¿Sería deseable vivir eternamente? El filósofo Hans Jonas (Mönchengladbach, Renania, 1903-Nueva York, 1995) entiende que la muerte, lejos de constituir un hecho aciago, es lo que le ha dado trascendencia a la vida humana. Desde los poemas homéricos, nuestra especie lamenta su finitud, preguntándose si la existencia, abocada a una inevitable destrucción, no constituye una desgracia, un mal sueño. Algunos filósofos han añorado la “paz interior” de las piedras o los vegetales, ignorantes de su finitud. Es el caso de Cioran, que interpreta la aparición de la conciencia como una catástrofe. Hans Jonas no comparte ese punto de vista.
La confrontación con la posibilidad de no ser, solo presente en el ser humano, nos ha permitido decir sí a la vida, incorporando a la evolución un gesto de afirmación cósmica. El miedo a morir nace de la convicción de que la vida merece la pena, de que existir no es una desdicha, sino algo positivo, un bien absoluto. En el ser humano, la vida se dice sí a sí misma, introduciendo la noción de valor en el universo. Según Jonas, esa novedad justifica el sufrimiento que nos provoca nuestra finitud. La carga de la mortalidad es a la vez “pesada y razonable”.
Pesada porque acarrea dolor, insatisfacción, angustia. Razonable porque incorpora al universo una dimensión racional, significativa. Sin una conciencia que reflexiona, solo hay inercias y reiteraciones, no un sentido. Los animales no saben que van a morir y, por eso mismo, no son capaces de comprender la peculiaridad y hondura de la vida.
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¿Qué sucedería si no muriéramos? El bien de la humanidad está asociado a su capacidad de construir civilizaciones y, sin un relevo generacional, la historia se paralizaría. No habría cambio ni progreso. “La juventud, con todas sus torpezas y necedades, es la eterna esperanza de la humanidad. Sin su constante llegada se secaría la fuente de lo nuevo”, escribe Jonas en “La carga y la bendición de la mortalidad”, un texto incluido en Pesar en Dios y otros ensayos.
Gracias a la diversidad inherente a la procreación sexual, nunca habrá dos individuos iguales, lo cual garantiza que la humanidad no se estancará en la repetición y la rutina. La mortalidad es la condición necesaria de la creatividad. Conviene recordar, además, que somos seres biológicos y la capacidad de almacenamiento de nuestro cerebro no es ilimitada. Si se lograra prolongar indefinidamente nuestra existencia, perderíamos nuestra identidad, pues el pasado se iría borrando de nuestra memoria para dejar un hueco a las nuevas experiencias.
Si se lograra prolongar indefinidamente nuestra existencia, perderíamos nuestra identidad
Nuestra capacidad de adaptación también es limitada. Las novedades acabarían desbordándonos. Llegaría un punto en que nos convertiríamos en anacronismos vivientes y no comprenderíamos el mundo en que vivíamos. Saber que solo estaremos aquí un breve tiempo debería constituir un estímulo para aprovechar bien nuestros días y hacer de nuestra existencia algo fructífero.
Hans Jonas no es ateo. Cree que existe Dios como causa primera de las cosas, pero afirma que no es una realidad inmutable, sino un espíritu que deviene y al que no se puede atribuir omnipotencia. No es un poder absoluto, pero sí es justo y bueno. Sufre con las desdichas del mundo. Es el precio que asumió para garantizar la autonomía y autodeterminación de lo finito. No es el mismo después de Auschwitz, pues el dolor también le afecta y repercute en su ser. Hans Jonas descarta que Dios garantice la inmortalidad individual, pero aventura que conserva en su memoria creciente todo lo acaecido, asegurando la objetividad del pasado.
Saber que solo estaremos aquí un breve tiempo debería constituir un estímulo para aprovechar bien nuestros días
Pienso que negar la inmortalidad del alma y la omnipotencia de Dios crea un gravísimo problema moral. Si Dios no posee el poder de restaurar la vida individual, las víctimas inocentes no conocerán ninguna forma de reparación. Su desamparo será absoluto y su sufrimiento se disipará en el olvido, volviéndose insignificante.
El teólogo Johann Baptist Metz afirma que la mayor innovación del cristianismo es una nueva pedagogía del tiempo. Gracias a la resurrección de Jesús, lo finito prosigue su marcha en una eternidad dinámica e integradora. Sin esa perspectiva, el ser humano naufraga en una degradante cosificación. En La perspectiva cristiana, Julián Marías sostiene que “la inmortalidad está más allá de la razón, pero no contra ella”. La eternidad no es algo estático, sino “una empresa infinita e inagotable”.
La inmortalidad "se puede entender como la realización de las trayectorias auténticas que no se han cumplido, o solo de modo deficiente, en la vida terrenal". Algunos sonríen con escepticismo ante esta posibilidad, quizás porque el hombre de nuestro tiempo “prefiere lo único de que se puede tener seguridad: la nada. Acaso la escasez de amor es un factor que entibia el deseo, la necesidad, de otra vida: si no se ama, ¿para qué?”.
En Necesario pero imposible, cierre de su tetralogía de la ejemplaridad, Javier Gomá sostiene que la resurrección de Jesús no es una doctrina asimilada de la cultura judeo-helénica, ni una fantasía, sino un hecho extraordinario que añade un nuevo sentido al devenir histórico y sienta las bases de una nueva antropología filosófica. Escribe Gomá: “La muerte de un hombre representa, siempre, una injusticia. […] El mundo carece del derecho a condenar a muerte al yo, una vez que éste ha sido despertado por la naturaleza al sentimiento de su propia dignidad indeclinable. Por su parte, la muerte de una individualidad lograda constituye, además de una indignidad, un empobrecimiento objetivo y desgraciado del ser”.
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La resurrección de Jesús anula la indignidad de la muerte, anticipando el final de la historia. “Tras la muerte, los hombres podemos esperar, en conciencia, una prórroga a nuestra mortalidad, sostenida por plazo indefinido por Dios”. Eso sí, no se borrarán las cicatrices que acumulamos con la experiencia, pues sin ellas, ya no seríamos nosotros mismos.
Creo que las perspectivas de Hans Jonas y Javier Gomá son complementarias. La mortalidad prorrogada no será la mera prolongación de este mundo, que necesita renovarse mediante el nacimiento y la muerte, sino la continuidad de la vida en un infinito productivo y transformador. El Jesús que reaparece ante sus discípulos -escribe Gomá- “no es el mismo que antes de su muerte, pero sí es el mismo. […] No regresa a las leyes de la experiencia a las que está sometido el cuerpo natural (‘psychikon soma’), sino que se manifiesta como un cuerpo espiritualizado que ha entrado en la vida de Dios”.
Negar la inmortalidad del alma y la omnipotencia de Dios crea un gravísimo problema moral
Eso significa que conservaremos nuestra peculiaridad individual. Nuestra evolución no se interrumpirá, pero ya no estaremos sometidos a la intervención del mal y el azar. Como sostiene Julián Marías, retomaremos las trayectorias interrumpidas. “En la eternidad –escribe el teólogo Charles Moeller-, suceden cosas”. Es una vida contemplativa, pero tal como la concibieron los pitagóricos: una vida activa y fructífera, no un estado pasivo. La finitud es el precio de adquirir una identidad, de ser alguien, de constituirnos como algo único e irrepetible.
Sin un tiempo acotado, no podríamos elaborar un proyecto y luchar por su consumación. La mortalidad prorrogada o, si se prefiere, la vida eterna, consolidará nuestros logros y nos permitirá llegar más allá, pero sin la angustia que producen la injustica, la opresión, la enfermedad, la muerte o la falta de amor. La eternidad debe ser entendida –según Hans Küng en ¿Vida eterna?- como “temporalidad ‘absorbida’ en la definitividad: como absoluta plenipotencia sobre el tiempo de parte de un Dios que justo por ser el Viviente por antonomasia encierra en sí mismo simultáneamente identidad y proceso. En este punto podrían muy bien encontrarse el pensamiento judeo-cristiano-islámico (de un renacer a la vida eterna) y el pensamiento indio (de la regeneración y el nirvana)”.
Hay que transitar por este áspero mundo para vivir en la alegría de lo que no acabará jamás
Una gran parte de la comunidad científica augura que el cosmos avanza hacia la muerte térmica, donde solo habría frío, silencio y oscuridad. Probablemente, el universo se extinguirá, algo que ya anunciaban los textos de las grandes religiones, pero yo creo –como Kant, Bergson, Karl Barth o Mounier- que la vida continuará de un modo que solo los poetas han logrado anticipar. “Yo he dolido mucho para lograr vivir”, escribió Luis Rosales en La casa encendida. Quizás en ese verso está todo el misterio de la existencia. Hay que transitar por este áspero mundo para vivir en la alegría de lo que no acabará jamás.