Un agente del MI6, el servicio de inteligencia británico, espera a uno de sus agentes en Checkpoint Charlie, el paso fronterizo más famoso del antiguo Muro de Berlín. Uno de sus hombres se ha infiltrado en la RDA y está intentando volver al sector occidental sin ser descubierto. Alec Leamas, el agente del MI6, lleva varias noches sin dormir. Sabe que los soldados de la RDA están alerta, preparados para disparar contra su hombre, pero desconocen su identidad. Unos potentes focos iluminan el paso y se escuchan las pisadas de los centinelas, caminando en mitad de la noche. El paisaje es desolador: garitas con francotiradores, farolas alineadas que despiden una luz miserable, barreras abatibles, un cielo con la negrura de un abismo y, al fondo, un muro con un historial de muerte, opresión y miedo.
Martin Ritt concibió esta escena como inicio de su adaptación cinematográfica de El espía que surgió del frío, la novela de John le Carré publicada en 1963. Richard Burton interpretó a Alec Leamas, imprimiendo al personaje una gran intensidad física, gracias a su rostro granítico y a su voz grave, con una bella dicción adquirida durante sus interpretaciones de Shakespeare. Siempre he admirado la novela de Le Carré y la versión de Martin Ritt.
El género de espías nunca me ha parecido algo menor, sino el vehículo perfecto para explorar el interior del ser humano y explicar las paradojas de la historia. Los motivos más nobles y las buenas causas acaban pervirtiéndose cuando se adentran en el terreno de la política. Los ideales se desploman al toparse con lo posible. La vida real está reñida con las utopías y, en el caso de la Guerra Fría, los dos bandos pisotearon sus principios para intentar derrotar a su adversario. La ética se consideró un estorbo que solo servía para debilitar al que cometía el error de escuchar sus mandatos. Mentir convincentemente era el único imperativo que servía de guía en los dos lados de un conflicto que situó al mundo al borde de una contienda termonuclear.
John le Carré siempre se alineó con Occidente. Le parecía obsceno comparar a la Stasi con el MI6, pero lo cierto es que la inteligencia británica no practicó el fair play. No le preocupó cultivar el engaño y sacrificar a inocentes para lograr sus objetivos, alegando que la forma de actuar del KGB no le permitía obrar de otro modo. Sus agentes no son héroes, sino hombres corrientes enredados en asuntos turbios.
Alec Leamas es un individuo amargado y solitario. Necesita estar cerca del peligro, participar activamente en las operaciones, jugarse el cuello. No es un suicida, sino un alma atormentada que huye de la insatisfacción. Su trabajo le ayuda a imprimir un sentido a su existencia, olvidando sus vacíos y fracasos. Podría ser un personaje de Albert Camus. No sabe por qué hace las cosas, pero no puede permanecer inactivo. Piensa que todo es absurdo y, sin embargo, sigue adelante, convencido de que es imposible sustraerse a la fatalidad. John le Carré trasladaba a sus personajes su mayor dilema moral: cómo ser una persona ética en un mundo que viola sistemáticamente las normas morales.
[Javier Marías en el corazón de las tinieblas]
George Smiley, su personaje más inolvidable, es un buen tipo. Paciente y comprensivo con su esposa infiel y neurótica, comprende que las herramientas de su trabajo son la mentira, la manipulación, el asesinato selectivo y el engaño. Aunque adopta un espíritu crítico, no duda en reclutar antiguos nazis para el servicio de espionaje británico. Piensa que en un mundo inescrupuloso y amoral carece de lógica dejarse paralizar por reparos humanitarios. Su objetivo principal es averiguar la identidad de un topo del KGB que ha logrado infiltrarse en la cúpula del MI6.
En una entrevista que yo mismo realicé en estas páginas, Javier Marías me comentó que John le Carré le parecía un gran escritor injustamente menospreciado por haberse dedicado a las novelas de espías. Algunos le han comparado con Dickens. Yo creo que está más cerca de la novela existencialista, donde la libertad del ser humano solo es una ficción escarnecida por el viento de la historia.
Pienso que la novela de espías aún nos proporcionará grandes momentos. En un mundo polarizado, el espionaje intensificará sus actividades
A Javier Marías no le gustaba tanto Graham Greene. Su vertiente religiosa le resultaba insoportable. En cambio, yo creo que —por ejemplo— los destellos teológicos de El factor humano, aparecida en 1978, añaden espesor a la acción. Maurice Castle, el protagonista, flirtea con Marx y Cristo, pero se siente incapaz de comulgar con sus dogmas. De hecho, no se considera comunista ni cristiano, sino un hombre perdido en una telaraña de falacias, equívocos e incongruencias. No reconoce otra patria que su esposa y su hijo, a pesar de que este ni siquiera lleva sus genes, pues es fruto de una relación anterior.
Sarah, su mujer, es sudafricana y negra. Para salvarle la vida, Castle se convirtió en doble agente, aceptando pasar información al KGB. Gracias a eso, pudo librarla de las represalias del régimen racista de Pretoria. No se arrepiente, pero sufre pensando que no hay nada verdaderamente noble en el mundo, salvo el amor. Marx y Cristo hablan de solidaridad, pero sus palabras han sido utilizadas para cometer los peores crímenes. Castle celebra no haber engendrado a su hijo adoptivo, pues no quiere dejar ningún vestigio de su paso por la tierra. Al igual que Le Carré, Greene se mueve en el terreno del existencialismo, pero su interés por la religión católica añade un matiz valioso: la conciencia no puede comerciar con el nihilismo sin naufragar en una hiriente insatisfacción.
Le Carré afirma que la naturaleza de Smiley es la oscuridad. Su apariencia no puede estar más alejada del estereotipo creado por Ian Fleming. Bajo, con sobrepeso, miope y mal vestido, podría ser confundido con un corredor de apuestas. Cada vez que se limpia las gafas con el pico de la corbata, simula ser otro. Quizás no de forma deliberada, pero su gesto pueril y algo vulgar parece un mensaje, indicando que solo es un hombre ordinario con una existencia hueca y convencional. Lo cierto, en realidad, es que un engranaje de una maquinaria que tritura vidas, con el pretexto de promover la seguridad y la paz.
Se parece a Rudolf Abel, el coronel del KGB interpretado por Mark Rylance en El puente de los espías (2015), una película de Steven Spielberg infravalorada sin motivo. Rudolf Abel finge ser un inofensivo anciano aficionado a la pintura. Su imagen es completamente anodina. Corre el año 1957 y lleva una americana gris, una corbata estrecha, un sombrero de ala corta y unas gafas de pasta negra. Tranquilo, amable, discreto, será detenido en ropa interior, saliendo del baño de su apartamento neoyorkino. Niega ser un espía, pero no opone resistencia. El sino de un agente es actuar hasta el final. Es inevitable pensar que esa mascarada erosiona el principio de identidad. Tras años ejecutando una pantomima, no debe ser fácil deslindar la personalidad simulada de la verdadera forma de ser.
Nevison y Falcó poseen el escepticismo de un mundo desencantado, donde los viejos fetiches han perdido su poder de seducción
El mundo del espionaje no ha desaparecido de la ficción. Javier Marías se despidió con dos novelas ambientadas en ese terreno: Berta Isla y Tomás Nevinson. Nevinson, un joven estudiante anglo-español con gran facilidad para los idiomas, destruirá su vida familiar por servir al "Reino". Agente del MI6, su identidad se desdibuja a medida que realiza misiones. Al final, solo es una sombra, una especie de fantasma con los automatismos de largos años de clandestinidad. A pesar de haber liquidado a varios adversarios, su conciencia le impedirá matar a una mujer sospechosa de pertenecer al IRA.
Marías parece decirnos que el fondo ético del ser humano nunca se extingue del todo. Pienso que Berta Isla y Tomás Nevinson deberían fundirse en un largometraje en blanco y negro. Podría empezar con Nevinson caminando por la plaza de Oriente de Madrid, después de pasar doce años desaparecido, fingiendo su muerte. Ya no es el mismo hombre. Ha ensanchado, se ha dejado crecer la barba y su piel se ha deshidratado a consecuencia de la edad. Con gabardina y sombrero, su mujer no le reconoce cuando llama a la puerta. El actor debería parecerse a Gèrard Philipe, tal como Marías fantaseó.
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La excelente trilogía de Falcó, de Arturo Pérez-Reverte, también es un buen ejemplo de que el espionaje continúa representando un excelente material para la literatura. Adicto a la cafiaspirina por culpa de unas migrañas despiadadas y con aspecto de "hampón elegante", Lorenzo Falcó transita del fatalismo al hedonismo, moviéndose en un claroscuro moral. No es un cínico, pero sus principios son estrictamente personales, lejos de cualquier dogma ideológico.
Nevinson y Falcó evidencian que el género ha evolucionado. Ambos personajes poseen el escepticismo de un mundo desencantado, donde los viejos fetiches han perdido su poder de seducción. Falcó quizás se anticipa a su época. Su clarividencia le prohíbe alinearse con visiones unilaterales. Nevinson es algo más ingenuo. Cree que en el "Reino" y en la razón de Estado. Esa convicción lo alejará de su viejo identidad, transformándolo en un extraño para sí mismo. En cambio, Falcó siempre tendrá muy claro quién es.
Pienso que la novela de espías aún nos proporcionará grandes momentos. En un mundo nuevamente polarizado, el espionaje intensificará sus actividades. Las nuevas vías de comunicación, como evidenciaron los papeles de WikiLeaks, multiplican las posibilidades de acceder a los secretos mejor guardados. Sin embargo, lo más interesante del género siempre será el factor humano. Los espías son hombres y mujeres que intentan averiguar lo que hay más allá de las apariencias. No se conforman con las primeras impresiones. Presumen que la superficie solo es un decorado. La verdad se esconde. Alec Leamas, aguardando en el CheckPoint Charlie de Berlín, es una buena metáfora de la vida moderna. Esperamos algo que nunca llegará. Ya no sabemos adónde dirigirnos. Todo se ha vuelto gris, difuso, irreal.