Imagino que he llegado a esa edad donde todo tiempo pasado parece mejor. Se ha hablado muchas veces de la mediocridad de la literatura de la posguerra española, pero yo, que nací en 1963, examino esos años y descubro que había autores y obras mucho más interesantes que los de ahora. Pienso en Javier Mariño (1943), de Gonzalo Torrente Ballester, Nada (1944), de Carmen Laforet, La familia de Pascual Duarte (1942), de Cela, La sombra del ciprés es alargada (1948), de Miguel Delibes o Los Abel (1948), de Ana María Matute. Eso en cuanto a la novela, pero en poesía, teatro y filosofía también se produjeron logros extraordinarios, como La casa encendida (1949), de Luis Rosales, Historia de una escalera (1949), de Buero Vallejo, o Naturaleza, Historia, Dios (1944), de Xavier Zubiri.
Si extendemos la nómina a las décadas posteriores y a los autores del exilio, nos topamos con escritores con una gran exigencia artística y un estilo cuidadosamente depurado, como los novelistas Luis Martín Santos, Rafael Sánchez Ferlosio, Rosa Chacel, Francisco Ayala, Carmen Martín Gaite, Juan Benet, los hermanos Goytisolo —Juan y Luis— o Juan Marsé. Entre los poetas, destacan José Antonio Muñoz Rojas, Ángel González, Pepe Hierro, Antonio Gamoneda, Jaime Gil de Biedma, Gabriel Ferrater, Claudio Rodríguez y José Ángel Valente. Podría citar más nombres, pero creo que es suficiente y pido excusas por las omisiones.
Salvo excepciones, como Javier Marías, discípulo de Benet, el panorama actual es mucho menos brillante. De hecho, muchos de los libros que han conseguido un gran éxito de ventas parecen escritos por el mismo autor. Se ha impuesto una prosa y una poesía que ya no luchan con el lenguaje para hallar la frase y la palabra exactas, sino que cultivan un tono neutro, aséptico e impersonal que ahorra al lector cualquier esfuerzo. Además, se evitan los temas espinosos, como las pasiones tardías (pienso en Gustav von Aschenbach, el protagonista de La muerte en Venecia, de Thomas Mann, enamorado de Tadzio, un adolescente polaco de una belleza extraordinaria), las historias que puedan suscitar la sospecha de machismo (¿quién se atrevería hoy a editar Tempestades de acero, de Ernst Jünger, o novelas como las de Jane Austen, cuyas heroínas no tienen otra meta que hacer un buen matrimonio?) o las tramas que aún se atreven a hablar de Dios (¿quién frecuenta hoy en día a los grandes autores católicos, como Charles Péguy, André Maurois, Julien Green o Gustave Thibon?).
Escribo esta nota tras leer un excelente artículo de Rafael García Maldonado, ¿Qué fue de la literatura?, publicado en El Español el pasado 30 de octubre. Escritor y editor, García Maldonado apunta que la "gran Cultura" ha sido sustituida por el entretenimiento. La dictadura de lo políticamente correcto y el anhelo de ventas han logrado que hoy en día nadie se atreva a editar a un autor como William Faulkner, con sus atmósferas irrespirables, sus personajes enajenados y su estilo lírico, denso y convulso, donde la voz narrativa a veces es asumida por un oligofrénico o un violador. Me anticipo a los que objetarán que Faulkner sigue reeditándose, pero lo que yo quiero decir es que apenas hay oportunidades para otros autores similares. ¿Cómo no se va a reeditar a Faulkner, ganador de un Nobel? Aplico la reflexión a los grandes clásicos que he citado hasta ahora. Pero ¿qué sucedería si un desconocido acudiera a una editorial con un manuscrito como El ruido y la furia? Probablemente, lo rechazarían, pues es una obra turbia, inquietante, difícil y oscura.
La literatura no debe exaltar el mal, pero sí explorarlo. ¿Acaso la obligación de un escritor no es viajar hasta el corazón de las tinieblas para contemplar el horror y contarnos lo que ha visto? Gracias a la nueva ortodoxia elaborada por los adalides de la corrección política, esos «tontos» que —como dice Javier Marías— cada vez mandan más, la industria editorial apuesta por los libros que hablan de los trastornos de ansiedad en los grandes espacios urbanos, la lucha contra el heteropatriarcado, las estrategias de autoayuda, el mindfulness, los problemas de identidad sexual, la idílica vida en los pueblos, los asesinos en serie, el reciclaje de los pañales y una sexualidad desinhibida que ya no reconoce límites ni géneros. Imagino que una novela como La montaña mágica, de Thomas Mann, que aborda el conflicto entre el espíritu de la Ilustración y las tesis del Romanticismo, solo provocaría bostezos entre unos lectores que exigen a un libro las mismas dosis de entretenimiento que a una serie de Netflix o HBO. Eso sí, en el terreno del entretenimiento, hay grandes diferencias. No es lo mismo Jules Verne, Alejandro Dumas o Raymond Chandler que Juego de Tronos. En España, Arturo Pérez-Reverte ha logrado con la saga de Alatriste emular al mejor Dumas, pero —además— ha publicado novelas de gran calado, como Hombres buenos o Línea de fuego, pero el bando de lo políticamente correcto no le perdona que rescate la perspectiva de Manuel Chaves Nogales al abordar la Guerra Civil o se permita opinar sobre el lenguaje inclusivo, advirtiendo que podría cargarse nuestro idioma.
Javier Marías, el novelista que mejor ha asimilado las lecciones de Faulkner, también ha sufrido las iras de la nueva inquisición, esa que llama «fascista» a todo el que no suscribe su ideología, colocando en el mismo plano a Raymond Aron y Joseph Goebbels. Me pregunto qué será de la literatura. Aún se publican buenos libros, pero cada vez menos y la reedición de los clásicos cada vez depende en mayor medida del mecenazgo. ¿Quién se interesa hoy por un autor como Gabriel Miró? ¿Cuánto tiempo podrán soportar Baroja, Unamuno, Azorín y Ortega las críticas demagógicas que les adjudican posiciones reaccionarias, aconsejando marginar sus obras? De momento, ya han conseguido enterrar a un gran ensayista como Julián Marías. La hidra de lo políticamente correcto ha afectado incluso a Tintín y Disney, que no cesan de sufrir descalificaciones y, en algunos casos, iniciativas sumamente agresivas, como quemar sus libros o excluir sus obras de la programación infantil con el pretexto de que promueven prejuicios machistas y racistas.
Afortunadamente, nunca dejarán de publicarse buenos libros, pues el ser humano seguirá preguntándose si la vida solo es ruido y furia, o algo donde también caben el bien, la verdad y la belleza. Nuestra propia fragilidad garantiza que la buena literatura volverá, pues nuestras perplejidades no se han desvanecido y solo un buen poema, una novela ambiciosa, un ensayo agudo o una pieza teatral inspirada pueden arrojar algo de luz. Hasta entonces, aconsejo no perder el tiempo con poemas sobre el sexo no binario o con novelas con tramas policíacas resueltas por detectives anodinos. Tampoco recomiendo relatos inspirados por un revisionismo de izquierdas que exalta a los sudorosos milicianos dispuestos a violar novicias. Durante años, sufrimos la retórica de la Cruzada. Ahora soportamos la retórica de lo políticamente correcto. Pienso que en la literatura, la política, el arte o la religión, siempre acaba prevaleciendo el equilibrio. Espero no equivocarme, pues si no es así, ¿qué será de la literatura? No me gustaría que el futuro se pareciera al mundo de Bouvard et Pécuchet, donde la idiotez, lejos de ser escarnecida, es celebrada y exaltada.