Imagino que muchos niños se inventan un amigo invisible, pero yo no lo hice, quizás porque solo me proporcionaba bienestar aquello que podía tocar, como un tebeo, un sioux de plástico o un coche en miniatura. Sin embargo, al llegar a la edad adulta sí incurrí en esa fantasía. Puede que algunos se sorprendan, pues se entiende que madurar consiste en poner freno a las extravagancias de la imaginación, pero he de decir que mi amigo invisible se llamaba Dios y muchos adultos alardean de mantener una relación personal con él.
¿Por qué cometí ese desatino? Las conversiones tardías suelen ser fruto de una crisis existencial. Pasé mi infancia en un colegio de curas situado en el centro de Madrid y mis recuerdos no pueden ser más nefastos. Sermones sobre el infierno, capones, bofetadas. Lo de ofrecer la otra mejilla parecía concernir solo a los alumnos, no a nuestros educadores. El nacionalcatolicismo, una aberración celtíbera, envenenó la existencia de varias generaciones, propagando ideas de culpa, indignidad y menosprecio.
Su campaña contra el sexo convivió con gravísimos abusos perpetrados contra menores en escuelas e iglesias. El absurdo y dañino celibato propició toda clase de perversiones. Los pastores que debían cuidar al rebaño se comportaron como lobos, muchas veces con la protección de sus superiores, que ocultaron sus fechorías.
Pasé mi infancia en un colegio de curas situado en el centro de Madrid y mis recuerdos no pueden ser más nefastos
Hasta los cuarenta años abrigué una profunda desconfianza hacia la iglesia. No creía en Dios, pero al mismo tiempo apreciaba ciertas enseñanzas del evangelio, como el amor a los pobres, la reprobación de la codicia y la indulgencia con las flaquezas ajenas. Mi escepticismo se tambaleó cuando una sucesión de trágicas pérdidas me empujó al cenagal de la depresión. La sensación de que me ahogaba me hizo buscar una rama que me mantuviera a flote y esa rama fue la idea de Dios.
A fin de cuentas, muchos filósofos se habían apoyado en la fe para superar la angustia que provoca la muerte y garantizar el triunfo de la justicia sobre el mal. Pascal, Kant y Kierkegaard habían concebido su filosofía a la luz de la fe, solventando problemas ante los que la razón solo puede reconocer su impotencia. Yo me sentía incapaz de aceptar la muerte de mi padre y mis hermanos. Y no sospechaba que en poco tiempo, perdería también a mi madre y a la única hermana que aún me quedaba.
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La muerte me parecía injusta y obscena. Julián Marías, filósofo católico español, sostenía que la inmortalidad era imposible, pero necesaria. La existencia no podía quedar interrumpida. Cada ser humano debía proseguir su trayectoria en la eternidad. Otros pensadores apuntaban que la eternidad no solo preservaba la existencia individual. Además corregía las abominaciones de la historia, garantizando un mañana a las víctimas de Auschwitz, Hiroshima o el genocidio de Ruanda.
El ejemplo de sacerdotes como Ignacio Ellacuría, Jon Sobrino, Pere Casaldàliga, Leonardo Boff y otras figuras surgidas al calor de la primavera auspiciada por el Concilio Vaticano II me ayudó a vencer mi desconfianza hacia la iglesia. Durante una década, profesé una fe moteada del escepticismo, pero mis creencias, tibias y poco firmes, acabaron desmoronándose. Ahora pienso que el cristianismo no es un humanismo radical, como sostenía Hans Küng, sino un sectarismo más.
Ahora pienso que el cristianismo no es un humanismo radical, como sostenía Hans Küng, sino un sectarismo más
Los teólogos progresistas han destacado el mensaje de fraternidad del evangelio, pero la tradición de la iglesia siempre ha interpretado la misericordia como un complemento, no como algo central. Amar al prójimo es algo secundario. Lo esencial es creer en Cristo vivo, pero lo cierto es que las fuentes históricas sobre Jesús son paupérrimas y sugieren que en todo caso solo fue un reformador del judaísmo. Es bastante inverosímil que se atribuyera la condición de hijo de Dios.
Una mente racional y compasiva no puede aceptar muchas de las enseñanzas del cristianismo o el judaísmo. La idea del pecado original es intrínsecamente perversa. Ningún código legal admite que los hijos hereden las culpas de los padres. Y un Dios que castiga a la humanidad con la muerte, la enfermedad, la vejez y las fatigas del trabajo por un lejano acto de desobediencia solo puede ser un repelente tirano.
Como afirma Bertrand Russell, el Dios de la Biblia es un fetiche construido a imagen y semejanza de los sátrapas orientales. El evangelio quiso convertirlo en padre, pero la resistencia a abolir ciertos dogmas, como el pecado original o el infierno, malogró la tentativa de destronar al viejo dios iracundo del Antiguo Testamento.
En El porvenir de una ilusión, Sigmund Freud explica el sentimiento religioso como un gesto de infantilismo: “la indefensión de los hombres continúa, y con ello perdura su necesidad de protección paternal”. La religión desempeña una triple función: aplacar el miedo a la muerte, apaciguar la sensación de desamparo frente a leyes naturales y velar por el cumplimiento de los preceptos culturales. ¿Cómo es posible que grandes inteligencias hayan aceptado dogmas tan irracionales como el paraíso original o la resurrección de los muertos? Freud responde que esos dogmas “son ilusiones, realizaciones de los deseos más antiguos, intensos y apremiantes de la Humanidad. El secreto de su fuerza está en la fuerza de estos deseos”.
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Emmanuel Carrère fue una de las inteligencias que sucumbió a la ilusión de la trascendencia. En El Reino, relata su conversión al catolicismo a los treinta y tres años, fruto de una crisis personal. Su matrimonio zozobraba y su escritura se había interrumpido. No por falta de amor, sino por conflictos psicológicos y existenciales. “Nos amábamos, sí —afirma Carrère—, pero nos amábamos mal. Los dos teníamos el mismo miedo a la vida, los dos éramos espantosamente neuróticos. Bebíamos demasiado, hacíamos el amor como quien se ahoga, y cada uno tendía a hacer responsable de su infelicidad al otro. Yo no conseguía escribir desde hacía tres años, y escribir era para mí mi única razón de ser en el mundo”.
Tras su conversión, Carrère escribe: “Ahora sé dónde están la Verdad y la Vida. No he dejado de tener miedo, y hoy descubro que se puede vivir sin miedo —no sin sufrimiento, pero sí sin miedo—, y no doy crédito a esta buena noticia”. Durante varios años, Carrère asistirá a misa a diario, se preparará a conciencia para recibir la eucaristía, leerá y anotará los evangelios e incluso se casará por la iglesia, pero la fe se disolverá poco a poco. Incómodo con el cristianismo de “notarios y farmacéuticos” que acuden a misa con blazer y un BMW, concluirá que el cristianismo solo es una forma de totalitarismo.
Un Dios que castiga a la humanidad con la muerte, la enfermedad, la vejez y las fatigas del trabajo solo puede ser un repelente tirano
El bolchevique Piatakov escribió: “Si el Partido se lo ordena, un auténtico comunista debe ser capaz de ver blanco lo que es negro y negro lo que es blanco”. Este razonamiento apenas difiere de la santa obediencia postulada por la iglesia, que se describe a sí misma como santa e infalible. Raymond Aron, siempre tan lúcido, describió el marxismo como una herejía del cristianismo, pues advirtió el carácter mesiánico y autoritario de ambas tradiciones. No parece casual que las profecías utópicas de las dos doctrinas engendraran pesadillas similares: las hogueras del Santo Oficio y la Gran Purga, dos procedimientos que incluían una humillante y forzada confesión pública.
Freud sostiene que “la labor científica es el único camino que puede llevarnos al conocimiento de la realidad exterior a nosotros. Esperar algo de la intuición y del éxtasis no es tampoco más que una ilusión”. El deísmo es más tolerante que el dogma, pero no más verdadero. Sería reconfortante pensar que existe un dios bondadoso y una vida de ultratumba, pero es poco creíble que el universo se adapte a nuestros deseos y resulta bastante paradójico que “nuestros pobres antepasados, ignorantes y faltos de libertad espiritual, hubiesen descubierto la solución de todos los enigmas del mundo”.
Se ha dicho que la religión proporciona consuelo y hace mejores a los seres humanos, pero lo cierto es que “es dudoso que en la época de la supremacía ilimitada de las doctrinas religiosas fueran en general los hombres más felices que hoy, y desde luego no eran más morales”. Freud concluye que “la religión es la neurosis obsesiva de la colectividad humana” y una forma de infantilismo que debe ser superada y vencida: “El hombre no puede permanecer eternamente niño; tiene que salir algún día a la vida”, admitiendo su dureza e imperfección.
Apoyarse en un amigo invisible, hablar con él y confiar en su providencia, constituye una regresión. Aceptar que estamos solos, que no tenemos más recursos que nuestra inteligencia y nuestro sentido ético, puede resultar doloroso, pero es mejor que engañarse y vivir atrapados en una ilusión.
Sería reconfortante pensar que existe un dios bondadoso y una vida de ultratumba, pero es poco creíble
En Ad Astra, una excelente película de ciencia ficción, el astronauta y científico H. Clifford McBride (Tommy Lee Jones) viaja hasta los anillos de Saturno para buscar vida inteligente más allá del sistema solar. La frustración que le produce no encontrarla lo lleva a matar a los tripulantes que quieren abandonar la misión y regresar a la Tierra. Su hijo Roy (Brad Pitt) se desplaza hasta su nave para convencerle de que desista. Para ello le dice que su fracaso, lejos de ser una mala noticia, debe interpretarse como un desafío y un estímulo.
La humanidad solo puede contar consigo misma y debe asumir sus limitaciones, lo cual no significa renunciar a la expansión de sus posibilidades. Clifford no lo acepta y prefiere internarse en el espacio, sabiendo que morirá por falta de oxígeno. Muchos seres humanos no son capaces de vivir sin ensoñaciones que auguran inexistentes paraísos. Yo prefiero seguir el ejemplo de Roy, que vuelve a la Tierra, sabiendo que los paraísos no existen, pero dispuesto a vivir una existencia plena y racional.