No se debería esperar a que un escritor adquiriera la condición de difunto para atribuirle la condición de clásico. Entre los autores vivos que sobrevivirán a la estricta criba del tiempo, yo incluiría a Antonio Muñoz Molina, una pluma tranquila, elegante y reflexiva. Hace casi un año, me concedió una entrevista y, lejos de limitarse a contestar por escrito a un cuestionario, me invitó a su casa, situada cerca del Retiro. Si la memoria no me falla, los adornos navideños ya empezaban a despuntar en Madrid, anunciando el frenesí de color y consumo de unas fiestas que siempre han despertado mi nostalgia. Creo que todos los que cometemos el temerario acto de escribir, miramos hacia atrás con añoranza, conscientes de que las palabras son las únicas que pueden ayudarnos a recobrar los paisajes de nuestros primeros años, cuando todo parecía recién creado por un demiurgo compasivo.
Muñoz Molina y yo pertenecemos a la misma generación. Solo nos separan siete años. Hemos crecido en la misma España, pero nuestros orígenes son diferentes. Yo nací y crecí en el barrio de Argüelles. Fui un niño de ciudad. Más exactamente, un niño del centro de Madrid. Casi nunca jugué en la calle. Solo pasaba unas pocas horas en el Parque del Oeste bajo la atenta vigilancia de mi madre. El resto del tiempo vivía recluido en un piso. Mi cuarto era mi reino y, si he de ser sincero, me sentía más cómodo entre sus cuatro paredes que en el exterior, pues allí tenía todo lo que amaba: tebeos, coches, muñecos, una radio, mi perro. Sin embargo, ahora no soporto los espacios pequeños. Vivo en un pueblo y cada mañana celebro poder contemplar el campo desde la ventana, disfrutando de un paisaje típicamente castellano: campos de trigo y cebada, unos cuantos almendros, milanos y cernícalos volando en un cielo alto y sin nubes, de un azul casi doloroso por su luminosidad. Antonio Muñoz Molina creció en Úbeda, un pueblo con encinas, alcornoques, una dehesa, calles estrechas de fachadas encaladas y un centro histórico con palacios e iglesias de estilo renacentista salpicado de elementos musulmanes, góticos y barrocos. Los contrastes entre dos vidas nos revelan que el ser humano es una criatura fronteriza, siempre de paso hacia escenarios desconocidos.
De joven, cuando leía las novelas de Muñoz Molina, no pensaba en su infancia. Para mí, solo era un autor que publicaba libros y artículos, y, que de vez en cuando, aparecía en la televisión, eludiendo los gestos teatrales de otros escritores aficionados a llamar la atención con extravagancias de dudoso gusto. Al acercarme a la vejez, sí empecé a preguntarme cómo habría sido su niñez, pues creo que en esa etapa se forja el carácter y ahí se hallan las claves de una obra. Escribir quizás solo es una forma de prolongar la niñez, intentando corregirla, reinventarla, transformarla, adornarla, revivirla. ¿Cómo habría sido la infancia de Muñoz Molina en Úbeda? Presumía que se habría pasado la mayor parte del tiempo en la calle, jugando con otros niños, disfrutando del aire libre, no confinado en un cuarto que mantenía el mundo a raya. Y, de vez en cuando, quizás trabajaba en el huerto familiar, observando el campo y aprendiendo esos nombres de plantas y animales que los niños de ciudad desconocemos, lo cual no impide que nos burlemos del mundo rural, como si fuera un espacio de incultura y barbarie. La oportunidad de hablar con Muñoz Molina me brindaba la posibilidad de conocer mejor el mundo donde se había gestado su literatura, una síntesis de melancolía y belleza, humanismo y perspicacia, sentido común y delicadeza.
Cuando llamé a la puerta, escuché el ladrido de un perro, lo cual me regocijó. No es un secreto que el escritor siente un gran aprecio por los animales, pero comprobarlo escuchando unos ladridos diminutos me hizo sentir que me hallaba a punto de traspasar el umbral de un lugar amigable y cordial. Muñoz Molina abrió la puerta y, por desgracia, solo pudimos saludarnos a cierta distancia, pues la covid-19, una calamidad que aún sigue causando estragos, nos impidió estrecharnos la mano. El perro era un yorkshire terrier simpático y algo despeinado. Husmeó mis pantalones, atraído por olor de mis por entonces seis perros. Aún no había muerto Olivia, un podenco de casi dieciséis años cuya vida se extinguiría un mes más tarde, rompiéndome el corazón, como ya había sucedido otras veces, pues –¡ay!- he perdido a lo largo de mi vida diez perros, casi todos seres desdichados, víctimas del abandono y el maltrato.
Desde el fondo del pasillo, me saludó Elvira Lindo. No pude evitar pensar en Manolito Gafotas, que siempre me ha recordado a Celia, el personaje de Elena Fortún. Ambos nos proporcionan un relato entrañable, tierno y divertido de su época y han hecho felices a muchos niños y adultos. He hablado con muchas personas que me han jurado por todo lo humano y divino que habían conocido al Manolito real, que habían jugado con él, que habían corrido a su lado por Carabanchel, Moratalaz, Vicálvaro. Que era tal como lo retrataban las novelas, pero al parecer Manolito es… Elvira Lindo. O eso me aclaró Muñoz Molina. Imagino que ciertos personajes como Tintín, Corto Maltés, Celia, Sherlock Holmes o el capitán Trueno, penetran de tal forma en el imaginario colectivo que acaban adquiriendo el espesor ontológico de un ser real y muchos llegan a olvidar su condición de criaturas imaginarias. Este proceso es lo que caracteriza a los mitos y, lejos de ser una desgracia, constituye un milagro. Un milagro que evidencia que un escritor no se limita a contar cuentos. Cuando su pluma fluye con talento, amplia y modifica la realidad, como un pequeño demiurgo que completa el trabajo de los dioses mayores, artífices del universo.
Después de atravesar el vestíbulo, vislumbré una estantería. Un perro e hileras de libros. Definitivamente, había llegado a un territorio afín, con los mismos lares que custodian e iluminan mi rutina. Pensé que un piso en un lugar céntrico de Madrid sería muy ruidoso, pero la doble ventana había logrado que imperara un silencio claustral. Nos sentamos en un sofá y, quizás a modo de preámbulo, hablamos de nuestra predisposición a la melancolía. Los dos hemos recurrido a los antidepresivos sin muchos resultados. La tristeza es el mal de nuestro tiempo. Quizás nos cuesta admitir que la vida es imperfecta e insuficiente. No conozco qué ha llevado a Muñoz Molina a esas aguas, donde tantos se ahogan –yo bajé hasta el fondo y logré salir a flote de milagro–, pero sí creo que el afecto y la humanidad ayudan a nadar hasta la orilla, dejando atrás la desesperanza y la angustia.
Muñoz Molina derrocha humanidad y cortesía. Se nota que es una buena persona. Desgraciadamente, en la república de las letras existe una incomprensible fascinación por la maldad. Se elogia a figuras como César González Ruano y Agustín de Foxá, destacando su temperamento artero y mezquino. Es lo que yo llamo el "síndrome Addsison DeWitt", el corrupto y despiadado crítico teatral interpretado por George Sanders en Eva al desnudo, la genial comedia de 1950 dirigida por Joseph L. Mankiewicz. Addsison DeWitt repele, pero también seduce y atrae con su ingenio chispeante y su cinismo de cortesano aficionado a las intrigas. Sucede lo mismo con escritores como Céline o Drieu La Rochelle. Por el contrario, se desprecia a los autores que han adoptado una perspectiva compasiva, humanista y solidaria, olvidando que esos rasgos suelen circular por las grandes obras, como es el caso del Quijote, Guerra y paz, Misericordia, de Galdós, El idiota, de Dostoievski, los cuentos de Chéjov o las novelas de Faulkner y Onetti, donde se mira de frente al mal y se deja constancia del dolor que inflige en los más débiles y desamparados. Incluso en novelas que se consideran perversas, como Lolita, de Nabokov, se destaca la vulnerabilidad del ser humano, su indefensión en determinadas situaciones y las consecuencias nefastas de cosificar al otro. No reivindico la moralina, pero sí una mirada limpia, generosa, lúcida y sensata, como apreciamos en Antonio Machado, Gabriel Miró o Antonio Muñoz Molina.
Comenzar hablando de la melancolía propició un clima cercano y amistoso, muy alejado de una entrevista fría e impersonal. Sumidos en la penumbra de una mañana con un cielo lechoso y con nubes que pasaban lentamente por encima de las azoteas como gigantescos bloques de hielo a la deriva, abordamos el por entonces último libro de Muñoz Molina, El miedo de los niños, basado en una leyenda popular, según la cual unos misteriosos coches secuestraban a los niños para extraerles sangre y venderla en hospitales de tuberculosos ricos que se recuperaban en la Sierra de Cazorla o Sierra Mágina. Lo que iba a ser inicialmente un relato se había convertido en una novela breve, un formato no muy popular, pero que siempre ha atraído a Muñoz Molina, quizás porque esa clase de obras exigen precisión y no transigen con la retórica.
Dado que su novela breve se basaba en un cuento infantil, le pregunté si era uno de esos escritores enamorados de su infancia. “Yo fui muy feliz cuando era niño”, contestó. “La vida se me torció con la adolescencia, una etapa que me costó mucho superar. Necesité casi treinta años para lograrlo. En cambio, de niño fui muy dichoso con mis padres, mis abuelos, mis tíos, con la vida en la calle. Eso era un paraíso. No para los adultos tal vez, pero sí para los niños, que tienen la capacidad de fundar el paraíso allí donde van”. Muñoz Molina me contó que jugaba a las canicas y que uno de sus primos, afectado por la polio y con una de esas botas ortopédicas pesadas y antiestéticas, poseía una puntería y una fuerza extraordinarias, gracias a las cuales carecía de rival. Además de las canicas, Muñoz Molina intercambiaba tebeos y corría con otros niños, participando en todos los juegos de la época, pero me reconoció que le gustaba estar solo. En su casa o en la huerta de su padre, perdido en sus ensoñaciones. En ese sentido, nos parecemos. Yo no tenía huerta familiar, pero agradecía la soledad, que me permitía extraviarme en quimeras.
Muñoz Molina reconoció que prefería al Capitán Trueno al Jabato y que estaba enamorado de Sigrid, la reina de Thule y “la primera sueca de nuestras vidas”. También leía Pulgarcito y otros tebeos de entonces, cuando los quioscos se hallaban saturados de publicaciones infantiles. Como no tenía dinero, leía a salto de mata, aprovechando cualquier oportunidad. Ya de adulto, siguió leyendo tebeos y novela gráfica, un género que le parece muy cercano a la poesía. Le pregunté por Tintín y me contestó que lo descubrió a través de sus hijos, pues en su círculo familiar no había dinero para comprar esos álbumes tan caros. Las aventuras de Tintín se publicaban en libros de pasta dura, no era un tebeo apaisado en papel barato, como los de Roberto Alcázar y Pedrín. La primera vez que tuvo en sus manos un de los álbumes de Hergé fue en casa de un niño cuyo padre era coronel y, mientras examinaba sus páginas, experimentó la fascinación del que descubre un tesoro insólito y casi inimaginable. Tintín le parece un personaje misterioso, con una edad indefinida y un pasado hermético.
Hablando de la infancia, no quise pasar por alto el tema de la enseñanza. Muñoz Molina conserva un entrañable recuerdo de su paso por la escuela. Allí un maestro se fijó en sus capacidades y animó a su padre a que le permitiera continuar con sus estudios. El escritor ha conservado la relación con ese maestro, que ahora es su amigo. Su experiencia en el colegio de salesianos donde cursó el bachillerato no fue tan positiva. Los curas no trataban del mismo modo a los alumnos de familias pudientes que a los que procedían de otras más humildes. En esa época, se abusaba de la autoridad y se trataba con desdén a las personas situadas en los escalones más bajos del espectro social. Muñoz Molina recuerda la dignidad de su padre y sus abuelos, con un gran conocimiento de las cosas del campo y muy respetadas en su entorno. En cambio, cuando acudían al ayuntamiento, el respeto se convertía en menosprecio. La España franquista era una sociedad perezosa, arbitraria, mediocre y clasista, donde el clero ejercía un asfixiante control ideológico.
El colegio de salesianos acercó a Muñoz Molina a posiciones anticlericales, pero no despertó su hostilidad hacia la experiencia religiosa. Aunque se declara ateo, lee con placer a Thomas Merton y la Biblia del Oso. Admite que le fascina el Evangelio. El episodio de la adúltera a la que Jesús salva de ser lapida le parece conmovedor. No le cuesta trabajo reconocer que el cristianismo introdujo una nueva sensibilidad en el mundo antiguo. No le parece menos interesante la perspectiva ética del budismo. Y, en cualquier caso, prefiere las religiones organizadas, con su liturgia y sus valores éticos, a la idolatría hacia figuras como Maradona o Steve Jobs. Volvimos al tema de la enseñanza –yo he sido profesor de filosofía de instituto durante más de dos décadas- y los dos coincidimos en que los centros educativos deben ser escuelas de ciudadanía. No hay que adoctrinar, pero sí promover los valores democráticos, exaltando la libertad, la igualdad, la tolerancia y el respeto a la diferencia. La educación necesita una reforma, pero no se debe limitar a gestos como facilitar ordenadores portátiles a todos los niños. Durante una visita a la NASA, Muñoz Molina comprobó que en todos los despachos continuaban existiendo las pizarras convencionales. A los prestigiosos investigadores que trabajaban allí la tiza aún les parecía una herramienta irrenunciable y, probablemente, no se equivocaban.
Según Muñoz Molina, la escuela debe enseñar a las personas a descubrir sus capacidades para así desarrollar su conciencia estética y narrativa. Eso solo se logra acercando a los alumnos a la belleza y el pensamiento. Le pregunté qué ha representado para él aprender inglés. “Me abrió un mundo”. Su padre le compró un Diccionario Sopena de inglés-español cuando el idioma que se estudiaba en los colegios aún era el francés. Poco después, compró un tocadiscos a un vendedor a domicilio, pagándolo a plazos. Allí escuchó por primera vez Muñoz Molina la palabra 'London'. Años más tarde, vivir en Nueva York y Virginia amplió su perspectiva. En Estados Unidos, no era una figura pública. Tenía que empezar las conversaciones, explicando a qué se dedicaba. Además, la cultura estadounidense tiene una imagen muy diferente de la figura del escritor.
Le pregunté si seguía escuchando a los Beatles y si le parecía justo situar la música popular por debajo de la clásica, como si fuera algo inferior y menos valioso. Me contestó que continuaba disfrutando con los Beatles y señaló con lucidez que los músicos no tienen los prejuicios de muchos críticos y profesores. Citó el caso de Ravel, que insistió en conocer Harlem cuando visitó Nueva York, lo cual sorprendió a sus anfitriones, muy despectivos con la música popular. Hablamos de Charlie Parker y Billie Holiday. Muñoz Molina se indigna con la visión romántica del alcohol y las drogas. En el caso de “Bird” y “Lady Day”, que murió esposada a la cama porque se hallaba bajo custodia policial, sus adicciones se hallaban vinculadas a sus turbulentas biografías, marcadas por la segregación, la pobreza y la vulnerabilidad. Se olvida que Duke Ellington accedía a las salas de conciertos de los hoteles de lujo por las cocinas por ser negro, pese a ser la estrella que convocaba a infinidad de clientes para escucharle al piano. La fascinación por lo maldito y autodestructivo suele ignorar que John Cheever recobró su creatividad cuando superó su alcoholismo y que las últimas novelas de Faulkner reflejan su decadencia física y mental, causada por el abuso del whisky.
Finalizamos la conversación hablando de Onetti, al que Muñoz Molina admira y considera un maestro, y del que sería su próximo libro, Volver a dónde, una especie de dietario sobre la epidemia de la covid-19. Nos despedimos cordialmente, sin poder estrecharnos la mano, pero sonrientes y relajados. Creo que los dos pasamos un buen rato. He tardado casi un año en trasladar al papel este encuentro. Grabado en vídeo, puede seguirse en Youtube. Desgraciadamente, la calidad de la grabación es deficiente, pues no disponía de un equipo profesional. No me cabe ninguna duda de que la posteridad reconocerá a Muñoz Molina como un clásico. Durante años, leí la página que escribía para El País Semanal todos los domingos. Disfrutaba con su prosa, con momentos de gran lirismo, y aplaudía sus razonamientos, inspirados por el amor a la vida, a la belleza y a sus semejantes. Cuando se interrumpieron sus colaboraciones, experimenté un doloroso sentimiento de orfandad. Muñoz Molina es un humanista, un gran narrador, un hombre ético. Aún no he leído Volver a dónde, pero lo abordaré dentro de poco y sé que me ayudará a comprender mejor estos últimos años, cuando la inesperada aparición de un virus nos ha recordado la fragilidad del ser humano y la necesidad de hallar un sentido a la existencia para soportar los golpes de la adversidad.