña. Parece una insensatez afirmar lo contrario, pero es necesario clarificar a qué clase de inteligencia se refiere, si no queremos rebajar la frase a simple axioma de almanaque. ¿Acaso Azaña reivindicaba la república platónica, gobernada por filósofos? Si es así, coincide con Ortega, que reclama el liderazgo de los mejores, pero esa supuesta convergencia solo es un espejismo. Azaña nunca simpatizó con el ideal del rey-filósofo. Es conocida la rivalidad entre Azaña y Ortega, que intercambiaron dardos envenados en la prensa de la época. No se trataba de simple antipatía personal, sino de profundas diferencias de criterio. El entusiasmo de Ortega por la Segunda República se enfrió enseguida, pues le pareció inaceptable que la nueva Constitución tolerara los particularismos regionales, con su peligroso efecto disgregador, y resolviera el conflicto Iglesia-Estado con agresivas reformas que incluían la disolución de las compañías religiosas, con el pretexto de que el voto de obediencia al Papa constituía un desafío contra la República. El 9 de septiembre de 1931 Ortega publicaba en la revista Crisol un artículo, que incluía su famoso: “¡No es esto, no es esto! La República es una cosa. El radicalismo es otra. Si no, al tiempo”. Azaña no era un revolucionario, sino un ilustrado, un racionalista que admiraba la cultura francesa, con su laicismo y su concepto de ciudadanía. Por eso, consideraba que el Estatuto de Cataluña y las medidas contra la Iglesia modernizarían España.
La inteligencia de la que habla Azaña es la inteligencia laica, reformista y republicana. En cambio, Ortega fantaseaba con una aristocracia espiritual, que ejerciera sobre las masas un efecto parecido al de Ideas platónicas, cuya perfección estimula el anhelo de imitación. Su planteamiento se prestaba a confusiones en una época que no tardaría en sucumbir a la fascinación de césares y caudillos. España invertebrada (1921) y La rebelión de las masas (1929) no eran un programa político, pero algunos entendieron que constituían una impugnación del sistema democrático. Ortega sostenía que las masas solo producen mediocridad, y, por tanto, deben ser dóciles a “una minoría egregia”, capaz de devolver a España la ilusión por el mañana. Los militares, que contemplaban con desagrado los nuevos tiempos, se identificaron con estas palabras, interpretando que eran la llamada a un pronunciamiento. Solo un directorio podía restablecer el orden y reprimir la agitación de las masas. Algunas frases de España invertebrada corroboraban esta lectura: “Hace falta, junto a los eminentes sabios y artistas, el militar ejemplar, el industrial perfecto, el obrero modelo y aun el genial hombre de mundo”. Desbordado por los acontecimientos, Ortega pronunció su famoso discurso Rectificación de la República (6 de diciembre de 1931) y abandonó su escaño como diputado por León, retirándose de la política activa.
Ortega y Azaña se identificaban con el liberalismo, pero con importantes matices. Para Ortega, el liberalismo era una afirmación radical del individuo que se rebela contra el poder ilimitado del Estado, incluso cuando procede de la voluntad popular, lo cual explica que se pueda ser liberal y poco demócrata, pues la dictadura de las masas es tan inaceptable como la tiranía de una oligarquía. Por el contrario, Azaña interpreta el liberalismo como una lucha implacable contra las fuerzas reaccionarias y oscurantistas, que se oponen al progreso e instrucción de las clases populares. En esa batalla, hay que ser intransigente. En “¡Libertad, oh, libertad!”, un artículo del 29 de diciembre de 1923, escribe: “La intransigencia será el síntoma de la honradez. Quien no lo practique así, no será, si persiste en llamarse liberal, un hombre honrado”. El liberalismo de Azaña tiene una indudable raíz jacobina. Su objetivo es “llegar al poder y ejercerlo mediante el uso de la razón”. No se trata de renunciar al pasado, sino de corregirlo mediante un espíritu crítico y escrupulosamente racional. Ese ajuste es viable porque las naciones se basan en un contrato social, cuya validez garantiza el Estado de Derecho. La patria no es una abstracción, sino “el país donde reina el derecho, la justicia y la libertad. Somos los herederos de la Revolución francesa y confundimos los principios de 1789 con la idea de patria”. La patria no es “la tierra de los muertos”, con sus tradiciones, héroes y leyendas, sino “un producto histórico, de valor principalmente cultural, formado por el esfuerzo de todas las generaciones y de todos los hombres que en ella han ido viviendo”. Por eso, todos los ciudadanos deben implicarse en su defensa, pues el ejército es el pueblo en armas. Frente a la inteligencia de los mejores, Azaña postula la inteligencia del político profesional, con una buena preparación jurídica y una inequívoca vocación de servicio. En ese sentido, se acerca a las tesis de Max Weber, según el cual las sociedades modernas no se basan en valores, sino en objetivos. Ya no se trata de cumplir la voluntad de Dios o el Rey, sino de obrar conforme a principios racionales y legales. Es cierto que ese cambio conduce a la burocratización de la vida pública (lo que Weber llamó “la noche polar de la oscuridad helada”), pero Azaña entiende que la Razón y el Derecho deben ser el fundamento de un Estado de ciudadanos, pues son los dos pilares de la libertad y la base de una misión civilizadora. Conviene recordar que Azaña fue letrado de la Dirección General de los Registros y el Notariado, y su padre, Esteban Azaña Catarinéu, alcalde de Alcalá de Henares. La vocación de servicio público convivió en su familia con un sincero liberalismo, que adquirió su expresión más radical en Gregorio Azaña Rojas, que participó en la Revolución Gloriosa (1868) y abuelo paterno de Manuel. Gregorio era un liberal espartista y ejerció una notable influencia en su nieto, que escribiría años después: “yo aprendí en mi niñez de quien cultivaba la gloria de la libertad como una religión propia”. Manuel Azaña forjó su ideario fundiendo las enseñanzas del erasmismo, la Ilustración, el liberalismo progresista, el regeneracionismo y el krausismo. Eso explica que atribuya a la República el papel de Estado educador: “La República tiene que ser una escuela de civilidad moral y de abnegación pública, es decir, de civismo”.
Lejos de haber caído en el olvido, Azaña y Ortega siguen influyendo en la vida política española. Ortega encarna un liberalismo aristocrático, que defiende la unidad de España como un proyecto de convivencia. Su exaltación del mérito y la excelencia continúa vigente, pero libre de sombras pretorianas. Aunque el desafío independentista de Cataluña haya causado malestar en el ejército, ya no se escucha ruido de sables. Solo un insensato pensaría seriamente en resolver el problema sacando los tanques a la calle. España necesita “un sugestivo proyecto de vida en común” para sobrevivir como nación y recuperar su vocación europeísta. Creo que Ortega repudiaría el radicalismo nacido al calor de la crisis de 2008, con un rotundo “¡No es esto, no es esto!”, pero al mismo tiempo se rebelaría contra la corrupción y la mediocridad, que casi siempre avanzan de la mano. No aceptaría la intromisión de la Iglesia en la vida civil, pero también repudiaría el burdo anticlericalismo que menosprecia la dimensión espiritual del ser humano. Azaña no sería menos intolerante con los desórdenes públicos, pero no se mostraría menos intransigente con los políticos corruptos. La democracia no puede subsistir cuando los representantes de los ciudadanos incumplen los valores cívicos. Su idea del Estado como educador es una invitación a la urgente regeneración democrática de nuestro sistema, sin la cual crecerá la desafección de los ciudadanos. Ninguna fuerza política cuestiona ya la necesidad de una educación gratuita y universal, pero ningún político de la Segunda República podía soñar con la revolución tecnológica que ha multiplicado los canales de comunicación, usurpando las funciones educativas de la escuela. La rebelión de las masas se ha agravado con unos medios que producen y divulgan contenidos de ínfima calidad, alimentando en muchos casos las emociones más indignas. Azaña y Ortega no soportaron el contraste con la realidad. Ortega, lejos de luchar por una alternativa, abandonó la política y se refugió en el trabajo académico e intelectual. Azaña fantaseó con algo semejante y cuando el triunfo de la CEDA le hizo pasar a la oposición, buscó la compañía de sus libros y los árboles de su jardín. No fueron los únicos intelectuales que se aventuraron en la política en un momento particularmente intenso de la historia de nuestro país. Al igual que Ortega, Unamuno, Marañón y Pérez de Ayala contribuyeron a la proclamación de la Segunda República, pero los tres se desengañaron enseguida ante la ebullición revolucionaria, culpando a Azaña de contribuir a los estallidos de violencia, lo cual es manifiestamente injusto. En las filas socialistas, brillaron los nombres de Fernando de los Ríos, Pablo de Azcárate y Julián Besteiro, prestigiosos profesores universitarios, con una claridad de ideas que no se aprecia en Ortega o Unamuno, pues sus convicciones políticas se hallaban perfectamente definidas. Hay que destacar la dignidad de Julián Besteiro, que descartó el exilio y decidió aguardar a las tropas de Franco en los sótanos del Ministerio de Hacienda de Madrid. Después del golpe del coronel Casado, se había convertido en la máxima autoridad del Consejo de Defensa. Con sesenta y nueve años y la salud quebrantada, pensó que su presencia tal vez podría amortiguar las predecibles represalias: “No puede uno abandonar a los que han depositado su fe en nosotros… Yo he vivido siempre con obreros, con ellos seguiré y con ellos me quedo. Lo que sea de ellos será de mí”. Los vencedores premiaron su dignidad y coraje con un Consejo de Guerra, que le condenó a 30 años. Obligado a fregar suelos y limpiar letrinas, contrajo una septicemia y murió el 27 de septiembre de 1940.
Durante la dictadura, hubo intelectuales al servicio del poder (Pedro Sainz Rodríguez, José María Pemán, Azorín), pero no intelectuales con un proyecto político. Algunos se convirtieron en firmes defensores de la restauración monárquica, sin que eso significara cuestionar la dictadura, que consideraron necesaria para acabar con la subversión marxista. Entre los ministros de Franco, destaca Manuel Fraga, con infinidad de publicaciones y escasez de ideas. Algunos pensaron que sería –con Areilza, con un perfil intelectual más bajo- uno de los protagonistas de la Transición, pero Juan Carlos I nombró Presidente de Gobierno a Adolfo Suárez, “un chusquero de la política”, según sus propias palabras. Suárez no era un intelectual, pero poseía audacia, ambición y capacidad de diálogo, virtudes fundamentales para pilotar un cambio político de enorme trascendencia. Cuando el 3 de julio de 1975 se despidió de su cargo de vicesecretario general del Movimiento, Suárez manifestó que era partidario de “una democracia que traduzca el pluralismo político que se da en una sociedad y la implantación de una justicia social que es el fundamento de toda democracia real”. En una entrevista concedida al diario Pueblo en marzo de 1976, se define como demócrata y enemigo de los extremismos, señalando que el futuro pasa por “el juego fecundo entre un socialismo democrático, dotado de un fuerte sentido nacional, y una derecha moderna, homologada con los esquemas europeos”. En su primera alocución televisiva como Presidente de Gobierno, se presentó como “un gestor legítimo para establecer un juego político abierto a todos”, prometiendo “respetar al adversario y ofrecerle la posibilidad de colaborar”. Suárez sacó adelante la Ley de Reforma Política y la Constitución, soportando los ataques y las descalificaciones de la extrema derecha y la extrema izquierda, que utilizaron la violencia para boicotear el proceso. Los asesinatos de Arturo Ruiz, María Luz Nájera y los abogados de Atocha durante la semana negra de la Transición (enero de 1977) no fueron menos desestabilizadores que la espiral de crímenes de ETA y los GRAPO. Suárez luchaba contra los nostálgicos del franquismo, que aún conservaban sus privilegios en las instituciones, y contra los que fantaseaban con una dictadura marxista-leninista o maoísta. “Somos conscientes –afirmó Suárez el 29 de enero en un memorable comunicado televisivo- de la importancia del desafío: se trata de hacer inviable nuestro camino hacia una convivencia civilizada […], liquidar el proceso político en el que estamos inmersos y conseguir que las fuerzas políticas del país se enfrenten entre sí violenta y radicalmente”. Suárez lidió una situación mundial de crisis, no menos grave que la actual, con grandes cifras de paro, una inflación desbocada y un notable déficit público. Sin embargo, logró un importante pacto social, que transformó España en una verdadera democracia, con libertades y derechos semejantes a los de cualquier país europeo. No era un intelectual, pero sí el eficaz gestor de un complicado proceso de reforma política, cuyos méritos ahora se niegan.
Es necesario tener un proyecto político para gobernar, pero a veces los intelectuales no son los más adecuados para materializarlo. Ortega y Unamuno poseían una notable inteligencia, pero eran políticos mediocres. Demasiada subjetividad, demasiado apasionamiento. La mejor cualidad del político es la elasticidad. Azaña poseía una idea de España que podría haber modernizado el país, pero carecía de espíritu conciliador y no logró contener los extremos. Suárez se mostró más hábil, pero sufrió un terrible desgate que malogró su carrera. No me parece disparatado afirmar que realizó el sueño de Azaña: convertir España en una nación de ciudadanos. No sé si la historia se lo reconocerá algún día. Quizás lo logró porque no era un intelectual y no se dejó seducir por ensoñaciones, sino por la urgencia de lograr una convivencia en paz y libertad.