Pascal fue un hombre desdichado. El universo le inspiraba pavor. Comparaba nuestra existencia con la espantosa rutina de un reo de muerte que ignora la fecha de su ejecución. Sin embargo, ese temor no le hizo tímido o retraído. De joven destacó en los salones elegantes de París. Su ingenio, inteligencia y cortesía le abrían todas las puertas, pero el hastío y el desencanto aparecieron enseguida, apartándole de ese mundo de púrpura y esplendor. Extraordinario matemático e inventor (le debemos —entre otras cosas— la primera máquina de aritmética, el reloj de pulsera y la ruleta), abandonó sus investigaciones científicas y se refugió en la fe.
Sus graves problemas de salud —según su hermana Gilberte, autora de la primera biografía del filósofo, el dolor salpicó todos los días de su existencia— acentuaron la necesidad de hallar algo que mitigara su malestar interior. Su encuentro con lo sobrenatural se produjo cuando el carruaje en que viajaba sufrió un accidente y quedó al borde de un precipicio, sin llegar a caer al vacío. Pascal atribuyó su salvación a la intervención divina. La providencia había respetado su vida para que pudiera trabajar en la salvación de su alma.
Esa interpretación adquirió el rango de revelación la noche del 23 de noviembre de 1654, cuando experimentó una iluminación que le invitó a volcarse en la penitencia y la redención. Para no olvidar lo que había vivido durante esas horas de clarividencia, anotó sus impresiones en un papel y lo cosió al dobladillo de su ropa. El texto se conoce como el Memorial de Pascal y recoge expresiones como "gozo, gozo, gozo, lágrimas de gozo", "renuncia total y suave", "sumisión total a Jesucristo".
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Desde entonces, el filósofo interpretó sus problemas de salud como una participación en el sufrimiento de Cristo. Pascal murió a los treinta y nueve años. Quiso finalizar sus días en un hospital para indigentes, pero sus familiares no se lo permitieron. No dio muestras de miedo ni se rebeló contra su destino. Confiaba en la misericordia de Dios y no lamentaba abandonar un mundo corrompido por el pecado.
Más pudoroso y templado, Descartes apenas escribió sobre sus emociones. No cabe sorprenderse, pues siempre intentó seguir la máxima estoica que aconseja vivir discretamente, rehuyendo el alarde subjetivo y la exposición gratuita. Sin embargo, hay algo turbio en los sueños que nos relató para explicar el hallazgo de su método. Al calor de una estufa, experimentó visiones terroríficas y grotescas que paradójicamente lo condujeron a la certeza indubitable de su propio existir. "Pienso, luego existo". Parece una frase inofensiva, pero encierra algo terrorífico: la violencia del pensamiento sobre el ser, el carácter imperativo de la idea sobre lo real.
Aunque los dos se declaraban creyentes, su pensamiento impulsó el exilio de los dioses
Al identificar lo verdadero con una subjetividad hipertrofiada, Descartes abrió el camino hacia una concepción fáustica de la ciencia. Lejos de la humildad socrática, propugnó la arrogancia del concepto, degradando el cosmos a mero archipiélago del saber. Descartes es el Prometeo de la Modernidad, el heraldo de la razón instrumental, el precursor de un mundo sometido por la técnica. No hay en su filosofía un ápice de ternura.
En Pascal apreciamos la inseguridad de una conciencia que no se resigna a un eclipse definitivo. Abrumada por la vastedad e indiferencia del cosmos, busca una balsa a la que subirse para no hundirse en la oscuridad. La filosofía de Pascal nace de la fragilidad, de la angustia del náufrago que flota a la deriva, de la humillación de vivir uncido al tiempo en un infinito helado e impersonal. Descartes no parece preocupado por estas cuestiones. Aunque se confiesa católico, todo sugiere que su verdadera religión es el lenguaje matemático.
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Pascal menosprecia la matemática al compararla con la posibilidad de la trascendencia. Descartes se abstiene de realizar genuflexiones ante la aritmética y la geometría, pero identifica sus leyes con la verdad. La suma de los ángulos de un triángulo constituye una revelación, pues nos proporciona un criterio de certeza. Es un hecho claro, distinto, inequívoco, algo que no puede decirse de un argumento teológico. Pascal acusaba a Descartes de haber reducido el papel de Dios al de un relojero. Tras poner en marcha la máquina del universo, se habría desentendido de su funcionamiento. Su providencia se limitaba a dar cuerda al mecanismo, casi de una forma rutinaria y desapasionada.
Descartes y Pascal se encontraron en 1647 en el convento parisino de los Mínimos. La Guerra de los Treinta Años, que había diezmado Europa, se aproximaba a su fin y los dos filósofos decidieron intercambiar impresiones. Descartes ya era un hombre de cincuenta y un años que gozaba de una enorme fama, pero que también había despertado las iras de los tradicionalistas. La Iglesia católica había prohibido sus obras y circulaba el rumor de que su filosofía albergaba un ateísmo encubierto. Pascal apenas superaba los veinte años y su genio ya era celebrado en todas las cortes europeas. La reunión duró horas.
En esas fechas, Pascal estudiaba la presión atmosférica y sostenía la existencia del vacío. En cambio, Descartes afirmaba que en el universo no había vacío, sino éter. La conversación se prolongó durante mucho tiempo. No sabemos de qué hablaron, pero sí que se separaron con desagrado. De hecho, no volverían a entrevistarse. Descartes comentó que su joven interlocutor tenía la cabeza "vacía", parodiando sus tesis científicas, y Pascal calificó la filosofía cartesiana de "inútil e incierta".
Al igual que Spinoza y Leibniz, liquidaron la herencia aristotélica y enterraron la escolástica
Hoy sabemos que el éter solo es una ficción y que el vacío realmente existe. Sería absurdo hablar de una victoria póstuma, pues lo esencial de ambos pensadores no se halla en sus teorías científicas, sino en la renovación cultural que propiciaron. Al igual que Spinoza y Leibniz, liquidaron la herencia aristotélica y enterraron la escolástica, inaugurando una nueva época, donde el saber ya no dependía de dogmas, sino de evidencias. Aunque los dos se declaraban creyentes, su pensamiento impulsó el exilio de los dioses. Pascal lo advirtió tardíamente y repudió sus investigaciones, concentrándose en elaborar reflexiones disfrazadas de apologética, pero que desprendían el desgarro de una conciencia invadida por el temor a la muerte.
No me cuesta reconocer que Pascal me inspira más simpatía que Descartes. Su desesperación, tan humana, parece más real que su esperanza. Su fe apenas difiere de la fantasía infantil de huir del peligro, escondiendo la cabeza debajo de una sábana. Todos somos —o hemos sido— ese niño. En cambio, Descartes es una especie de Dr. Mabuse. No comete fechorías con sus manos. Manipula, sugestiona o hipnotiza a otros para que perpetren sus planes. Su propósito es adueñarse del mundo, explotarlo con los utensilios de la razón para despojarle de su misterio.
No me cuesta demasiado esfuerzo representarme a Descartes y Pascal prosiguiendo sus disputas en el espacio, transformados en planetas inteligentes con la capacidad de interpelarse. Perdidos en ese silencio que nos envuelve como una gigantesca crisálida, tal vez Dios los contempla y es incapaz de distinguirlos.