Lo primero que hice al llegar a la casa de salud -odio la palabra “manicomio”- fue elaborar un farolillo de papel para cubrir la desnudez de la bombilla de la habitación donde me alojaron.
Las tres mujeres que dormían conmigo no mostraban ningún interés por convertir nuestra estancia en un lugar acogedor y cálido. Yo, en cambio, no puedo vivir sin un poco de belleza a mi alrededor, especialmente en un lugar donde la tristeza no es lo excepcional, sino lo que acontece cada día.
El farolillo introdujo algo de belleza en un cuarto con cuatro camas, una cómoda y las paredes desnudas, pero me pareció insuficiente. Gracias al director, que era un hombre muy amable, pude cortar unas rosas del jardín y colocarlas en una jarra de cristal. La enfermera protestó, asegurando que alguien podría utilizar la jarra como arma, pero sus quejas no prosperaron.
Todo puede convertirse en un arma: un tenedor, una silla, un pañuelo, la espina de una flor. Además, las reacciones violentas eran bastante infrecuentes y casi siempre consistían en simples berrinches.
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Quizás por ese motivo, al cabo de un tiempo también me autorizaron poner unas cortinas estampadas, que yo misma cosí a la luz de la ventana. Detesto que la ventana tenga rejas, pero al menos deja pasar la claridad y permite contemplar el jardín, lleno de tilos, acacias y nogales.
Los primeros días fueron especialmente difíciles. Con hematomas por todo el cuerpo causados por la agresión sexual de mi cuñado, no quería levantarme de la cama, pero me obligaron a cumplir los estrictos horarios. Me ponía en pie a las ocho, desayunaba, me tomaba la medicación y pasaba la mañana en un taller, realizando manualidades o participando en terapias de grupo.
Allí conocí a Truman, el hombre que cambiaría mi vida. Truman era otra de esas vidas en ruinas depositadas en un recinto amurallado para ocultar a la sociedad el abismo del dolor y la insatisfacción. Nadie quiere ver cómo se derrumba un ser humano, cómo se agrieta su alma, cómo se desmorona su cuerpo.
Truman lo perdió todo. Propietario de una próspera ferretería, se quedó poco a poco sin clientes cuando abrieron un gran centro comercial a pocos metros de distancia. A pesar de su amabilidad y buen asesoramiento, no pudo competir con los precios de una enorme tienda con una política de rebajas muy agresiva.
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Aunque luchó para mantener abierto su negocio, finalmente tuvo que cerrarlo, pues las ventas no le permitían pagar ni el alquiler. Sin apenas ingresos, no pudo afrontar las letras de la hipoteca que había firmado con el banco para adquirir su casa, una vivienda de dos plantas y con un pequeño jardín.
Cuando llegó la notificación de desahucio, la mujer de Truman no pudo soportarlo y se suicidó, ahorcándose en el patio. Yo jamás me quitaría la vida de un modo así. Debe ser horrible sentir que te ahogas. A veces, he fantaseado con internarme en el mar hasta que la fatiga me impida continuar nadando y me hunda como uno de esos viejos galeones que yacen en las profundidades, llenos de tesoros.
Yo también tengo muchos tesoros en mi interior: ternura, delicadeza, refinamiento. Tesoros que pueden hacer muy feliz a un hombre y que no se marchitan. La riqueza del espíritu es un bien imperecedero. En cambio, la belleza física solo es algo fugaz. De joven, yo era muy hermosa. Todos los hombres de Laurel se volvían locos por mí.
Aún conservo algo de ese atractivo, pero bajo la despiada luz de una bombilla mi rostro muestra cruelmente sus arrugas. Mi afición a la bebida ha estropeado mi piel. En el sanatorio no podía beber, pero sí nos dejaban fumar. Antes yo solía consumir cuatro paquetes al día. Ahora solo fumo uno. Uno de mis psiquiatras me preguntó por qué bebía y fumaba tanto. “Para calmar el dolor”, le contesté. “El tabaco y el alcohol son buenos anestésicos. Ayudan a que la vida resulte más soportable”.
La idea de adentrarme en el mar y ahogarme hace tiempo que se esfumó de mi cabeza. La imagen de mi cuerpo en el fondo del océano, con mi pelo ondulándose como un banco de algas y los ojos tan abiertos como los de Ofelia, solo es una fantasía literaria. Imagino que si me ahogara, mi pelo se aplastaría y mi cara se transformaría en una mueca horrible.
No parecería Ofelia, sino una desdichada criatura que serviría de festín a los peces. Truman pensó en suicidarse después de encontrar a su esposa ahorcada, pero no fue capaz. Se metió el cañón de una escopeta en la boca y permaneció así durante un buen rato. Finalmente, lo retiró y se echó a llorar. Hasta entonces, apenas había bebido, pero desde ese momento se convirtió en un alcohólico.
Mendigaba por las calles para comprar algo de bebida y casi siempre lograba lo suficiente para pasarse la mayor parte del día borracho. Una anciana le dio en una ocasión bastante dinero, pensando que se lo gastaría en comida, pero él se compró cuatro botellas de whisky y se las bebió en pocas horas.
Cayó en un delirium tremens y lo hospitalizaron. El alta médica no implicó volver a la calle, sino ser enviado a un sanatorio mental. Cuando yo fui recluida por la maldad de mi cuñado, él ya llevaba cinco años y parecía resignado.
Truman no es un hombre atractivo. Bajito, calvo y con gafas, habla con un hilo de voz. Es tímido, inseguro y muy atento. Yo le cogí afecto enseguida. Solía hablar de su pueblo natal en Misisipi, una localidad muy pequeña rodeada por campos de trigo.
Empecé a compartir la cama con extraños, pero lo hacía porque me enamoraba
De niño, solía acercarse a ellos, pues tenía la impresión de escuchar sonidos celestiales. Agitadas por el viento, las espigas parecían las cuerdas de un instrumento que producía hermosas melodías. Siempre lamentó marcharse de allí.
En Jackson, evocaba esas melodías con nostalgia, pues cuando el viento se doblaba en las esquinas de los grandes edificios o corría por sus azoteas, solo creaba un sonido áspero y frío. Yo le hablaba a menudo de Belle Rêve y sus columnas blancas.
¡Qué primaveras más deliciosas pasé en esa casa, tumbándome bajo la sombra de las gigantescas magnolias! Stella y yo éramos inseparables. Las dos estábamos convencidas de que nos casaríamos con grandes caballeros, pero mi hermana se convirtió en la mujer de Stanley, un ser primitivo y violento, y yo me casé con un joven que se quitó la vida, incapaz de soportar un mundo que le repudiaba.
Cuando lo sorprendí en la cama con otro hombre, me enfurecí y le dije cosas terribles. No esperaba que se volara la cabeza con un revólver mientras sonaba “La varsoviana”. ¡Que ironía! Una canción polaca. Polaca como Stanley, esa mala bestia que ha condenado a mi hermana a vivir una existencia miserable en una casa de dos habitaciones de un barrio de Nueva Orleans.
Stella, que en su juventud fue pretendida por jóvenes de familias refinadas, ahora vive con un hombre de la Edad de Piedra. Un hombre que no sabe lo que es la poesía, el arte, la belleza. Una pasión insensata la mantiene atada a él. Cuando viví en su casa, los oía hacer el amor todas las noches. Solo nos separaba una cortina.
Sus besos parecían salidos del paraíso, cuando aún no existía la idea de pecado, cuando todavía era posible amar sin mala conciencia, cuando se desconocían las nociones de culpa y vergüenza.
Culpa y vergüenza. No parecen dos palabras, sino dos arañas venenosas. Dos espantosas tarántulas que atraen a sus víctimas con malas artes. Dos abismos que se tragan vidas y las trituran con indiferencia. Al principio, no le hablé de mi pasado a Truman, pero después comprendí que era un error.
No quería que me sucediera lo mismo que con Mitch, que me rechazó porque descubrió cómo había sido mi vida y no le parecía suficientemente pura. ¿Qué es la pureza? Yo siempre he sido partidaria de embellecer el mundo con ciertas fantasías. Las mentiras no son malas, si no esconden una crueldad deliberada.
La crueldad deliberada es imperdonable, pero la fantasía es hermosa y necesaria. Prohibir la fantasía sería como prohibir la música, la poesía o el arte. ¿Quién desearía vivir en un mundo así? La pureza no consiste en obrar conforme a la moral, sino en ser fiel al corazón. Y yo siempre he sido fiel a mi corazón. La rectitud es un valor geométrico, no una cualidad del alma.
Cuando Truman conoció mi pasado, no se escandalizó. De hecho, no me reprochó nada. Al revés, se mostró comprensivo. Enseguida empezó a hablar del amor y de su mujer. Apenas pudo pronunciar unas frases, pues se echó a llorar, rebosante de dolor y nostalgia.
Yo le consolé con palabras afectuosas, pero le pedí que no pensara en los muertos. “Hay que dejar descansar a los muertos”, exclamé. “Lo que importa es la vida, el momento, no lo que quedó atrás. Recordar no es malo. Yo pienso a menudo en Belle Rêve, pero no hay que dejar que el pasado se convierta en una piedra atada al cuello. Si nos obsesionamos con él, nos hundimos sin remedio”.
Truman asintió y reprimió sus lágrimas. Sacó un pañuelo y se secó las mejillas. En sus movimientos, se nota esa inseguridad de las personas con escaso atractivo físico. De joven, yo era un ciclón. Caminaba deprisa, hablaba con desenfado, bailaba con cualquier pretexto, reía a carcajadas. Sabía que todos mis ángulos eran buenos, que mi rostro era el sueño de cualquier fotógrafo, que mis ojos verdes encendían pasiones.
El director de la casa de reposo (ya he dicho que odio la palabra “manicomio”), ese hombre amable que me recogió en casa de Stella y gracias al cual no me pusieron la camisa de fuerza, me convocó una mañana en su despacho. No sabía por qué, pero acudí tranquila, ya que jamás me ha tratado con aspereza o frialdad.
-Blanche -me dijo desde detrás de su mesa-, yo creo que estás preparada para salir a la calle. Hace mucho que no necesitas medicación. ¿No te gustaría abandonar este lugar?
No pude reprimir un grito de alegría.
-Pienso que el mundo ha sido muy injusto contigo -continuó el doctor-. Eres una mujer hermosa y sensible. Tienes derecho a ser feliz y creo que llevarás la felicidad adonde vayas. Tu cuñado no te comprendía. Se comportó de un modo muy desconsiderado.
-Desde la primera vez que le vi, doctor -contesté, mirándole a los ojos-, noté que usted era un alma bella. Gracias por concederme la posibilidad de salir de aquí, pero… ¿de qué voy a vivir?
-Es usted valiente y posee iniciativa. Sé que también es frágil, pero en su interior hay fuerza y deseo de vivir. Piense en algo. Quizás podría volver a dar clases.
-“Más allá del recuerdo escucho ya el olvido” -susurré.
-Elizabeth Browning -replicó el doctor-. Si no me equivoco, su poeta preferida. ¿Por qué cita ese verso?
-Yo ya pertenezco al olvido. Dudo mucho que un colegio me dé una oportunidad. Además, ya sabe lo que sucedió en Laurel.
-Márchese lejos, a otro país, donde no puedan llegar las habladurías.
-Londres. Me gustaría vivir en Londres. Así podría asistir a representaciones de Shakespeare sin acento americano. Sería como oír el pasado y saber que no ha muerto.
Emocionada, hablé con Truman y le conté la noticia. Lejos de alegrarse, se entristeció:
-¿Significa eso que te marcharás?
-Sí, claro. ¿No te gustaría venir conmigo?
Los ojos de Truman se iluminaron, pero también noté cómo temblaban de miedo.
-¿Qué te sucede?
-No sé si sería capaz de sobrevivir en el mundo exterior.
-He pensado que podríamos abrir una tienda de flores. Yo adoro las flores y sé cuidarlas. Me gusta hablar con ellas, acariciarlas, oler su aroma, aplacar su sed. Tú podrías ayudarme. El problema es el dinero. Quizás alguien podría prestárnoslo.
-Yo tengo algo de dinero -confesó Truman, empujando suavemente el puente de las gafas para evitar que continuaran deslizándose hacia abajo-. Hace unos meses, falleció mi único hermano. No tenía mujer ni hijos y me dejó sus ahorros. No es una fortuna, pero bastaría para comprar un local y probar suerte.
-¡Magnífico! Ahora solo tenemos que elegir una ciudad. Tal vez te parezca una locura, pero yo desearía marcharme a otro país. ¿Qué te parecería Londres? Allí no tendríamos problemas con el idioma. ¿Podríamos pagar los billetes con los ahorros de tu hermano?
-Creo que sí. Además, podríamos vender su casa. También forma parte de la herencia.
-¿Por qué sigues aquí? -pregunté, extrañada-. Pareces haberte olvidado del alcohol y te han retirado la medicación. No creo que se negaran a concederte el alta.
-Sigo aquí por temor a la vida y… por no separarme de tu lado.
-Los dos estamos solos y estamos algo asustados. Si nos unimos, la vida no nos dará tanto miedo.
El director accedió a darle el alta a Truman y, unas semanas más tarde, viajábamos hacia Londres. Alquilamos un local cerca de la plaza de Eaton Square y acomodamos la trastienda para vivir allí. Era un lugar modesto, pero acogedor y con suficiente luz.
Las casas de Eaton Square me recuerdan a Belle Rêve: fachadas de estilo clásico y revestidas de estuco blanco, pórticos con columnas, balcones y jardines. En ellas, viven importantes familias y grandes artistas, como Vivien Leigh, que compra flores en nuestro establecimiento.
Es una mujer bella, elegante y amable. Suele llevar trajes de chaqueta con broches y perlas. A veces se cubre la cabeza con un sombrero o un pañuelo estampado. Está tan delgada como cuando era joven. Me han dicho que la tuberculosis ha atacado sus pulmones. Eso explica su mirada lánguida y fatigada. Sin embargo, sus ojos verdes no han perdido su belleza, pero es una belleza marcada por la fragilidad.
La crueldad deliberada es imperdonable, pero la fantasía es hermosa y necesaria
A veces aparece con un gato siamés, “Poo Jones”, al que pasea con una correa, como si fuera un perro, y con Jack Merivale, su actual marido. Aunque es un hombre muy atractivo, me recuerda a Truman, pues es tímido, cortés y siempre está pendiente de las necesidades de Lady Olivier. Aunque está separada de Sir Olivier, el gran actor, le gusta que se dirijan a ella con ese título honorífico.
Leigh fuma sin parar. Siempre entra en la tienda con un cigarrillo encendido. No se lo puedo reprochar, pues yo también fumo en exceso. Imagino que las dos lo hacemos para calmar la ansiedad. Lady Olivier compra muchas flores y ramos, y nunca acepta que le devolvamos el cambio.
Cuando camina por la tienda, parece una mariposa que busca la luz, sin reparar en que sus alas pueden chamuscarse. Cuando la observo, experimento la certeza de que nunca morirá. Vive en este mundo, pero su verdadero lugar es el territorio de la imaginación.
William Blake ya advirtió que la imaginación es la verdadera realidad, y la realidad, una mera ilusión, las sombras del fondo de la caverna de Platón. Solía repetírselo a mis alumnos, pero no lo entendían. Yo creo que Leigh sí lo entiende.
Cuando me vio por primera vez, se turbó, como si contemplara algo inaudito. Siempre me han dicho que nos parecemos mucho. Y por la cara que puso Leigh, debe ser cierto. Nunca hemos hablado del tema, pero cada vez que estamos juntas experimentamos la sensación de ser dos planetas gemelos, girando alrededor de la misma estrella.
Hace unos días, me escribió Stella. Me contó que Stanley había muerto en la fábrica, aplastado por una máquina que se desprendió de las sujeciones del techo. ¡Qué muerte más horrible! No voy a fingir, diciendo que la noticia me apenó. Stanley me hizo mucho daño y presencié cómo golpeaba a mi hermana cuando se hallaba embarazada.
Stella me ha preguntado si puede venirse a vivir con nosotros, acompañada por su hijo, que ya tiene diez años. Se lo he consultado a Truman y no ha titubeado: “Será estupendo. Así seremos una familia. Siempre me han gustado los niños”. Truman es la antítesis de Stanley.
Jamás alza la voz, se adapta a todo, habla con dulzura, como un niño, y sería incapaz de hacer algo violento. Lady Olivier advirtió mi alegría y me preguntó qué sucedía. Cuando le conté que mi hermana y mi sobrino se vendrían a vivir con nosotros, sonrió y, fijando sus ojos verdes en mis ojos verdes, dijo: “No se puede vivir solo de la amabilidad de los extraños. También necesitamos a nuestros seres queridos”.
Al quedarme sola, he preparado el ramo de rosas que me ha pedido Lady Olivier y he pensado: “No sé cómo será el día de mañana, pero hoy es un día hermoso y no pienso desperdiciarlo”. El sol, que se ha asomado tímidamente entre las nubes, ha parecido darme la razón, inundando la calle con una claridad casi sobrenatural.