El asesinato de Federico García Lorca se ha convertido en el símbolo de la barbarie de la Guerra civil española. Luis Cernuda evocó su muerte con una bella y airada elegía:
Entre un pueblo hosco y duro
No brilla hermosamente
El fresco y alto ornato de la vida.
Por esto te mataron, porque eras
Verdor en nuestra tierra árida
Y azul en nuestro oscuro aire.
García Lorca fue fusilado la madrugada del 18 de agosto en el camino que une los pueblos de Víznar y Alfacar. No se trató de un error provocado por el caos de las primeras semanas de la guerra, sino de un acto perfectamente deliberado. García Lorca no militaba en ningún partido político. Su ideario político era muy simple: siempre había sido “partidario de los que no tienen nada”. Su conciencia social le animó a crear La Barraca, una compañía de teatro ambulante que llevaba los clásicos a los pueblos más humildes de España. Nunca dejó de firmar un manifiesto antifascista y colaboró con el Socorro Rojo Internacional.
Su familia mantenía una estrecha amistad con Fernando de los Ríos, algo que no le impidió alardear de encuentros furtivos con José Antonio Primo de Rivera ante un joven Gabriel Celaya, si bien se considera que esa supuesta relación clandestina solo fue la fantasía de un poeta aficionado a adornar la realidad con su humor, imaginación e ingenio. Los asesinos de García Lorca no obraban a ciegas. Un informe policial de 1965, que investigó las circunstancias del crimen, afirma que el poeta pertenecía a una logia masónica y realizaba “prácticas de homosexualismo y aberración”. A ojos del régimen, sobraban, por tanto, motivos para su detención y posterior ejecución.
Ya nadie se atreve a sostener que la fama de García Lorca se deba a su asesinato. Su obra ha alcanzado resonancia universal por su magistral síntesis de tradición y modernidad. En sus poemas y piezas teatrales, los elementos folclóricos adquieren una dimensión nueva, conectándose con los arquetipos de la cultura mediterránea: el carácter cíclico de la vida, la fecundidad de la tierra, el anhelo de permanencia, el contraste entre el júbilo solar y la penumbra de la muerte, la fatalidad de la pasión, la trascendencia de los ritos.
La poesía y el teatro de García Lorca circulan por los estratos más profundos de la mente, rastreando las pulsiones primordiales del ser humano. Ese viaje a lo más hondo contempla la confrontación con la esperanza y el desengaño, el fervor y el fracaso, la muerte y la resurrección. El amor es el eje central de ese universo. García Lorca concibe el erotismo como una fuerza cósmica y el sexo como algo primitivo e irracional. Ya sea en Córdoba o Nueva York, el deseo fluye sin tregua, incendiando la mente con anhelos que a veces se deslizan hacia territorios prohibidos. El “amor oscuro” acarrea la frustración de la esterilidad.
Yerma es una de las tragedias más poderosas de Lorca. Ahí refleja su instinto de paternidad, irrealizable por su identidad homosexual. El poeta se incluye entre los humillados y ofendidos. No es víctima de la explotación laboral y nunca ha conocido la pobreza, pero su forma de amar le sitúa entre los malditos y excluidos. En Poeta en Nueva York, a veces se expresa como un intelectual marxista. Allí los marginados, no son los gitanos, sino los negros y los judíos. Su sufrimiento corre paralelo a su ingenuidad, pureza, dignidad y libertad instintiva, que acreditan su excelencia moral. El Romancero gitano, con su famoso romance dedicado a la Guardia Civil, ya había manifestado el horror contra la violencia ejercida contra los más vulnerables. Las “calaveras de plomo” y el “alma de charol” se ensañan con los nómadas, arrasando sus campamentos. La simpatía hacia los desheredados de la tierra y la hostilidad hacia sus verdugos es una constante en la obra de García Lorca. Nace de su exquisita sensibilidad, siempre volcada en los niños, las mujeres, los infortunados.
Para García Lorca, el amor es más determinante que las ideas. Mariana Pineda cose una bandera republicana porque está enamorada de un liberal, no porque haya asumido un compromiso político. A pesar de privilegiar el amor sobre la conciencia cívica, el poeta pone su estilo sensual, plástico y colorido al servicio del sufrimiento de los parias y oprimidos. Eso sí, no cae en la consigna. Incluso rehúye el concepto, optando siempre por la pincelada sensorial y la metáfora audaz, que rompe las expectativas de la lógica.
Su arma es la imaginación, la intuición fulgurante, la pirueta irracional, la asociación insólita. Evita lo explícito, cultivando la omisión y la elipsis, el símbolo y el hermetismo, la alegoría y el paralelismo. Crea un vasto sistema simbólico con una estricta lógica poética, donde se repiten elementos como la luna, el agua, la sangre, el caballo, con un significado polivalente. Con materiales vulgares, García Lorca erige mitos que trascienden lo inmediato. Su Andalucía no es tópica, sino profunda y tan universal como la Atenas de Sófocles y Eurípides. Su Nueva York es una iluminación que recuerda las visiones de William Blake. Versátil e innovador, explota la tradición métrica española.
Es evidente que el talento de García Lorca supera ampliamente el de Pedro Muñoz Seca, autor de astracanadas que sacrifican lo estético al efecto cómico. No hay que menospreciar su ingenio para versificar, ni sus golpes de humor, a veces muy afortunados. Sus comedias están muy lejos del espíritu rupturista de Enrique Jardiel Poncela o Miguel Mihura, pero son entretenimientos dignos. Aún se sigue representado La venganza de Don Mendo, despertando carcajadas entre el público. Católico y monárquico, Muñoz Seca fue fusilado en Paracuellos del Jarama el 28 de noviembre de 1936. No se le perdonaron sus sátiras del sistema republicano, el comunismo y la ley del divorcio.
Circulan leyendas sobre sus últimas palabras. Se dirigió al pelotón de fusilamiento con humor, comentando que podían quitarle la vida, pero no el miedo que tenía. Además, ironizó sobre la posibilidad de que sus asesinos lo incluyeran en su círculo de amistades. Según Julius Ruiz en El Terror Rojo. Madrid 1936, se encaminó hacia el paredón con estas palabras: “Ahí va el último actor de la escena; hasta al morir, con la sonrisa en los labios. Este es el último epílogo de mi vida”. García Lorca fue asesinado con 38 años; Muñoz Seca, con 57. Ambas muertes muestran la verdadera faz de la Guerra Civil española: una orgía de barbarie donde se impuso el desprecio por la vida humana. En nombre de la tradición y la revolución, se mató con ferocidad, pisoteando los principios éticos más elementales. Los militares sublevados aplicaron la táctica del “terror preventivo”, perpetrando atroces masacres para aterrorizar a la población.
Se persiguió con especial ensañamiento a los intelectuales. Entre las víctimas de la represión franquista, cabe mencionar a Manuel Ciges Aparicio (novelista adscrito a la Generación del 98), Leopoldo García-Alas García-Argüelles (hijo de Clarín y rector de la Universidad de Oviedo), el poeta José María Alvariño, amigo de García Lorca, y el arabista Salvador Vilas, amigo de Unamuno. En el otro lado, cayeron figuras como Ramiro de Maeztu, José María Hinojosa, poeta de la Generación del 27, y Manuel Bueno, protagonista del famoso incidente que le costó el brazo a Valle-Inclán.
Se ha dicho que la represión en el bando republicano fue obra de incontrolados. ¿Fue realmente así? Hoy sabemos que el gobierno no ordenó las matanzas, pero estaba al corriente de lo que sucedía y algunos ministros como Ángel Galarza y Juan García Oliver proporcionaron cobertura a los crímenes, considerando que eran necesarios. En Madrid llegaron a existir más de trescientas checas y no se hallaban bajo el control de incontrolados, sino de los partidos y sindicatos del Frente Popular. La matanza de Paracuellos exigió una planificación meticulosa. Según Paul Preston, fue una operación político-militar.
Algunos políticos republicanos se opusieron a los crímenes de la retaguardia. Indalecio Prieto exigió en la radio “pechos duros para el combate”, pero “con corazones sensibles, capaces de estremecerse ante el dolor humano y albergar piedad”. La Pasionaria replicó que ante el enemigo no cabía compasión: “la única política posible es el exterminio”. La memoria histórica debería ser una llamada a la objetividad, no una evocación selectiva del pasado. Las tapias y las cunetas de los dos bandos fueron sembradas de cadáveres para imponer una visión política que excluía cualquier forma de disidencia o pluralidad. Salvo una pequeña minoría que ha pasado a la historia con el nombre de la Tercera España, nadie luchaba por la libertad y la democracia, sino por la tradición o la revolución. Fascismo, comunismo, anarquismo. Esas eran las ideologías dominantes. Los socialistas de convicciones democráticas como Julián Besteiro se volvieron irrelevantes. El liberalismo y la democracia cristiana nunca fueron opciones políticas sólidas.
En El laberinto español, Gerald Brenan retrata con humor la violencia de los anarquistas, principales responsables del genocidio cometido contra el clero español: “Los anarquistas luchaban sobre todas las cosas por la libertad. Libertad para vivir una vida natural, para alimentarse de frutos y verduras, para trabajar en granjas colectivas”. ¿Qué había que hacer con los que rechazaban el paraíso del comunismo libertario? “Una bala en la cabeza: sin odio, naturalmente, sin odio. Incluso podrían fumar un último cigarrillo antes de morir. Después de todo, la muerte no es nada”.
García Lorca es un indiscutible símbolo de la barbarie de la Guerra Civil española. Pedro Muñoz Seca, también. Sus asesinatos, tan cercanos en el tiempo, deben quedar en la memoria colectiva como un ejemplo del horror que pueden desencadenar la intolerancia y el fanatismo. Por desgracia, esos vicios no son cosa del pasado.