Descubrí a Elizabeth Taylor cuando la televisión no era una paleta de colores, sino un poético juego entre la luz y la sombra. No necesitó mostrarme sus ojos violetas para revelarme que la belleza no es un ensueño, sino algo de este mundo. Más tarde, supe que sus ojos en realidad eran azules y el tono violeta, un efecto del contraste con su intenso pelo negro y sus densas pestañas.
Elizabeth Taylor no es solo una imagen deslumbrante que flota en un mar de celuloide, sino materia altiva que no se avergüenza de su fugacidad. Una alta ola de claridad entre penumbras efímeras, un río de dicha que se burla de la inevitable decadencia de todo lo existente.
Cuando en De repente el último verano (Joseph L. Mankiewicz, 1960) aparece a orillas del mar con un bañador blanco, comprendemos que encarna la plenitud de la carne, la sensualidad inocente y desinhibida en todo su esplendor.
En La gata sobre el tejado de zinc (Richard Brooks, 1959), Liz Taylor es una llama que tiembla de deseo. Amar significa abundancia, creatividad, innovación. Maggie, la gata, sueña con unas sábanas sucias y desordenadas por una noche de pasión, pero se despierta con una cama casi intacta, abrumada por la sensación de que la vida se le escapa de las manos.
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Liz Taylor se casó ocho veces. Imagino que fue su manera de combatir una dolorosa conciencia de fragilidad. No era un miedo abstracto, sino el reflejo de largas estancias en hospitales y más de veinte intervenciones quirúrgicas.
Nunca me gustó Cleopatra, la película de Mankiewicz, donde la belleza de Elizabeth Taylor se convierte en algo solemne y monumental. Cleopatra es un péplum con un presupuesto faraónico y la belleza casi nunca se manifiesta en escenarios tan grandilocuentes.
Un lugar en el sol, el melodrama rodado por George Stevens en 1951, nos regaló a una jovencísima Elizabeth Taylor —apenas diecinueve años— cortejada por Montgomery Clift en el papel de arribista sin escrúpulos. Montgomery Clift no era creíble como villano, y Elizabeth Taylor parecía realmente enamorada de una figura trágica que nunca dejaría de fascinarla.
Ambos actores mantendrían una larga amistad que no se convirtió en romance por la turbulenta intimidad de Monty, incapaz de hallar la estabilidad en ninguna faceta de su vida. Elizabeth Taylor reveló su grandeza cuando le salvó la vida el 12 de mayo de 1956. Monty había acudido a una fiesta organizada por Liz, sin sospechar que su coche se estrellaría contra un poste de teléfono mientras intentaba regresar a casa.
Sin la intervención de su amiga, habría muerto ahogado en su propia sangre. Liz le extrajo dos dientes que se habían clavado en su garganta y no se separó de su lado hasta que acudieron las ambulancias. Monty fue sometido a una operación de cirugía plástica para reconstruir sus facciones y Liz le cuidó durante su convalecencia, evitando que los fotógrafos captaran imágenes de su rostro deformado.
Elizabeth Taylor amó mucho. Amó a Montgomery Clift, pero el gran idilio de su vida fue Richard Burton, que se enredó con ella en una espiral de locura y autodestrucción. Richard Burton despreciaba la profesión de actor de cine y soñaba con ser escritor.
De voz prodigiosa y mirada profunda, casi airada, admiraba la poesía de Dylan Thomas, el último maldito de las letras inglesas. Burton y Dylan Thomas mantuvieron un compromiso inquebrantable con el alcohol. El alcohol acortó dramáticamente unas vidas excesivas, hiperbólicas, intensas en su desprecio por los convencionalismos y llameantes en sus contradicciones. Vidas paralelas que desembocaron en una hemorragia cerebral, un previsible ocaso para dos hombres que seducían con las palabras y con su desorden interior.
Elizabeth Taylor también conoció la euforia del alcohol, ese efímero bienestar que claudica ante en la tristeza después de unas horas de felicidad inconcebible. Atrapada en ese ciclo de ascensos, fulguraciones y caídas, Liz se hizo adicta a los hipnóticos, los ansiolíticos, las anfetaminas, los antidepresivos y cualquier fármaco capaz de compensar el vértigo desatado por el alcohol, donde se mezclan la rabia y la ternura, el amor y el vacío, los muertos y los vivos.
En 1956, participó en Gigante, otra película de George Stevens. Sus compañeros de reparto fueron James Dean, Rock Hudson, Sal Mineo y Dennis Hopper. Elizabeth Taylor encarnó a Leslie Benedict, una mujer rebelde que se resistía a aceptar su papel de esposa sumisa de un rico ganadero (Jordan “Bick” Benedict, Jr.) interpretado por Rock Hudson. James Dean (Jett Rink) era un joven conflictivo e introvertido enamorado de Leslie hasta la desesperación.
La riqueza obtenida con el petróleo no aplacará su pasión, que se convertirá en terrible amargura. El dinero no puede ahogar la frustración de anhelar algo y saber que jamás estará en tus manos. Rock Hudson era el galán perfecto: alto, atractivo, afable, simpático, sin grandes dotes interpretativas, pero con los recursos necesarios para adaptarse a los diferentes géneros.
Después de Reflejos de un ojo dorado (John Huston, 1967), comenzó su decadencia como actriz. Los productores dejaron de llamarla, pero poco antes nos dejó una de sus mejores interpretaciones en ¿Quién teme a Virginia Woolf? (Mike Nichols, 1966), una adaptación de la obra teatral de Edward Albee, que mostraba las espeluznantes desavenencias de un matrimonio de clase media.
Por entonces, Richard Burton era su marido y accedió a representar el papel de George, un profesor universitario casado con Martha, una mujer dominante e irascible. La ficción y la realidad se confundieron en una trama que recreaba las tensiones de una pareja rebosante de talento. Liz Taylor y Richard Burton eran demasiado intensos para permanecer juntos sin destrozarse mutuamente.
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Siempre asociaré la poesía de Dylan Thomas a Richard Burton. Richard Burton deseaba ser poeta, pero solo consiguió escribir unas espléndidas memorias que reflejan un temperamento donde convivían la inteligencia, el humor, la neurosis, la promiscuidad y un sentido trágico de la vida.
La poesía de Dylan se gestó en la noche silenciosa, mientras “los amantes yacen en el lecho / con todas sus tristezas en los brazos”. Nos anunció que “la muerte perderá su dominio” y que “aunque los amantes se extravíen perdurará su amor”. No se me ocurre epitafio más elocuente para Elizabeth Taylor, que amó con tanta tenacidad a hombres que escondían un infierno en su interior.
Marilyn Monroe afirmó que Montgomery Clift era el único actor de Hollywood más desdichado que ella: “No conozco a nadie que sufra tanto”. Elizabeth Taylor siempre permanecerá vinculada con Richard Burton, pero yo la recordaré al lado de Montgomery Clift, sonriendo a la cámara en los estudios donde se rodó Un lugar en el sol.
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Monty parece feliz, despreocupado, sin ese dolor emocional que apreció Marilyn desde su propio sufrimiento, y Liz aún se encuentra muy lejos de sus excesos con el alcohol y las pastillas. Al contemplarles, parecen inmunes al sufrimiento, pero sabemos que no es así.
A menudo me reúno con Elizabeth Taylor y Montgomery Clift. Lo hago frente a una pantalla que transforma mi salón en una especie de linterna mágica, con esas ilusiones que nos salvan a diario de la tristeza y el desánimo. Ya sé que no están ahí, que solo son imágenes en movimiento, pero durante unas horas pienso que su gracia y su sonrisa vuelven a mí.
Gracias a ellos, recupero una infancia remota en blanco y negro, cuando la censura destrozaba las películas con ridículos cortes inspirados por la moral católica. En la España de los años sesenta, todo era sucio, polvoriento, mediocre, pero en esa atmósfera viciada Elizabeth Taylor nos hizo saber que la belleza existía y que solo hacía falta abrir los ojos para contemplarla en un pequeño televisor con 625 líneas.