La belleza es un concepto relativo. Su canon cambia con las épocas. Las tres Gracias de Rubens hoy producen perplejidad, pero lo cierto es que en su momento también crearon desconcierto. Son la antítesis del cuadro que Rafael Sanzio pintó ciento treinta años antes, lo cual revela que la belleza es una utopía puramente especulativa y no un hecho objetivo.
En la mitología griega, las tres Gracias, asociadas a Afrodita y las flores de primavera, representaban el encanto, la gracia y la belleza. Maestras de la danza, el canto y la poesía, Hesíodo les atribuye “mejillas hermosas” y “ojos que encienden el deseo”. Ya en el siglo II d.C., Pausanias las relaciona con las estrellas fugaces, sugiriendo que lo increíblemente bello casi siempre es efímero.
Las grandes bellezas del Hollywood clásico también fueron estrellas fugaces, pero al mismo tiempo son inmortales y ubicuas. Pertenecen al terreno de la ensoñación, quizás más verdadero que la realidad cotidiana, siempre a punto de desvanecerse. Hace mucho que las películas no se ruedan en celuloide.
Curiosamente, el abandono de ese soporte coincide con el ocaso del Hollywood clásico. Aunque después de 1952 -fecha en que el acetato de celulosa desplaza al celuloide- se han realizado buenas películas, el cine ya no es ese Olimpo moderno donde la imaginación resplandecía como una llama inmortal. Aún se rueda excepcionalmente con película de celuloide de 35 milímetros, como sucedió con series como Westworld, The Walking Dead o Succession, pero se ha impuesto el soporte digital.
Actualmente, hay actrices de indudable belleza, como Charlize Theron o Monica Bellucci, ambas ya lejos de esa insolente juventud que se presupone a los mitos, pero no hay estrellas como Vivien Leigh, Hedy Lamarr o Gene Tierney, cuyo encanto y poder de seducción las sitúan en el plano de lo fabuloso y legendario. Para mí son las modernas hijas de Zeus y Eurímone, las tres Gracias del Hollywood dorado, cuando el cine no era un espectáculo ruidoso y banal, sino una feliz combinación de sensibilidad, buen gusto e inteligencia.
Por supuesto, esta selección es arbitraria y no pretendo que sea otra cosa. Es mi particular tríada de diosas, a la que acudo cada vez que el mundo me resulta intolerablemente feo y necesito renovar mi pasión por la vida. Nunca me defraudan. No son fantasmas silenciosos e invisibles, sino criaturas que acuden a mi llamada, mostrándome que la belleza es uno de los puentes tendidos entre la materia y el espíritu.
Vivien Leigh: la dolorosa fragilidad de la belleza
Pienso que a Vivien Leigh no le agradaría ocupar el primer lugar de esta lista, pues repudiaba la condición de estrella, afirmando que ella era actriz, no un producto creado por la publicidad. Sin embargo, no creo que haya existido actriz más bella en la historia del cine. Además, no es solo un cara bonita, sino una mujer singular y con una personalidad fascinante.
Su talento dramático está fuera de toda duda. Destacó en el cine y en el teatro, donde interpretó magistralmente a Shakespeare y Tennessee Williams. Su versatilidad le permitió ser una deslumbrante Scarlett O’Hara y una conmovedora Blanche Dubois. Sabía transmitir indistintamente fuerza, carácter, determinación, fragilidad, ternura y delicadeza.
Vivien Leigh poseía una belleza refinada, elegante, nada estridente. No era una chica de calendario, sino la quintaesencia de la frescura, la armonía y la elegancia. En Callejón sin salida, baila en un caserón vacío. Sus movimientos desprenden armonía y ligereza. Entre agudos contrastes de luz y oscuridad, se transforma sucesivamente en una diosa, un hada y una libélula. Parece una visión de otro mundo, un fragmento de paraíso que ha sobrevivido a la caída en el tiempo.
En Lo que el viento se llevó, la juventud y energía de Vivien Leigh centellean como fuerzas imperecederas. Sus ojos verdes resultan tan cautivadores como los lagos de Finlandia, por utilizar una expresión de Laurence Olivier en La huella. Olivier fue el gran amor de su vida, pero al igual que Rhett Butler, no soportó su intensidad.
Scarlett O’Hara no es perfecta. Ambiciosa, caprichosa y, en ocasiones, amoral, sus defectos palidecen al ser contrastados con su rebeldía, independencia y vitalidad. En El puente de Waterloo, la cámara se enamora de Vivien Leigh, encadenando primeros planos que exhiben ese rostro donde -según los fotógrafos- no había un ángulo malo. Al principio, sus ojos transmiten luz, alegría e inocencia, pero cuando creen que el hombre amado ha caído en el frente, se apagan y naufragan en la tristeza. En su mirada se advierte el aleteo de la muerte, pues sabe que la sociedad no la comprenderá ni perdonará. Para todos, ya solo es un ángel caído.
En Un tranvía llamado deseo, Vivien Leigh aún conservaba su atractivo, pero la tuberculosis, el tabaco, el alcohol y la inestabilidad mental ya trabajaban conjuntamente para propiciar una temprana decadencia. En sus últimas películas, El verano romano de la señora Stone y El barco de los locos, Vivien estaba muy alejada de la imagen luminosa de Lo que el viento se llevó. Aún así, sus ojos verdes seguían ejerciendo su poder hipnótico y sus rasgos no habían perdido su distinción y encanto.
Vivien Leigh murió con solo 53 años. Su filmografía no es muy extensa, pero no creo que haya existido una combinación más perfecta de genio y belleza. Gracias a ella, podemos mirar al futuro y exclamar, a pesar de cualquier inclemencia: “Mañana será otro día”.
Hedy Lamarr: y Afrodita se convirtió en Palas Atena
Hedy Lamarr no protagonizó películas memorables. Quizás su papel más notable fue el de Dalila en Sansón y Dalila, la superproducción de 1949 dirigida por Cecil B. DeMille. Esa circunstancia no ha impedido que muchos la consideren el rostro más bello de la historia de Hollywood.
Lejos de ser simplemente una mujer hermosa, poseía una carácter singular y una inteligencia privilegiada. Hija única de una próspera familia de judíos austriacos secularizados, ideó la primera versión del sistema de espectro expandido que posibilitaba las comunicaciones inalámbricas en largas distancias. Su invento se incluye entre los trabajos que más tarde permitirían desarrollar la tecnología Bluetooth y Wifi.
Sobrecogida por los horrores del nazismo, elaboró con el compositor George Antheil un sistema de comunicación secreta basado en saltos de frecuencia para que los torpedos teledirigidos de los aliados no pudieran ser detectados y manipulados por el enemigo. El invento recibió el número de patente 2.292.387. En la patente aparece la inscripción H. K. Markey et al. Las iniciales H. K. se corresponden al verdadero nombre de la actriz, Hedwig Eva Maria Kiesler. En esas fechas, Markey era su apellido de casada.
Con tutores particulares desde los cuatro años, a los once Hedy Lamarr hablaba cuatro idiomas y dominaba la danza y el piano. A los dieciséis, se matriculó en la prestigiosa escuela de arte dramático de Max Reinhardt, director de cine y teatro. En 1933, adquirió una fama inesperada por su aparición en Éxtasis, una película de Gustav Machaty, donde interpretaba el papel de una adúltera. En una escena aparecía completamente desnuda y en otra fingía un orgasmo durante un encuentro con su amante. Al parecer, el director le aseguró que difuminaría la imagen de su cuerpo, pero incumplió su promesa, y en la escena del orgasmo, un operario le pinchó con un alfiler para lograr una expresión más convincente.
Fascinado por su belleza, el magnate de la industria armamentística Friedrich Mandel concertó un matrimonio con los padres de la actriz, que se casó sin mucho entusiasmo. Amigo personal de Hitler y Mussolini, Mandel se gastó el equivalente a cinco millones de euros de hoy en día para comprar todas las copias de Éxtasis y destruirlas, pero no lo consiguió. Celoso y posesivo, obligó a Lamarr a dejar el cine y el teatro, confinándola en un castillo y limitando sus salidas a viajes y cenas que realizaban juntos.
Incapaz de soportar la situación, la actriz logró fugarse, descolgándose por la ventana de un restaurante. Perseguida por los guardaespaldas de su marido, se subió a un tren para viajar hasta París. Otros dicen que se fugó de su mansión con las ropas de su criada, a la que había seleccionado personalmente por el parecido físico entre las dos. Sea como sea, protagonizó una fuga digna de un melodrama.
Ya en Londres, Louis B. Mayer la convenció para que adoptara el nombre de Hedy Lamarr y, tras contratarla por cinco años, la promocionó en Hollywood como “la mujer más bella del mundo”. Mayer intentó convertirla en otra Greta Garbo o Marlene Dietrich, pero no se cumplieron sus expectativas. Se barajó la posibilidad de que interpretara el papel de Scarlett O’Hara, pero se la descartó por su acento vienés.
Aunque no apareció en películas míticas, la trayectoria de Hedy Lamarr fue homenajeada con una estrella en el Paseo de la Fama de Hollywood. Louis B. Mayer afirmaba que su belleza era exótica y de otro tiempo. Yo creo que sería más apropiado decir que Lamarr realizó el milagro de transformar a la bella y sensual Afrodita en Palas Atenea, diosa de la sabiduría.
La actriz vienesa liquidó el mito del eterno femenino, demostrando que la inteligencia y el coraje no eran virtudes masculinas, sino cualidades de cualquier espíritu libre e inquieto, con independencia de su sexo.
Gene Tierney: la infelicidad de la mujeres hermosas
Según el productor Darryl F. Zanuck, Gene Tierney fue “incuestionablemente la mujer más bella de la historia del cine”. Ciertamente, Tierney es bellísima, pero su belleza a veces parece de porcelana. Sin embargo, en La ruta del tabaco, de John Ford, está arrebatadora. Descalza, con harapos y la cara tiznada, ya no es una delicada figura de porcelana, sino una mujer desinhibida, casi salvaje y con un intenso magnetismo sexual.
Tierney creció en el seno de una familia acomodada de Brooklyn. Estudió en prestigiosos colegios de Estados Unidos y Suiza. Aficionada a la poesía desde la escuela, John F. Kennedy se enamoró de ella, pero la actriz se casó con un diseñador, con el que engendró dos hijas. Durante el embarazo de una de ellas, contrajo la rubeola al besar a una mujer que le había pedido un autógrafo y eso hizo que viniera al mundo una niña ciega, sordomuda y con retraso mental. Esta desgracia destruyó el equilibrio mental de Tierney y acabó con su matrimonio.
Al igual que Vivien Leigh, desarrolló una psicosis maníaco-depresiva y pasó por varios sanatorios mentales, donde sufrió sesiones de electrochoque que solo agravaron su estado. Después de un intento de suicidio, mejoró con la psicoterapia y se casó con un magnate del petróleo que había sido marido de Hedy Lamarr. Tierney murió a los setenta años de un enfisema pulmonar. Como Leigh, fumaba cuatro paquetes diarios. Las coincidencias entre Leigh, Lamarr y Tierney sugieren que sus vidas se comunicaban secretamente, como estrellas de la misma constelación, sujetas a idénticas fuerzas cósmicas.
Gene Tierney protagonizó películas inolvidables. No me agrada en su papel de mujer fatal en Que el cielo la juzgue, pero cuando la veo en Laura comprendo al personaje de Waldo Lydecker, locamente enamorado de ella. Laura plantea un tema inquietante: la posibilidad de enamorarse de un muerto. Jennie, de William Dieterle, y Vértigo, de Alfred Hitchcock, abordan la misma cuestión, mostrando que cuando la pasión se desborda, desdibuja la línea que se separa la vida y la muerte se desdibuja.
Durante un breve interrogatorio, Mark McPherson, el policía interpretado por Dana Andrews, presiona a Laura, cegando su mirada con un potente lámpara. Aunque la luz invade su rostro, la claridad no parece proceder del exterior, sino de la belleza de la actriz. No menosprecio las interpretaciones de Tierney en películas como El filo de la navaja, El diablo dijo no o Sinuhé, el egipcio, pero creo que su papel más conmovedor es de Lucy en El fantasma y la señora Muir, la poética y encantadora película de Joseph L. Mankiewicz.
De nuevo, surge un idilio entre un vivo, la señora Muir, y un difunto, el capitán Gregg, al que da vida (es un decir) Rex Harrison. Gene Tierney encarna a una mujer valiente e independiente que no acepta llevar una vida convencional. Después de quedarse viuda, se instala en un caserón habitado por un viejo lobo de mar que supuestamente se suicidó. En realidad, se trató de un accidente, pero se ha propagado la leyenda de que se quitó la vida.
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El capitán Gregg espanta a todos los inquilinos que cometen la temeridad de alquilar la casa, pues quiere convertirla en un refugio para marineros jubilados, pero la señora Muir no se deja intimidar. De hecho, admite su presencia con pasmosa tranquilidad. La relación no tarda en adquirir un carácter sentimental. Durante toda la película, flota la idea de que el tiempo ha separado cruelmente a dos personas que podrían haber compartido la vida y conocido la felicidad que no hallaron entre los vivos.
Javier Marías escribió un bellísimo artículo sobre El fantasma y la señora Muir, recogido en Donde todo ha pasado. Al salir del cine. En él, afirma que la película era una metáfora de “la espera sin esperanza”. Marías señala que Joseph L. Mankiewicz desdeñaba El fantasma y la señora Muir, pues la consideraba “una obra temprana y de aprendizaje”. Sin embargo, “no es un mero cuento de hadas ni un mero cuento de fantasmas”, sino la perfecta ejecución de “algo a lo que ni el cine ni la literatura se han atrevido a menudo: la abolición del tiempo, la visión del futuro como pasado y del pasado como futuro, la reconciliación con los muertos y el deseo sereno e íntimo de ser por fin uno de ellos”.
Gene Tierney fue una mujer desdichada. ¿Por qué la belleza y el genio suelen emparejarse con la infelicidad? Vivien Leigh acabó siendo indistinguible de Blanche Dubois. Al igual que ella, flirteaba con la muerte. Su tuberculosis no frenó su consumo desbocado de alcohol y tabaco. Tierney tampoco abandonó el cigarrillo, incluso cuando sus pulmones declinaban por culpa de un enfisema. Solo Hedy Lamarr logró contener las pasiones autodestructivas. Se casó cinco veces, pero permaneció sola los últimos treinta y cinco años de su vida. Eso sí, se hizo adicta al teléfono. Hablaba seis o siete horas al día.
Con Vivien Leigh, Hedy Lamarr y Gene Tierney se cumple lo que apuntó Javier Marías: el pasado revive como futuro. Las tres actrices son algo más que estrellas del firmamento de Hollywood. Son la evidencia de que el tiempo no es una flecha con una sola dirección, sino un bucle infinito donde el polvo, lejos de disiparse, se transmuta una y otra vez en belleza.