Vermeer, la luz de Delft
Vermeer no fue el pintor de lo extraordinario, pero en sus retratos de lo íntimo y cotidiano se aprecia el espesor de la vida
Durante siglos, solo se ocupó de su obra el olvido. Sus imágenes, simples y modestas, se menospreciaron, pues carecían del esplendor de las batallas y los grandes eventos. Algunos dicen que no todos se olvidaron de él, que unos pocos valoraban sus cuadros, obras maestras de lo minucioso, delicado e intimista, pero lo cierto es que su nombre, Johannes o Jan Vermeer, únicamente circulaba entre aquellos que no confinaban el arte entre lo trágico, lo efectista y lo grandilocuente. No pintó mucho y apenas hizo vida social. Se ha especulado que tal vez sufría algún tipo de impedimento físico, pero no parece probable.
Maestro pintor e hijo de Reynier Jansz, artesano tejedor, hostelero y marchante de obras de arte, comerció con cuadros y engendró quince hijos, de los cuales cuatro murieron prematuramente. No sabemos cómo afectó ese drama a su visión del mundo, pues no dejó nada escrito y sus creaciones no incluyen referencias autobiográficas. En esa época, se consideraba al pintor un artesano, no un artista y su trabajo raramente contemplaba lo confesional y personal. Fue el síndico más joven de la guilda de San Lucas, una corporación que agrupaba a pintores, escultores, vidrieros, ceramistas, impresores y artesanos, lo cual acredita que gozaba del respeto de sus colegas. Los historiadores le atribuyen treinta y cinco cuadros. Ningún dibujo, ningún grabado. Experto en arte italiano, el elector de Brandeburgo pidió su asesoramiento para comprar unas pinturas, pero nunca viajó a Roma, Venecia o Florencia. Su sedentarismo no fue tan estricto como el de Kant, que jamás abandonó Königsberg, pero en pocas ocasiones se alejó de su ciudad natal, Delft.
Se le atribuye la influencia de Pieter de Hooch, pintor de interiores con una paleta rebosante de rojos cálidos, y Carel Fabritus, que exploró la armonía de los colores fríos para crear fondos luminosos. Fabritus murió joven, alcanzado por la explosión del polvorín de Delft el 12 de octubre de 1654. Se ha dicho que de sus cenizas nació el talento de Vermeer, ave fénix de una incipiente escuela nutrida por pintores volcados en el estudio de la perspectiva y las escenas de la vida doméstica. Frente al estruendo de la historia, prefirieron el latido silencioso de las cosas. Vermeer trabajó para la floreciente burguesía holandesa, cuya flota dominaba los mares en el siglo XVII. Consagró su pincel a las escenas de interiores, reproduciendo distintos aspectos de la existencia cotidiana: una mujer leyendo una carta, otra dormitando sobre una mesa con una bandeja llena de frutas, una criada vaciando un cántaro de leche junto a unas cestas con grandes trozos de pan, una joven con una perla y un turbante azul y amarillo -colores que contrastan con un fondo negro y tenebroso, casi caravaggiano-, lecciones de música con partituras, laúdes, guitarras, espinetas o virginales (un especie de clave de pequeñas dimensiones), señoras y criadas intercambiando confidencias, la esposa de un comerciante pesando unas perlas o quizás oro, visitas galantes con copas de vino y sonrisas de cortesía, una costurera atareada en un primoroso encaje. Vermeer no fue el pintor de lo extraordinario, pero en sus retratos de lo íntimo y cotidiano se aprecia el espesor de la vida, con su nudo de afectos, silencios y contrastes. Su luz parece humana y sus personajes, luz que ha cristalizado.
Su amor por el saber se reflejó en los retratos de un geógrafo y un astrónomo, ambos con el rostro del famoso creador de microscopios Anton van Leeuwenhoek. El geógrafo observa el mundo, pero desde su gabinete, sosteniendo un compás sobre un mapa. Una esfera que reproduce el globo terráqueo descansa sobre un armario y una ventana alta con los cristales cuarteados introduce una luz suave y simétrica que sugiere la posibilidad de albergar el universo en un poliedro o una cifra. El astrónomo ha colocado la esfera, una reproducción del globo de Jacodus Hondius, sobre la mesa y la explora con la yema de los dedos, aparentemente absorto en los mares y continentes. Vermeer nos demuestra que se puede viajar con el conocimiento. Un libro, un compás, un mapa y una esfera pueden ser los mimbres de una nave que nos lleve más allá del incierto horizonte, descubriéndonos territorios inexplorados. Como buen artesano, el pintor holandés no desdeña los sentidos, pero sabe que los datos de la experiencia no adquieren inteligibilidad hasta ser reelaborados por la imaginación y el entendimiento.
Aunque Vermeer era católico –educado como calvinista, se convirtió para casarse con Catharina Bolnes, que pertenecía a una próspera familia papista, y llamó a uno de sus hijos Ignatius como homenaje a Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús–, su representación del globo terráqueo sugiere que la esfera no es un simple astro, sino quizás la forma de la divinidad, tal como enseñaron los pitagóricos. ¿Por qué Vermeer eligió los interiores y apenas representó el mundo exterior? ¿Solo para agradar a la burguesía? ¿Quizás pretendió recordarnos que lo infinitamente pequeño, como esas partículas que captaban los microscopios de van Leeuwenhoek, era un reflejo de lo infinitamente grande? ¿Podemos aventurar que pensaba como un pagano o, simplemente, había asimilado la lección del Renacimiento, que fundió la cultura clásica y la ciencia moderna? Creo que la segunda hipótesis es más verosímil.
En El arte de la pintura, que durante mucho tiempo se llamó sencillamente El taller, se representó a sí mismo, reivindicando la excelencia de la actividad pictórica, un género que se consideraba inferior a disciplinas como la historia y la geografía. Sentado frente a un caballete, una modelo posa para su pincel encarnando a Clío, musa de la historia. Todo indica que es su hija Maria. La joven aparece con una corona de laurel, una trompeta y una obra de Tucídides. El refinado y anacrónico atuendo del pintor, el suelo ajedrezado y la lámpara sin velas crean una falsa impresión de lujo, impropia de un taller de pintura. Se dice que El arte de la pintura era la obra de Vermeer más admirada por Adolf Hitler y, de hecho, fue comprada por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. La leyenda sostiene que acabó en el Berghof, lugar de descanso y segunda residencia de Hitler, situada en los Alpes Bávaros, cerca de Berchtesgaden. Resulta inquietante imaginar en Obersalzberg un cuadro que exalta la verdad y la belleza. Hitler era un pequeño burgués. Quizás se identificó con esos holandeses del XVII que alardeaban de una intimidad tranquila, pero en su mente bullían las hogueras y los espectros del Infierno de Dante y el Bosco. Lo cierto es que los aliados rescataron el cuadro de una mina de sal, escondido con otras obras de arte adquiridas o expoliadas por los nazis.
Vermeer, el pintor de interiores, nos dejó una obra maestra del paisaje. Su Vista de Delft cautivó a Marcel Proust, que la describió como el “cuadro más bello del mundo”. En La prisionera, el personaje de Bergotte, síntesis de Anatole France y Paul Bourget, desoye a los médicos, que le han aconsejado hacer reposo para superar una crisis de uremia. No quiere perderse la oportunidad de contemplar la Vista de Delft, prestada por el Museo de la Haya para una exposición de pintura holandesa. Adora el cuadro y el pequeño lienzo de pared amarilla le parece “una preciosa obra de arte china, de una belleza que se bastaba a sí misma”. Mareado por culpa de su mala salud, recorre la exposición. La mayoría de los cuadros le parecen artificiosos y opresivos, como una habitación mal ventilada, pero cuando llega al Vermeer, que recordaba más luminoso, descubre por primera vez “unos pequeños personajes de azul, que la arena era rosa, y por último la preciosa materia del minúsculo lienzo de pared amarilla”. Mientras su malestar aumenta, mantiene la mirada fija en el lienzo, “como un niño en una mariposa amarilla que quiere coger”, pensando que así es como debería haber escrito, pues sus últimos libros son demasiados secos e inexpresivos. Su conciencia artística le repite que “habría debido pasar varias capas de color, hacer mi frase preciosa en sí misma, como este pequeño lienzo de pared amarilla”. Poco después, le sobreviene la muerte, que le hace rodar por el suelo desde el canapé donde se había sentado a descansar, intentando convencerse de que solo sufría una indigestión.
¿Qué virtudes posee la Vista de Delft? ¿Contiene una poética, una teoría de la creación artística? ¿Es algo más que un paisaje? Durante cierto tiempo, se dijo que los paisajistas holandeses eran más fieles a la naturaleza que los italianos, pero ahora sabemos que no es así. Su naturaleza también es una reinvención que se ajusta a un ideal de armonía y belleza. Vermeer, que probablemente utilizó una cámara oscura y una doble lente cóncava, muestra una fidelidad al paisaje que roza lo fotográfico, pero su naturalismo no es mera exactitud, sino una especie de hiperrealismo que trasciende a la perspectiva común, acercándose al campo de visión de un gran angular. Vermeer pintó Delft desde el sur, con la Puerta de Rotterdam a la derecha y la de Schiedman en el centro, con el reloj marcando la hora exacta. Hay unas pocas figuras a orillas del canal y varias embarcaciones ancladas, pero no se aprecia actividad ni movimiento, pese a que el puerto de Delft se caracterizaba por su continuo tráfico de mercancías.
Vermeer prescindió de la anécdota para ceder todo el protagonismo a la luz, que cae sobre la franja de tierra, los edificios –serenos, fríos y solemnes– y el agua, levemente agitada por unas ondas casi imperceptibles. Además, alteró –más exactamente, sesgó– la perspectiva para que las embarcaciones del puerto desaparecieran y la ciudad se mostrara frontalmente, libre de obstáculos que recortaran o entorpecieran la visión. Bajo un cielo lechoso, Delft parece el fruto de esa intuición eidética de la que hablará siglos más tarde Husserl, postulando una forma de conocimiento capaz de atrapar la quintaesencia de las cosas. Vermeer depuró su mirada hasta quedarse con el alma de la ciudad, sin ignorar que el alma no es algo abstracto, sino materia con historia y, por tanto, con llagas y sombras.
En la Vista de Delft hay belleza, sí, pero también metafísica. Nos permite apreciar la perfecta conjunción entre el ser y el tiempo, el momento solidificado y el imparable flujo del devenir, el poder vivificador de la luz y su declive por el tránsito de las nubes o la inminencia del atardecer. La Vista de Delft no es un simple instante, sino un ejemplo del dinamismo interno de la vida. Como señala Bergson, la vida no es materia y espíritu, sino duración, totalidad, creatividad sin fin, “élan vital”, impulso libre e imprevisible. Bergotte se siente fracasado, porque piensa que ha escrito sin comprender lo que describía, algo que no sucede en Vermeer, cuya mirada –silenciosa, sagaz, atenta– extrae de un paisaje una imagen del mundo pletórica de sentido, mostrando el juego de luces, sombras, formas y colores que expresan el “élan vital”, la fuerza creadora del ser.
Vermeer atrapó con su pincel el frágil y precioso latido de la vida. Su breve existencia –apenas cuarenta y dos años– no le impidió adquirir la maestría de los grandes pintores. En sus cuadros, todo palpita: la luz, el cristal, la tela, la leche, el pan, el armiño, las joyas, los instrumentos musicales, las cartas, las fachadas, el agua. Hay una vibración que ha cruzado los siglos, sin perder la capacidad de conmovernos y hechizarnos. Vermeer nació el mismo año que Spinoza: 1632. Ambos afrontaron el estudio de la realidad con lentes que dilataban la percepción. Spinoza identificó a Dios con la Naturaleza, lo cual le costó ser expulsado de la sinagoga y maldecido por sus conciudadanos, que le acusaron de ateo. Vermeer se alineó con los papistas. ¿Fue un sincero católico? Su tardía Alegoría de la Fe, quizás un encargo de un jesuita, es su obra más dramática. Carece de la serenidad y el equilibrio del resto de sus cuadros. Casi representa una ruptura y, estéticamente, puede interpretarse como una caída o un signo de fatiga. ¿Acaso es un reflejo de su escepticismo?
No se puede decir lo mismo de La tasadora de perlas, que realiza su tarea junto a un cuadro que representa el Juicio Final, lo cual sugiere que la obra es una alegoría sobre la virtud. En esta ocasión, la fe ya no parece un motivo escogido por encargo, sino algo sincero. No nos debe extrañar que Vermeer pintara pocos cuadros de tema religioso. Su Cristo en casa de Marta y María no es una de sus mejores obras, pero no se debe atribuir al desinterés, sino a que aún se encontraba en su primera etapa, cuando imitaba a los maestros renacentistas y no había pulido su estilo. La verdadera razón de la escasez de obras de tema religioso es que en una república calvinista no existía demanda de imágenes de esa clase. Sin embargo, su cristianismo se refleja en la dignificación de las gentes sencillas, hasta entonces representadas como zafias y perezosas, y en el papel que desempeña la luz en sus cuadros como símbolo de pureza y bondad. No está de más recordar que en el Evangelio de Juan, Cristo declara: “Yo soy la luz del mundo”.
Vermeer nunca logró vivir de la pintura y el alquiler de la posada familiar apenas superaba los intereses de la hipoteca aún pendiente. La guerra con Francia –Luis XIV quiso acabar con aquella república de comerciantes calvinistas– hundió el mercado del arte en las Provincias Unidas. La apertura de las esclusas y la inundación del país para frenar a las tropas enemigas paralizó la economía. Vermeer fue elegido de nuevo síndico de la guilda de San Lucas, pero un viaje a Ámsterdam para solicitar un préstamo de mil florines revela que el cargo no le proporcionaba los recursos necesarios para sostener a su familia. Siguió trabajando como marchante hasta el final, pero los bajísimos precios impuestos por la guerra le mantuvieron en la precariedad. En 1675 enfermó y murió a los pocos días. Desconocemos las causas. Su viuda solo heredó una deuda de 617 florines que saldó con los escasos cuadros de su marido, entre los que se encontraba El arte de la pintura, del que Vermeer no había querido desprenderse, quizás porque expresaba su concepción del arte y la vida. Incapaz de asumir más deudas, renunció al resto de la herencia. Después, el olvido.
¿Cómo fue la vida íntima de Vermeer? Su suegra, Maria Thins, se opuso inicialmente al matrimonio, pero al cabo del tiempo la hostilidad se transformó en afecto y complicidad. Separada de su marido, Maria le llegó a considerar su hombre de confianza, incluso por encima de su hijo varón. No es difícil imaginar a Vermeer pintando con rápidos y cortos toques de pincel, mientras su esposa tocaba la espineta o realizaba encajes, manipulando hábilmente bobinas, alfileres e hilo. ¿Trabajó alguna vez al aire libre, anticipándose a su época? Así lo sugiere la Vista de Delft y La callejuela, con el rojo del postigo de una de las ventanas contrastando con el blanco de la cal del muro. Vermeer no era un hombre de grandes lecturas. Para plasmar la perspectiva, utilizaba un clavo, que hundía en el lienzo para que sirviera de punto de fuga. Unas cuerdas completaban el artificio. Rudimentario, pero eficaz. La vida íntima de Vermeer fue la de un hogar burgués que cultivó el trabajo, la honradez y el decoro. Presumo que la decadencia económica quebró esa armonía y tal vez precipitó la muerte temprana del artista.
El siglo XVIII ignoró a Vermeer, pero a comienzos del siglo XIX sus cuadros empezaron a circular por galerías y subastas. El pintor Wybrand Hendriks copió la Vista de Delft y Christian Josi publicó un artículo, elogiando al pintor. El rey Guillermo I compró por 2.900 florines la Vista de Delft para el Mauritshuis de La Haya. En 1842, el periodista y político Théophile Thoré le dedicó tres artículos reivindicativos, que significaron la resurrección de Vermeer. Más tarde, el crítico Thoré-Bürger estudió su obra y elaboró el primer catálogo, escribiendo: “En Vermeer, la luz nunca es artificial: es precisa y normal, como en la naturaleza, y tal como un físico escrupuloso puede desearla. El rayo de luz que penetra por un borde del cuadro atraviesa el espacio hasta llegar al otro borde. La luz parece provenir de la misma pintura, y los espectadores ingenuos se imaginarán sin esfuerzo que el día se desliza entre la tela y el marco”. No todos los impresionistas celebraron la pintura de Vermeer, pero la mayoría le tributó su admiración. Desde entonces, goza de una enorme popularidad. Entre 1995 y 1996, casi medio millón de personas visitaron en La Haya la exposición que reunía veintidós de sus obras. Las entradas se agotaron ya en la fase de venta anticipada. Trasladada a Washington, la exposición convocó a cerca de 330.000 personas.
¿Qué piensan los artistas que contemplan su triunfo desde el más allá? Conservamos un supuesto autorretrato de Vermeer, un pequeño óleo sobre madera. Parece un hombre corriente, como los burgueses de sus cuadros, un pintor que vive de los encargos, no un artista en busca de la verdad. No nos engañemos. El arte más exigente, el que permanece y abre nuevos caminos, suele ser así: humilde, sincero, discreto. Si alguien hubiera preguntado a Vermeer cuál era su profesión, quizás habría respondido que marchante o posadero. Y solo después habría añadido con naturalidad, evitando el énfasis: “También soy pintor. Pintor de la luz de Delft”.