La intrahistoria es esa pequeña historia que durante mucho tiempo eludieron los libros académicos, más preocupados de fechas y grandes eventos que del sufrimiento de la gente corriente. Ahora que la Franja Gaza ha regresado desgraciadamente a la actualidad, leer los reportajes de Joe Sacco (Malta, 1960) nos permiten conocer cómo es la vida cotidiana en una zona que se ha descrito como una gigantesca cárcel al aire libre.

No es una exageración, pues en una extensión de unos cuarenta kilómetros de largo por once de ancho se hacinan 2’2 millones de palestinos, lo cual significa una densidad de 6.000 personas por kilómetro cuadrado. En 1995, Sacco publicó en forma de libro Palestina. En la Franja de Gaza, que reunía una serie de nueve trabajos elaborados después de pasar dos meses en los territorios ocupados. Por entonces, solo había 750.000 palestinos en Gaza y ya se hablaba de intolerable superpoblación.

En el prólogo que escribió para la obra, Edward Said señaló que los cómics de Sacco sobre Palestina “proporcionan a sus lectores una estancia lo suficientemente larga entre la gente cuyo sufrimiento y destino injustos se ha ignorado durante tanto tiempo y que ha tenido tan poca atención política o humanitaria. Los dibujos de Sacco tienen la facultad de detenernos, de evitar que erremos con impaciencia intentando no perder el hilo de una frase importante o una historia lamentablemente previsible de triunfo y realización. Y posiblemente sea este el mayor de sus logros”.

Durante su estancia en los territorios ocupados, Sacco ha logrado captar el débil pulso de una región maltratada, donde no se percibe otro futuro que la violencia, la miseria y la humillación. Su perspectiva no es la de un analista político, sino la de un testigo que deambula por las calles y entra en las casas, escuchando historias de dolor y desesperanza. No plantea soluciones. Solo intenta contar lo que ha visto y oído.

Con unos anteojos que le imprimen aspecto de turista japonés, Sacco bebe té azucarado en la puerta de las casas, anota direcciones de jóvenes desesperados que le piden ayuda para abandonar Gaza y asiste a conversaciones de hombres y mujeres que han sufrido la violencia del ejército israelí. En todos los hogares hay muertos y presos políticos. Muchos han pasado por Ansar III, un prisión al aire libre ubicada en el desierto. Entre sus alambradas, escasea el agua y la comida. De noche, el frío casi no deja dormir y, por el día, el calor casi impide respirar.

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Agrupados en tiendas de campaña, todos los presos han sufrido torturas durante su paso por comisarías y centros de detención controlados por el Shin Bet. Muchos han sido detenidos por cargos menores o por simples sospechas. La mayoría está bajo detención administrativa, es decir, no se han formulado cargos ni hay previsto un juicio. Es una medida temporal de seis meses, pero que puede prolongarse indefinidamente. Cada pocas semanas, reemplazan a los soldados israelíes que custodian la prisión para evitar que surjan sentimientos de simpatía o compasión hacia los detenidos. No son militares profesionales, sino reclutas y algunos opinan que las condiciones de reclusión son inhumanas.

Durante la visita a un hospital, Sacco habla con una niña que ha recibido un balazo por tirar una piedra a un soldado y que se muestra orgullosa de su gesto. En los territorios ocupados, se considera una deshonra no haber sufrido la violencia del ejército israelí o no haber pisado la cárcel.

Sacco descubre una cicatriz en el cuello de una doctora palestina y esta le confiesa que es un recuerdo de su etapa universitaria, cuando le dispararon por participar en una manifestación. La doctora le cuenta que los soldados suelen seguir a las ambulancias después de las protestas callejeras para interrogar violentamente a los heridos. Nadie controla al ejército israelí, que vulnera de manera sistemática todas las leyes internacionales.

Sacco quiere conocer todos los escenarios del conflicto y se desplaza a Hebrón. Allí un anciano palestino se ofrece como guía turístico a cambio de unas monedas. Mientras le muestra monumentos, un grupo de colonos israelíes se acerca y le increpa. El anciano responde airadamente y, después, comenta que todos los seres humanos vienen del polvo y volverán a él. Solo Dios permanece.

Tras Hebrón, Sacco se interna en Balata, un campo de refugiados. Al recorrer sus calles embarradas, recuerda que Theodor Herzl, fundador del sionismo, se mostró partidario de expulsar a los palestinos, un objetivo que respaldó David Ben-Gurion, según el cual había que destruir sus hogares y no dejarles otra opción que huir. En 1919 la población judía de Palestina era solo del 9%. El resto eran musulmanes y una minoría cristiana. 750.000 serían obligados a abandonar sus hogares durante la Nakba, el éxodo forzoso impuesto por el recién creado Estado de Israel en 1948.

En el campo de refugiados de Balata, cunde la desesperanza, pero eso no impide que las familias y los amigos continúen reuniéndose en los hogares. Sacco asiste a una sesión de vídeo. Paradójicamente, la película es Delta Force, con Chuck Norris y Lee Marvin luchando contra unos terroristas palestinos. Nadie comenta nada, pues ya se ha asumido que Occidente ha demonizado a los árabes, como en su momento hizo con otros pueblos nativos colonizados.

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Al día siguiente, Sacco visita la escuela, que carece de calefacción y electricidad, y la clínica local de la UNRWA, desbordada de pacientes. Los profesores y los médicos se quejan de sus condiciones de trabajo. Además de los pocos recursos, sufren continuas vejaciones por parte de los soldados, que se inmiscuyen en su rutina con pretextos absurdos. El acoso no es casual. Obedece a una estrategia orientada a desmoralizar a la población.

En Batala, las redadas y las represalias del Tsahal son frecuentes. Entre los castigos, se incluye la tala de olivos, única fuente de riqueza de muchas familias, pues extraen de ellos aceite para las comidas y comercian con el resto. Un buen olivo puede producir entre veinte y treinta litros al año. Destruirlo significa despojar de recursos a los que ya viven al límite. Un anciano relata que los soldados israelíes le obligaron a talar sus olivos con una sierra mecánica. Mientras lo hacía, lloraba: “Para nosotros son como hijos”.

Durante la primera intifada, los soldados israelíes destruyeron 120.000 olivos. A veces,

como castigo, y otros para construir carreteras que conectan los asentamientos con Israel. Dos tercios de Cisjordania ha sido expropiada para crear nuevas colonias, alegando que la tierra pertenece a los judíos. Los palestinos apenas obtienen permisos de construcción, lo cual les obliga a construir viviendas ilegales que a menudo son derribadas.

En cambio, los colonos israelíes reciben toda clase de ayudas y permisos para establecerse en los asentamientos. Esta situación provoca continuos enfrentamientos. Cuando los palestinos sufren el ataque de los colonos, tienen que acudir a un asentamiento a poner la denuncia, pues es el lugar donde se expiden los carnets y los permisos de conducir. Es como acudir a la guarida del lobo para quejarse por sus

mordiscos.

Sacco visita a una viuda cuya vivienda fue demolida porque su hijo había arrojado piedras al ejército israelí. Solo es una de las 1.250 casas derribadas durante los cuatro primeros años de intifada. Después, Sacco habla con una familia que perdió a dos jóvenes por los disparos de los colonos. Uno pudo salvarse, pero los soldados no permitieron su traslado a un hospital. Es una práctica habitual.

Muchos palestinos heridos o enfermos han sido retenidos en los pasos fronterizos, sin permitirles recibir atención sanitaria, lo cual ha causado su muerte. Entre 1987 y 1991, los colonos han asesinado a 42 palestinos. Solo se han juzgado tres casos y la condena más grave ha sido de tres años. En ese período, los palestinos han matado a 17 colonos. Sus autores han sido condenados a cadena perpetua. Estos agravios explican que muchos palestinos celebren que Sadam Husein bombardeara Israel con misiles Scud.

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Cuando Sacco visita Gaza, Hamás solo es una de las facciones que luchan contra la ocupación. Sin embargo, cada vez es más influyente. Su intransigencia religiosa ha provocado que el feminismo de la OLP retroceda. Ya casi todas las mujeres se cubren la cabeza y se aplica la sharía de forma clandestina. Los mujeres adúlteras a veces son ejecutadas bajo su supervisión y se apedrea a las que se atreven a prescindir de hiyab. Los colaboracionistas son ajusticiados sin piedad.

El paro masivo, que afecta al 60% de los jóvenes, el recuerdo del Nakba, que sigue atormentado a los más viejos, y la brutalidad del Tsahal, que a veces disuelve los sepelios de activistas muertos con disparos y gases lacrimógenos, no contribuyen a contener el radicalismo. Todo parece concebido para hundir a Gaza en la postración material y moral.

Los agricultores palestinos sufren aranceles abusivos para que no puedan competir con los productos israelíes y los controles militares boicotean el comercio. Aún están lejos las elecciones de 2007, que le darán el poder a Hamás, pero las condiciones de vida de la Franja de Gaza son tan deplorables que ya nadie confía en la posibilidad de un futuro con paz y prosperidad. Entre los niños y los jóvenes se afianza la mentalidad de combatiente. El trabajo y los estudios se han convertido en algo secundario. Morir por la liberación parece más razonable que malvivir bajo la ocupación. En Gaza no se nace para vivir, sino para resistir.

Sacco no se conforma con conocer el punto de vista de los palestinos. Viaja a Jerusalén y charla con dos jóvenes israelíes con estudios de arquitectura. Todavía no han deshumanizado a los palestinos, pero consideran que es imposible convivir con ellos. Aunque admiten que la ocupación es injusta, opinan que el ejército usa la fuerza de forma ilegítima y afirman que el radicalismo aún no se ha extendido en la sociedad israelí. Menajem Beguin firmó un tratado de paz y nadie atentó contra su vida. Poco tiempo después, sería asesinado Isaac Rabin por un ultranacionalista que se oponía a los acuerdos de Oslo.

Sacco finaliza su viaje con la sensación de haber desembocado en un callejón sin salida. Su cómic será premiado en 1996 con el American Book Awards y ya es un clásico. Casi treinta años más tarde, conserva su poder testimonial y su fuerza esclarecedora.

Desde el cruel atentado de Hamás del 7 de octubre y las represalias israelíes, que han incluido la suspensión del suministro de agua, electricidad, comida y medicamentos a la Franja de Gaza, un castigo colectivo que viola las normas del derecho internacional humanitario, las perspectivas se han ensombrecido hasta el extremo de ahogar cualquier atisbo de esperanza. Se ha repetido muchas veces que la mejor forma de conseguir la paz es estar preparado para la guerra, una frase que se atribuye a Julio César, pero que en realidad escribió Flavio Vegecio Renato, un escritor romano del siglo IV, pero lo cierto es que Israel y Hamás llevan años preparándose para la guerra y solo han logrado cosechar más violencia.

La costosa valla defensiva levantada por el gobierno israelí no ha evitado un brutal atentado que ha costado 1.400 vidas y la incursión de Hamás, lejos de constituir una victoria, ha condenado a Gaza a una destrucción casi segura. El pacifismo parece muy ingenuo, pero es un horizonte moral irrenunciable. Si el ser humano quiere salvarse de la espiral autodestructiva que ha puesto en marcha con guerras cada vez más desestabilizadoras, algún día deberá reconocer que las armas y los ejércitos solo son la expresión del fracaso de nuestra especie.

No hemos aprendido a convivir y quizás no lo conseguiremos hasta que el sufrimiento nos sature de forma inaguantable. El dolor es un gran maestro, pero no parece sensato pagar ese precio. Hay otros caminos, como el que iniciaron Daniel Barenboim y Edward Said con la West-Eastern Divan Orchestra, un proyecto que ha reunido a jóvenes talentos musicales palestinos, judíos y árabes, con el propósito de demostrar que es posible el entendimiento entre culturas aparentemente irreconciliables.

La intrahistoria nos enseña que en todas partes hay hombres y mujeres con ilusiones parecidas. Jóvenes que sueñan con un trabajo, madres que esperan a sus hijos despiertas cuando salen de noche, ancianos que juegan con sus nietos. Las diferencias son accidentales y muchas veces nace de la intoxicación ideológica. Hay un núcleo común donde todos los seres humanos se encuentran y que puede resumirse en pocas palabras: vivir con dignidad, amar y mirar al futuro con esperanza. Espero que algún día la humanidad convierta las espadas en arados y le dé una oportunidad a la paz.