García Lorca, el poeta de la tierra
A García Lorca lo mataron hace 85 años por lo que representaba: la posibilidad de una España libre y tolerante, sin “curas, moscas ni militares”, por utilizar una expresión de Pío Baroja
No han pasado cinco años, sino ochenta y cinco desde que Federico García Lorca fue asesinado junto a un olivo en el camino que va de Víznar a Alfacar. Ochenta y cinco años que pesan como un pecado colectivo, pues quitar la vida a un poeta significa amordazar a un pueblo, privándole de la voz que expresa sus anhelos más profundos. Con la muerte de García Lorca, cayó una losa de silencio sobre una España que se adentraba en una larga y lúgubre dictadura. Se ha especulado mucho sobre los motivos del asesinato, intentando atenuar la responsabilidad de sus autores materiales e intelectuales. Se ha llegado a decir que fue un error, que en realidad se trató de una venganza familiar, pero esos argumentos falsean la realidad, pues a García Lorca lo mataron por lo que representaba: la posibilidad de una España libre y tolerante, sin “curas, moscas ni militares”, por utilizar una expresión de Pío Baroja. Frente a los lutos de una iglesia tridentina, la épica de cartón piedra de los espadones y la avaricia de los grandes terratenientes y financieros, García Lorca encarnaba la alegría mediterránea y dionisíaca, sin sombra de puritanismo ni intransigencia. El poeta no era anticristiano, pero alentaba un paganismo luminoso y colorido que resultaba intolerable para los sectores más conservadores. La claridad y frescura de su poesía constituía un desafío para las instituciones y las élites económicas que se resistían a la modernidad. Luis Cernuda, amigo del poeta, despejó cualquier duda al respecto: “…te mataron, porque eras / verdor en nuestra tierra árida / y azul en nuestro oscuro aire” (“A un poeta muerto”). La “hiel sempiterna del español terrible” que aún perdura ha impedido que se rescaten los restos del poeta. Lejos de intentar deshacer este agravio, las autoridades han hecho lo posible por perpetuarlo. España sigue siendo el país de los grandes cementerios bajo la luna, tal como señaló Georges Bernanos, el escritor católico francés que alzó su voz contra la represión franquista en Mallorca.
Años de formación y embrujo
Hijo de un próspero hacendado y una maestra, Federico García Lorca nació en el municipio granadino de Fuente Vaqueros el 5 de junio de 1898. De joven estudió piano y, más adelante, se matriculó en la universidad para cursar Derecho y Filosofía y Letras. Nunca se sintió cómodo con la enseñanza académica. Intuitivo, afectuoso y espontáneo, su carácter seducía sin esfuerzo. Cuando se alojó en la Residencia de Estudiantes gracias a la ayuda de Fernando de los Ríos, se transformó de inmediato en el centro de las reuniones. Allí conoció a Rafael Alberti, Luis Buñuel, Salvador Dalí. Los testimonios de sus contemporáneos son unánimes, destacando su personalidad carismática e hipnotizadora. “Aquel hombre era ante todo manantial, arranque fresquísimo de manantial –afirma Jorge Guillen-, [a su lado] no hacía frío de invierno ni calor de verano: hacía… Federico”. Pedro Salinas añade: “Se le sentía venir mucho antes de que llegara, le anunciaban impalpables correos, avisos, como de las diligencias en su tierra, de cascabeles por el aire”. Luis Cernuda utiliza otra metáfora, no menos deslumbrante: “Si alguna imagen quisiéramos dar de él sería la de un río. Siempre era el mismo y siempre era distinto, fluyendo inagotable, llevando a su obra la cambiante memoria del mundo que él adoraba”. Vicente Aleixandre completa el retrato con unas hermosas y precisas palabras: “Era tierno como una concha de la playa. Inocente en su tremenda risa morena, como un árbol furioso. Ardiente en sus deseos, como un ser nacido para la libertad”. Sin embargo, la felicidad y el júbilo que transmitía no reflejaban su ser más hondo: “Su corazón –matiza Aleixandre- no era ciertamente alegre. Era capaz de toda la alegría del Universo; pero su sima profunda, como la de todo gran poeta, no era la alegría. Quienes le vieron pasar por la vida como un ave llena de colorido, no le conocieron. […] Amó mucho, cualidad que algunos superficiales le negaron. Y sufrió por amor, lo que probablemente nadie supo”. Rafael Alberti señaló algo parecido, afirmando que detrás de la sonrisa de Federico latía la tristeza. Emilia Llanos, entrañable amiga del poeta, ha contado que a veces se sumía en su silencio doliente, con la mirada perdida y la boca fruncida. Es probable que su sufrimiento procediera del conflicto que supuso su homosexualidad. Abocado al secreto y el disimulo, quizás lo que más le atormentaba era la imposibilidad de la paternidad. El “amor que no se atreve a decir su nombre” carece de la fecundidad del amor tradicional. No puede fructificar ni engendrar vida. Su horizonte es la soledad y el rechazo. Se ha dicho que Lorca fue una especie de “Adán oscuro”, pues simboliza a esa nueva humanidad que lucha contra el desprecio y la marginación, anhelando una aurora que le exima de vivir avergonzada y escondida en las sombras.
El romancero gitano
García Lorca mantuvo una sincera amistad con Manuel de Falla que incluyó proyectos en común sobre el cante jondo, los títeres y el folklore. En 1927 participó en el homenaje a Góngora organizado en Sevilla por un grupo de poetas a los que más tarde se conocerá como Generación del 27. Con la publicación del Romancero gitano en 1928 llega el reconocimiento literario. Sin embargo, sus amigos Luis Buñuel y Salvador Dalí critican el libro, acusándole de explotar un pintoresquismo trasnochado. Empieza a circular la leyenda de un Lorca con pocas lecturas y mucha intuición, un autor con “duende”, que conecta con lo primitivo y elemental, pero sin nociones de técnica poética. Sin embargo, en la famosa antología de Gerardo Diego, Poesía española, aclara: “Si es verdad que soy poeta por la gracia de Dios –o del demonio-, también lo soy por la gracia de la técnica y del esfuerzo y de darme cuenta en absoluto de lo que es un poema”. En una carta enviada a Jorge Guillén mientras trabajaba en el Romancero, explica su planteamiento, nada espontáneo: “procuro armonizar lo mitológico gitano con lo puramente vulgar de los días presentes”. En una conferencia pronunciada en 1926, aborda uno de sus poemas más populares, “Romance sonámbulo”, donde explota las connotaciones del color verde (“Verde que te quiero verde. / Verde viento. Verdes ramas”). Interpretado por la crítica como una alusión a la muerte, García Lorca rechaza las lecturas que buscan un significado claro y unívoco: “nadie sabe lo que pasa, ni aun yo, porque el misterio poético es también misterio para el poeta que lo comunica, pero que muchas veces lo ignora”. García Lorca aclara que el protagonismo del Romancero gitano es un personaje con dos nombres: Granada y la Pena. En una entrevista celebrada en 1931 se muestra más preciso: “El Romancero gitano no es gitano más que en algún trozo al principio. En su esencia es un retablo andaluz de todo el andalucismo. Al menos como yo lo veo. Es un canto andaluz en el que los gitanos sirven de estribillo. Reúno todos los elementos poéticos locales y les pongo la etiqueta más fácilmente visible. Romances de viejos personajes aparentes, que tienen un solo personaje esencial: Granada”.
El Romancero gitano se caracteriza por una estricta condensación que al mismo tiempo contrae y expande los significados, explotando imágenes que trascienden lo puramente racional. Algunas imágenes parecen ingenuas, casi infantiles, pero de inmediato se revela su hondura, que incluye una vasta constelación de simetrías y contrastes. El hermetismo de algunas metáforas solo acredita la excelencia poética de García Lorca, pues el terreno de la lírica no es la claridad expositiva, sino la alusión y el misterio, la sugerencia y lo implícito. Esta circunstancia le da la razón a Jorge Guillén, según el cual solo un poeta puede explicar a otro. Los críticos siempre se quedan en la superficie. Ven el paisaje, pero no las raíces. Como apunta Juan López-Morillas, “García Lorca no es un poeta de ideas; es un poeta de mitos”. Eso explica que escogiera el romance, una de las formas métricas más antiguas y con un eco primordial, casi telúrico. El Romancero gitano gira alrededor del mito esencial de la existencia humana: el conflicto entre el yo, que lucha por dilatarse y perdurar, y las fuerzas de la naturaleza, que acaban derrotándole para sumirlo en la muerte. El gitano es el nuevo Prometeo. Se rebela contra el orden cósmico y social para preservar su libertad. Su anhelo de perpetuo movimiento choca con una sociedad que no cesa de hostigarlo para que adopte el sedentarismo. La tragedia es que cuando al fin lo hace, continúa sufriendo incomprensión y violencia. Así sucede en Romance de la Guardia Civil Española, donde un campamento es arrasado sin ningún motivo, salvo el odio a un pueblo que ha elegido vivir de otro modo. García Lorca caracteriza a los guardias con rasgos que evocan las pinturas negras de Goya y el esperpento valleinclanesco: “de plomo las calaveras”, “alma de charol”, “jorobados y nocturnos”, “capas siniestras”. Frente a ellos, la ciudad de los gitanos, “ciudad de dolor y almizcle, con torres de canela”, solo cuenta con la protección de la Virgen y San José, que “perdieron sus castañuelas, / y buscan a los gitanos / para ver si las encuentran”. “La Virgen cura a los niños / con salivilla de estrella. / Pero la Guardia Civil / avanza sembrando hogueras, / donde joven y desnuda / la imaginación se quema”. Con este poema, García Lorca preparó el escenario de su muerte. La derecha nunca le perdonaría que hubiera escarnecido a uno de sus símbolos más emblemáticos.
Poeta en Nueva York
Después de un desengaño sentimental, viaja a Nueva York y Cuba. Estados Unidos le produce una impresión muy negativa. Testigo del famoso crack del 29, Nueva York le parece una ciudad sin raíces ni identidad, violenta y deshumanizada, donde los negros sufren una cruel discriminación. Las fuerzas naturales y los mitos han sido ahogados por un engranaje frío e impersonal, que rinde culto al dinero, el nuevo Moloch. En unas declaraciones, resume su visión con una frase escueta y demoledora: “Espectáculo terrible, pero sin grandeza”. Entre 1929 y 1930 compone Poeta en Nueva York, que José Bergamín logrará publicar en 1940 de forma simultánea en México y Estados Unidos. Cernuda afirmó que Lorca no leyó a los surrealistas franceses y, de hecho, cuando al poeta granadino le comentaron que sus poemas más experimentales se inscribía en la poética del surrealismo, aclaró airado: “No es el surrealismo, ¡ojo! La conciencia más clara los ilumina”. Sin embargo, en Poeta en Nueva York se advierte ese regreso a lo originario, mágico y onírico que había inspirado el Romancero gitano y que tan cerca está del surrealismo. El surrealismo impugna siglos de lógica y racionalismo para recuperar la faceta más espontánea e intuitiva del hombre. No es una simple vanguardia con unos planteamientos innovadores, sino una rebelión contra la razón que intenta restaurar lo elemental y genuino. En el caso de Lorca, los gitanos y los negros simbolizan ese modo de vida más auténtico, donde el mito aún no ha sido abolido y silenciado por el logos. Ambas razas encarnan la inocencia del hombre antes de la caída, cuando aún no existían las nociones de culpa y pecado. En “Norma y paraíso de los negros”, los negros son “pájaro”, “luz y viento”, pero están atrapados “en el salón de la nieve fría”, ese mundo deshumanizado creado por los blancos. En “Oda al rey de Harlem”, el negro es el “fuego de siempre” que duerme en los pedernales. Su liberación no será posible sin “matar al rubio vendedor de aguardiente, a todos los amigos de la manzana y de la arena”. Las armas del rey de Harlem son simbólicas: una cuchara. Una cuchara para frenar “los tanques de agua podrida” de la civilización. Harlem es el territorio del dolor, un gueto donde ha anidado la Pena, no muy distinto del campamento gitano arrasado por la Guardia Civil en la lejana Andalucía:
¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem!
no hay angustia comparable a tus rojos oprimidos,
a tu sangre estremecida dentro del eclipse oscuro,
a tu violencia granate sordomuda en la penumbra,
a tu gran rey prisionero, con un traje de conserje.
Los negros lloraban “confundidos / entre paraguas y soles de oro, / los mulatos estiraban gomas, ansiosos del llegar al torso blanco”. Por debajo de las pieles, “la sangre furiosa, viva en la espina del puñal”. Sangre que “viene, que vendrá / por los tejados y azoteas, por todas partes, / para quemar la clorofila de las mujeres blancas”. Todo Harlem es un clamor de desheredados que gimen por su liberación:
¡Ay, Harlem, disfrazada!
¡Ay, Harlem, amenazada por un gentío de trajes sin cabeza!
Me llega tu rumor,
me llega tu rumor atravesando troncos y ascensores,
a través de láminas grises
donde flotan tus automóviles cubiertos de dientes,
a través de los caballos muertos y los crímenes diminutos,
a través de tu gran rey desesperado
cuyas barbas llegan al mar.
El poema del cante jondo
Al finalizar su estancia en Nueva York, García Lorca viaja a La Habana, donde pasa tres semanas. Cuando vuelve a España, ha cobrado confianza en sí mismo, pero también parece un hombre desengañado y endurecido. A la llegada de la Segunda República, se embarca en el proyecto de llevar a los pueblos los clásicos del Siglo de Oro (Calderón, Lope, Cervantes). Codirige con Eduardo Ugarte “La Barraca”, un grupo de teatro universitario que asumirá la representación de las obras seleccionadas. El socialista Fernando de los Ríos, Ministro de Instrucción Pública, financia el proyecto, malogrado por el estallido de la Guerra Civil. La última función se realizará en el Ateneo de Madrid durante la primavera de 1936, llevando a escena El caballero de Olmedo, de Lope de Vega.
Aunque fue compuesto en 1921, el Poema del cante jondo no se publica hasta 1931. Se trata de una obra con un universo similar al del Romancero gitano. García Lorca explora el alma de un “pueblo triste” que orbita alrededor del Amor, la Pena y la Muerte. En esa trama, hay un hálito sagrado, pero no se trata de una especie de participación en lo sobrenatural, sino de un panteísmo que impregna todo de misterio y tragedia. Granada tiene dos ríos: uno se llama llanto y otro sangre. Por sus aguas “sólo reman los suspiros”. La guitarra es el instrumento musical que mejor refleja esa música secreta. “Llora monótona” y “es imposible callarla”. Es “un corazón malherido” que “llora por las cosas lejanas”. Andalucía es una tierra doliente: “por el aire ascienden / espirales del llanto”. La aurora es una ilusión que se desvanece. “Sólo queda / el desierto. / Un ondulado / desierto”. El poeta “ve por todas partes […] el puñal en el corazón”. Todo es frágil o está roto. Solo el silencio permanece incólume. En calles, yacen los muertos y no los conoce nadie. En un arranque místico, García Lorca canta a la Virgen, que avanza “por el río de la calle / ¡hasta el mar!”. Su presencia es tan luminosa como la de Cristo, “lirio de Judea” y “clavel de España”. El Cristo de Lorca es un Cristo gitano, “moreno / con las guedejas quemadas, / los pómulos salientes / y las pupilas blancas”. El alma gitana, “vestida de blanco”, es luz y alegría, pero también un eco trágico que nunca se apaga. Se expresa en el baile y en la guitarra, que “hace llorar a los sueños”. Por su “boca redonda” se escapa “el sollozo de las almas”. El paisaje refleja esa tensión entre la luz y la sombra. Bajo el cielo de Granada, una chumbera no es un simple arbusto, sino “un Laoconte salvaje”. Poema del cante jondo está muy lejos de ser un poemario costumbrista. Es una obra moderna, que mide los límites del lenguaje, alumbrando poderosas metáforas. No es un texto autobiográfico, sino la creación de un yo poético que pretende ser la voz de la Andalucía silenciada por una burguesía autocomplaciente. En Poema del cante jondo, se manifiesta claramente que García Lorca es el poeta de la tierra. En esta obra, los poemas -sencillos, elementales, populares- parecen compuestos para ser cantados. Su brevedad los convierte en alfilerazos que nos recuerdan el triunfo de la Muerte sobre la débil esperanza de los hombres. El pálpito metafísico convive con el lamento amoroso. La pasión no apunta a la felicidad, sino a la insatisfacción y la tragedia. Solo la fugaz aparición de la Virgen y el Cristo aporta una tibia ilusión y un efímero consuelo.
El dramaturgo y la elegía por Sánchez Mejías
En 1933, la compañía de Lola Membrives estrena Bodas de sangre en Buenos Aires. Lorca combina una vez más el mito y el color local, lo universal y el folclore andaluz, logrando crear una atmósfera de fatalidad que evoca la tragedia griega, donde los personajes son títeres en manos de las pasiones y el destino. El éxito proporciona independencia económica a Lorca, que viaja Argentina, donde dirige la escenificación de Bodas de sangre, que se representa ciento cincuenta veces. Conoce a Pablo Neruda y otros poetas. Regresa a España y su pluma fructifica, alumbrando obras como Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores, Yerma, La casa de Bernarda Alba y Llanto por Ignacio Sánchez Mejías. Al igual que Unamuno, García Lorca opinaba que los toros expresaban la esencia del carácter español, con la mirada siempre fija en la muerte. Cuando “Granadino”, un toro pequeño y astifino, mata de una cornada a Sánchez Mejías, el poeta se conmueve profundamente y escribe la elegía más bella de nuestras letras desde las Coplas de Jorge Manrique. Un año más tarde, aparece la “Elegía” a Ramón Sijé, con una hondura poética similar. La elegía de Lorca reúne el primitivismo del cante jondo, reiterando la hora fatal (“a las cinco de la tarde”), con las intuiciones más innovadoras (“y el óxido sembró cristal y níquel”, “Ya luchan la paloma y el leopardo”, “Trompa de lirio por las verdes ingles"), que evocan la poesía visionaria de T. S. Eliot. Al mismo tiempo, es difícil no pensar en la tragedia griega: “Duerme, vela, reposa: ¡También se muere el mar!”. Lorca parece escribir su epitafio con la última estrofa:
Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace,
un andaluz tan claro, tan rico de aventura.
Yo canto su elegancia con palabras que gimen
y recuerdo una brisa triste por los olivos
La casa de Bernarda Alba, concluida un mes antes de la sublevación del 18 de julio, es una de las cumbres del teatro español del siglo XX. García Lorca ha alcanzado la madurez como autor dramático y ha depurado el texto hasta dejarlo casi desnudo, libre de efusiones líricas y explosiones retóricas. No es una obra realista, sino deliberadamente estilizada que pretende captar el conflicto entre el deseo y la estricta moral católica. Bernarda, la matriarca, solo se preocupa por el qué dirán. Cuando se suicida Adela, una de sus hijas, únicamente le preocupa que nadie descubra que ya no es virgen. Las “voces de presidio” que gobiernan su casa son las mismas que se escuchan desde los púlpitos de las iglesias y las tribunas de la derecha. Lorca habla abiertamente del deseo sexual de sus personajes femeninos, mostrando que la represión del instinto destruye las posibilidades de felicidad. Su discurso es inaceptable para los que solo concebían un destino para la mujer: ser ama de casa y acatar la voluntad de su marido. Aunque la obra no se estrenó en España hasta 1950, los sectores más intolerantes ya habían puesto al poeta en su punto de mira. La “España que se resistía a morir”, según palabras de Gil Robles, consideraba a Lorca un enemigo. De ahí que la revista satírica Gracia y Justicia, de orientación católica y fascista, publicara artículos difamatorios, acusándole de ateo y aireando su homosexualidad.
Pasión y muerte
García Lorca nunca se afilió a un partido político, pero siempre simpatizó con la República y nunca rechazó firmar un manifiesto antifascista. Al mismo tiempo, se declaró “católico estético” y rechazó las presiones que ejercieron sobre él para que militara en el Partido Comunista. Siempre mantuvo un inequívoco compromiso con los más desfavorecidos. Al evocar la pobreza de los campesinos de su Andalucía natal, comentaba: “Nadie se atreve a pedir lo que necesita. Nadie osa rogar el pan por dignidad y por cortedad de espíritu. Yo lo digo, que me he criado entre esas vidas de dolor. Yo protesto contra ese abandono del obrero del campo”. Poco después de visitar Nueva York, explica por qué le ha impactado tanto el espectáculo de la exclusión y la marginación de las minorías raciales: “Yo creo que el ser de Granada me inclina a la comprensión simpática de los perseguidos. Del gitano, del negro, del judío…, del morisco, que todos llevamos dentro”. Lorca siempre lamentó la caída de la Granada musulmana: “Fue un momento malísimo, aunque digan lo contrario las escuelas. Se perdieron una civilización admirable, una poesía, una astronomía, una arquitectura y una delicadeza únicas en el mundo, para dar paso a una ciudad pobre y acobardada, a una ‘tierra del chavico’ donde se agita actualmente la peor burguesía de España”. García Lorca no fue una víctima accidental del caos inicial de la Guerra Civil, sino un objetivo muy claro de los sublevados. Se ha dicho que afrontó su detención con cobardía, pero Esperanza Rosales, único testigo de ese momento, afirma que conservó la calma: “Se mostró muy entero, muy hombre”. De hecho, se despidió con unas palabras tranquilizadoras: “No te doy la mano porque no quiero que pienses que no nos vamos a ver otra vez”. Cuando decidió volver a Granada, descartando el exilio en Biarritz, ya había mostrado la misma mezcla de serenidad y fatalidad ante Rafael Martínez Nadal, al que le dijo: “Estos campos se van a llenar de muertos. Me voy a Granada y sea lo que Dios quiera”. Mientras esperaba el “paseo”, animó a sus compañeros de celda. Fumó sin parar y pidió confesarse, pero el sacerdote se había marchado. Uno de los carceleros, algo más compasivo que los demás, le ayudó a rezar, pues el poeta había olvidado las oraciones de su niñez.
La desaparición física no logró apagar la estrella del poeta, que no ha cesado de incrementar su resplandor con el paso de los años. “La muerte se diría / más viva que la vida / porque tú estás con ella, / pasado el arco de tu vasto imperio, / poblándola de pájaros y hojas / con tu gracia y tu juventud incomparables”, escribe Cernuda, no sin advertir que “la realidad más honda de este mundo / [es] el odio, el triste odio de los hombres, / que en ti señalar quiso / por el acero horrible su victoria”. La muerte no es la enemiga del poeta. Al revés, “para el poeta la muerte es la victoria”. Durante su estancia en Nueva York, Philip Cummings preguntó a García Lorca qué significaba realmente la vida para él: “Felipe –contestó-, la vida es la risa entre un rosario de muertes. […] Es venir de ningún sitio e irse a ningún sitio y estar en todas partes rodeados de lágrimas”. El sentimiento trágico de la vida es una de las características más inequívocas del carácter español. “España es el único país donde la muerte es un espectáculo nacional”, aseguraba Lorca. Y añadía: “En todos los países la muerte es un fin. Llega y se corren las cortinas. En España, no. En España se levantan”.
Se han realizado series y películas sobre la muerte de García Lorca. Todas las que recuerdo me han parecido fallidas. En estas cosas, la exactitud histórica no me parece tan importante como la capacidad de captar la hondura trágica del acontecimiento. No se puede decir lo mismo de La araña del olvido, una novela gráfica de Enrique Bonet, una obra en blanco y negro que reconstruye la peripecia del escritor estadounidense de origen español Agustín Penón, que viajó a Granada en 1955 para investigar el asesinato del poeta. Su estancia se prolongó casi dos años y guardó en una maleta el resultado de sus pesquisas, pero nunca llegó a escribir el libro que había proyectado. Hundido en la depresión, envió la maleta al director de teatro William Layton, que más tarde se la entregaría a Ian Gibson. Gibson publicó en 1990 un ensayo con sus conclusiones, que tituló Diario de una búsqueda lorquiana (1955-1956).
La araña del olvido recrea la atmósfera de Granada a finales de los cincuenta, cuando la dictadura de Franco había logrado atraerse a las democracias que se sentían amenazadas por la Unión Soviética. Noche tras noche, los señoritos juerguistas –ebrios y desafiantes- recorren los tablaos flamencos. Los curas fuman tabaco negro y visten sotana. Las mujeres viven recluidas en las casas. Las autoridades ejercen una vigilancia permanente, no discriminando entre lo público y lo privado. Nadie se atreve a hablar de la muerte de García Lorca, pero su ausencia gravita sobre Granada, poniendo de manifiesto la crueldad de un régimen que ha empujado al exilio a intelectuales y artistas. Todo es gris, opresivo, asfixiante. No hay luz en las calles ni en las vidas, sumidas en la penumbra del miedo.
España ha cambiado mucho, pero aún no se ha logrado digerir el pasado. Los revisionistas intentan justificar la dictadura. Los que aún sueña con asaltar los cielos, mutilan la historia, ocultando el terror revolucionario. La Guerra Civil necesita un cierre, un hecho simbólico que normalice definitivamente la convivencia y tal vez la exhumación de los restos de Lorca podría ser ese acontecimiento que permitiera construir una memoria colectiva sin revanchismos, falacias ni distorsiones. “La sal de nuestro mundo eras, / vivo estabas como un rayo de sol, / y ya es tan sólo tu recuerdo / quien yerra y pasa”, escribe Cernuda. Yerra y pasa, sí, pero como un surco fecundo donde fructifica la semilla.