De joven, solía leer en el Parque del Oeste, un espacio ordenado por el hombre para restar dureza al hormigón y el asfalto de Madrid. Apenas llegaba la primavera, cogía un libro y buscaba la sombra de un cedro o el frescor de una fuente. El tiempo se volvía ligero, casi imperceptible. Pasaban las horas como nubes que fingen flotar, pero que en realidad se mueven lentamente, abriendo surcos en la memoria del cielo. Mi curiosidad me empujaba a descubrir nuevos autores y nuevas obras, pero ya había en mi interior esa melancolía que nos empuja a regresar a lo amado.
El placer de la repetición es cosa de la infancia y la vejez, los dos territorios más afines a mi carácter, trufado de melancolía y asombro. De ahí que volviera una y otra vez a los mismos libros. Los Pensamientos de Blaise Pascal solían acompañarme a menudo. Saber que la obra había quedado inacabada mitigaba mi temor de no ser capaz de escribir nada valioso y definitivo. Con dieciocho años, ya había sentido la llamada de la vocación literaria, quizás por ser hijo de un escritor olvidado.
Percibía la escritura como un destino fatal, ineludible, pero solo era capaz de escribir borradores, torpes esbozos que destruía tras pasar noches en vela, buscando en vano la palabra exacta. Los Pensamientos de Pascal me revelaron que lo fragmentario e inacabado no era algo despreciable, sino un fogonazo que podía albergar intuiciones geniales. En mis borradores no aparecían esos fogonazos, pero confiaba en que el tiempo me ayudaría a alumbrarlos. Salvo en el caso de los poetas, la literatura se resiste a la precocidad.
[Blaise Pascal: angustia y geometria]
Pascal me fascinaba, pero también me afligía. Describía el universo como un lugar pavoroso y la existencia como una peripecia desgraciada. Según él, vivir significaba cargar con una pena capital. El mundo es un calabozo sombrío, una celda húmeda y oscura que solo nos depara sinsabores. Antes o después, nos sacarán de ese encierro y el verdugo hará su trabajo. Sin embargo, yo no apreciaba nada así.
Escuchaba a los pájaros que se posaban sobre las ramas de los cedros y sentía que algo hermoso e impalpable sobrevolaba mi cabeza. Sabía que sus trinos solo duraban un instante, pero cada uno de esos instantes era algo alado y luminoso. No eran simples notas, sino un resplandor puro y divino que proclamaba la belleza de la tierra.
Me consideraba afortunado de estar allí y de poder contemplar ese simulacro de naturaleza insertado en la gran urbe, abriendo un paréntesis entre el ruido y la furia de los coches que circulaban por el asfalto. En el Parque del Oeste, la vida era un oasis, no un calabozo. La fuente de la Rosaleda propagaba un murmullo que aplacaba la ansiedad y el miedo. Las formas se desvanecían, pero surgían otras nuevas. Cada hoja que brotaba, cada gota de agua que salpicaba las praderas de césped, cada nido que prorrumpía en chillidos anunciando nuevos nacimientos, reanudaba la sinfonía interrumpida por la muerte.
La vida era un escándalo, una melodía infinita que inventaba variaciones inauditas. En ese concierto, la muerte solo era una nota muda, un silencio necesario, un vacío provisional. A los dieciocho años, descubrí que Pascal estaba equivocado. El universo no era un mal sueño, sino un prodigio, un edén saturado de colores, sonidos, hallazgos, contrastes.
Saber que los 'Pensamientos' de Pascal era una obra inacabada mitigaba mi temor de no ser capaz de escribir nada valioso y definitivo
El azar quiso que un día eligiera como acompañante a Voltaire. Su Cándido me divirtió y regocijó, con sus alardes de ingenio, pero sobre todo me entusiasmó su refutación del doctor Pangloss, una parodia de Leibniz. Leibniz sostiene que vivimos en el mejor de los mundos posibles. No niega que haya imperfecciones, pero aventura que de las infinitas posibilidades existentes, Dios eligió la mejor. Otros mundos habrían sido posibles, pero sus defectos habrían sobrepasado a los del nuestro. Voltaire no cae en el error de invertir el argumento, afirmando que vivimos en el peor de los mundos posibles.
El terremoto de Lisboa, que acabó con la vida de miles de inocentes, ya le había enseñado el rostro más amargo del sufrimiento. Sería absurdo negar esa catástrofe, pero no parecía sensato utilizarla como argumento para maldecir la vida. Según Voltaire, la vida se parece a un huerto. Está expuesta al granizo, las heladas, las inundaciones, pero sería absurdo renunciar a ella por la posibilidad de que se produzcan esas calamidades. Lo razonable es adoptar precauciones, luchar contra las inclemencias y si un temporal malogra la cosecha, volver a empezar. Nuestra vida es un huerto que debemos cultivar, proteger y cuidar.
[Voltaire y el huevo de la serpiente]
Luis Cernuda era otra de mis lecturas recurrentes. Su poesía, reflexiva y, en ocasiones, áspera, nacía de un espíritu que fluctuaba entre la ira y el desengaño. Su prosa compartía esas características. De hecho, la línea que las separaba era finísima, casi inexistente. En Ocnos, me topé con “Escrito en el agua”. El poeta decía que la hoja caída y el pájaro muerto, con su “ala rota y podrida”, eran argumentos definitivos contra cualquier forma de esperanza. Todo es trágicamente efímero, nada perdura. La existencia es absurda, “un delirio de sombras”. En el Parque del Oeste, yo no advertí ese delirio de sombras.
Era cierto que las hojas caían y los pájaros morían, pero la vida no se desvanecía. Si todo permaneciera indefinidamente, la realidad sería un cuadro estático, una estampa que nos causaría fatiga y hastío. La vida es cambio, movimiento, renovación incesante. ¿Es la eternidad entonces una fantasía, una quimera inspirada por la impotencia?
Salvo en el caso de los poetas, la literatura se resiste a la precocidad
Cernuda confiesa que desde niño buscó la eternidad, pero no la encontró. Quizás su error fue buscarla en el mundo. La eternidad pertenece a otro plano y, como apuntó Charles Moeller, no es el reino de lo inmóvil. En ella, hay vida, pasan cosas, pero de otro modo. No podemos conocer la eternidad. Solo nos cabe especular sobre ella. Mientras tanto, no deberíamos vituperar la finitud. Aprovechemos la lección de los árboles. Su sabiduría nos enseña que no hay primavera sin otoño e invierno.
Ahora que me aproximo a los sesenta, cuando vuelvo al Parque del Oeste compruebo que ya no es el mismo. Muchos árboles han muerto y otros han ocupado su lugar. No me apena. Al igual que yo, el parque tiene una historia y esa historia es posible porque nada permanece idéntico, quieto, congelado en el tiempo. Eso que llamamos muerte es la respiración del universo, la savia que garantiza la circulación de la vida, el latido que nos salva de caer en un sueño reiterativo y estéril. La permanencia es no es algo de este mundo. Yo creo que existe, pero no se parece a nada que puedan ver nuestros ojos. Eso no debe afligirnos. El alma no necesita a los sentidos para intuir lo esencial.