Desde lejos, Nueva York parece un trasatlántico adentrándose en el océano. Son casi las once de la mañana y sus rascacielos relampaguean bajo el sol de agosto. Suspendido sobre las azoteas, un cúmulo de nubes parece un globo gris a punto de pincharse con la aguja del Empire State Building. Su vientre negruzco insinúa la posibilidad de un pequeño chubasco, lo cual aliviaría la temperatura. La ciudad, una burbuja de hormigón, asfalto y cristal, jadea como un animal enfermo, anhelando unas briznas de frescor. A cuatrocientas millas, Salman Rushdie se dispone a impartir una conferencia en el condado de Chautauqua, cerca de la frontera con Canadá.
Situada a orillas de un lago y salpicada de edificios de estilo colonial, Chautauqua es una ciudad apacible. El escritor británico de origen indio ha sido invitado para hablar de la experiencia del exilio. Hace tiempo que prescindió de escoltas. Solo los utiliza cuando sale de Estados Unidos. No ha olvidado la fatua. El traductor al japonés de Los versos satánicos fue asesinado y el crimen quedó impune. El traductor al turco también sufrió un atentado. La bomba que pretendía matarlo no acabó con su vida, pero sí con la de treinta y siete personas. El traductor al italiano no se libró de la ira de los fanáticos. Fue apuñalado, pero logró sobrevivir. Rushdie recuerda con abatimiento todo ese sufrimiento. Los crímenes cometidos contra sus traductores le parecen aberrantes, pero previsibles. En cambio, no esperaba que L’Osservatore Romano calificara la novela de irreverente y blasfema, desaconsejando su lectura.
La fatua sigue en pie, a pesar de la muerte de Jomeini, pero el gobierno iraní se comprometió a no ejecutarla. Rushdie intentó aplacar la ira de los musulmanes, afirmando que respetaba el islam y que lamentaba haber dejado de creer en él, pero solo fue un gesto impulsado por sus editores. En realidad, contempla con desagrado y escepticismo todas las religiones. Durante décadas ha vivido escondido, con medidas de seguridad que han convertido su existencia en una rutina ingrata y deprimente. Ahora que ya no huye y ha prescindido de protección, se siente mucho mejor. Quizás se han olvidado de él. Los fundamentalistas no perdonan, pero son humanos y pueden desanimarse o fatigarse.
Salman Rushdie sube al estrado y se acerca al atril que le han preparado. Despliega sus papeles, se ajusta las gafas, aclara la voz y se dispone a hablar. En ese momento, un joven se levanta de su butaca e invade el escenario con un cuchillo en la mano. Se dirige a él y al moderador del acto. Sin mediar palabra, comienza a acuchillarlos mientras grita que Alá es grande y Mahoma su único profeta. Rushdie recibe puñaladas en el rostro, el cuello y el abdomen. Casi treinta y algunas muy profundas. Se desploma y no aprecia que un policía ha intervenido, derribando al agresor. El moderador también está herido. El público grita o solloza. Algunas personas huyen, temiendo que el terrorista lleve una bomba y la detone. Sin embargo, yace en el suelo, inmovilizado por una nube de agentes que se ha precipitado sobre él, despojándole del cuchillo y esposándole.
Rushdie, dolorido y aturdido, recibe la atención de un médico que se encuentra en la sala. Piensa en Sócrates, cuando poco antes de morir, comenta a su discípulo Critón: "No olvides que le debemos un gallo a Asclepio". ¿Qué quiso decir Sócrates? ¿Tal vez que la muerte es una forma de curación, una manera de aplacar la angustia que nos produce el asombro de existir? Rushdie se pregunta si añadirá su nombre a la lista de intelectuales asesinados por expresar opiniones intempestivas. ¿Por qué condenaron a muerte a Sócrates? Supuestamente por corromper a los jóvenes y por ofender a los dioses de Atenas. Corromper, en su caso, significaba influir en su forma de pensar. Nada alarma más al poder que un maestro con la capacidad de persuadir a los más jóvenes. Sócrates pedía que gobernaran los mejores, los amantes de la sabiduría, es decir, los filósofos, y no los charlatanes que seducían al pueblo con sus artificios retóricos.
Hay dos clases de hombres: los que pactan, transigen y se amoldan a las circunstancias para adquirir una buena posición o, simplemente, sobrevivir, y los que no negocian, mostrándose intransigentes en sus convicciones, sin preocuparse por las consecuencias. Los primeros suelen prosperar; los segundos, sucumbir, pero sus ideas cambian el mundo. Rushdie admite que es obstinado en sus convicciones y, por tanto, pertenece al segundo grupo. No sabe si sus ideas cambiarán el mundo, pero se conforma con saber que se ha alineado con el lado correcto de la historia.
Eso sí, morir por ese motivo le parece excesivo. ¿Acaso no ha pagado ya un altísimo precio por criticar al islam en Los versos satánicos? Sospecha que sus heridas son graves. El dolor es terrible y ha perdido la visión de un ojo. Si sobrevive, quedará tuerto. Es un mal menor. Eso le dará la oportunidad de ponerse un parche en el ojo, como James Joyce o John Ford. Su imagen se incorporará a la galería de tuertos ilustres.
Rushdie, aún consciente, se asusta al ver cómo le suben a un helicóptero. Si sus heridas no fueran graves, lo trasladarían en ambulancia. ¿Está a punto de morir? Mientras escucha las aspas del helicóptero remontando el vuelo, piensa en Naguib Mahfuz, premio Nobel de Literatura de 1988. Su novela Hijos de nuestro barrio fue considerada blasfema y en 1994 dos yihadistas lo apuñalaron, causándole daños en los ojos y la vista. Lo peor fue que las cuchilladas le paralizaron el brazo derecho. Gracias a la rehabilitación, pudo volver a escribir, pero solo piezas breves, relatos con aspecto de haikus que agrupó bajo el título Sueños de convalecencia. Más tarde, los ayatolás dijeron que si Mahfuz hubiera sido castigado como se merecía, no se habrían publicado Los versos satánicos.
Rushdie gime de dolor, pero no ha perdido la lucidez. Su mente salta de Mahfuz a Giordano Bruno. Normalmente, los condenados a la hoguera por el Santo Oficio solían retractarse en el último momento y eso les libraba de ser quemados vivos. Compasivamente, se les ajusticiaba con un método más rápido y menos inhumano. No fue su caso, pues se negó a abjurar de sus tesis heréticas. Para que no pudiera hablar antes de ser consumido por las llamas, se introdujo un trozo de madera en su boca y se clavó su lengua en él. Cuando le acercaron un crucifijo para que lo besara, Bruno ladeó la cabeza. Rushdie pensó que a Jomeini le hubiera gustado martirizarlo de ese modo, pero lo cierto es que no se arrepentía de haber escrito Los versos satánicos.
No existe el derecho a no ser ofendido. Si entras en una librería, es imposible que no te moleste lo que dice alguno de los libros que allí se venden. Eso no te autoriza a quemar el establecimiento. Además, ¿no es grotesco realizar el esfuerzo de leer seiscientas páginas para luego decir que te han ofendido? Ninguna creencia, ninguna idea, puede ser sagrada. Todas las ideas y creencias pueden ser objeto de sátira. Si la ley impide reírse de las religiones o las ideologías, la democracia desaparecerá. Los fundamentalistas están en contra de los besos en público, los sándwiches de bacon, el derecho a disentir, la moda, la literatura, las películas, la música, la libertad de pensamiento, la belleza, el amor. "Esas deben ser nuestras armas para combatirlos", pensó Rushdie, algo aturdido por los analgésicos.
No pretendía hacerles la guerra, sino en vivir sin miedo. No hay otra forma de derrotar al terrorismo. Vivir sin miedo, aunque tengas miedo. Sobreponerse, no encogerse ante las amenazas, no cambiar de vida por culpa de las fatuas y los atentados. Ensalzar lo mestizo, promoverlo como alternativa a la supuesta pureza de lo absoluto.
El helicóptero comenzó a descender. Rushdie vislumbró la ciudad de Nueva York, un lugar que amaba pues albergaba infinidad de culturas, lenguas y estilos de vida. Para los fanáticos, era la nueva Babilonia. Para él, una Arcadia con ciertas imperfecciones e incomodidades. Antes de sumirse en un sueño inducido por los calmantes, Rushdie recordó una frase de Mahfuz: "Las lágrimas se han secado, pero nos queda la risa. La risa es más fuerte que las lágrimas y más fructífera". El escritor británico de origen indio sonrió, provocando la extrañeza del médico y los enfermeros que lo atendían.
Después, se durmió y Nueva York abrió sus brazos para acogerlo, besando
dulcemente su frente. Por esta vez, la vida había derrotado al furor ciego de los que jamás dudan.