Odié a Marlon Brando como Stanley Kowalski, el brutal mecánico polaco que maltrataba a Blance Dubois en Un tranvía llamado deseo, la adaptación cinematográfica de la obra teatral de Tennessee Williams realizada por Elia Kazan en 1951. Contemplar cómo humillaba, gritaba y violaba a Vivien Leigh, una de mis actrices favoritas, me resultó insoportable. Al igual que los espectadores de las tragedias griegas, con problemas para distinguir la ficción de los hechos reales, sentí el deseo de introducirme en la pantalla para hacer justicia, poniendo fin a sus abusos.
Saber que se había convertido en un icono sexual por su camiseta sudorosa y ceñida a un torso musculoso, solo incrementó mi antipatía hacia el actor, lo cual no me impidió apreciar su talento dramático. Un gran intérprete logra convencerte de que realmente es el personaje al que ha prestado su voz, sus gestos y sus movimientos. Brando aclaró que él era un hombre sensible y que su forma de ser era totalmente opuesta a la de Kowalski, al que despreciaba.
Sin embargo, las mujeres y los hombres que pasaron por su vida sentimental -no desdeñó ninguna forma de placer- no lo describieron como un hombre sensible, sino como un narcisista y un manipulador. Quizás es verdad. Quizás Brando fue egocéntrico y desconsiderado, pero no me preocupa demasiado. Para mí, siempre será Terry Malloy, el exboxeador de La ley del silencio (On the Waterfront, 1954), el personaje que le proporcionó su primer Oscar. Dirigido de nuevo por Elia Kazan, consiguió disipar la mala impresión que me había causado como Kowalski, demostrando que podía cambiar de piel sucesivamente sin perder un ápice de convicción.
Un gran intérprete logra convencerte de que realmente es el personaje al que ha prestado su voz, sus gestos y sus movimientos
Instruido por Stella Adler, que le enseñó a desarrollar las técnicas de interpretación del método Stanislavski, centrándose en el momento, el escenario y sus compañeros de rodaje, Brando completó su formación en el Actors Studio, al que acudió esporádicamente. Allí interiorizó definitivamente que actuar significaba transformarse en otro y olvidar el propio yo, un estorbo a la hora de dar vida a una criatura de ficción. Es lo que hizo al encarnar a Terry Malloy. Borrarse para que el personaje pudiera hablar, respirar, gimotear, amar, enfurecerse, sin que emergiera ni una brizna de afectación. Un verdadero actor es un demiurgo, pues crea vida a partir de ilusión.
Malloy no es una composición basada en estereotipos, sino una auténtica creación, un joven que no cree en nada ni espera nada, pero que poco a poco abandonará el cinismo y el desencanto, descubriendo que el futuro no es un callejón sin salida, sino un camino con infinidad de posibilidades. Un personaje que no cambia es un personaje hueco. Malloy no es un cáscara vacía, sino una semilla que fructifica tras una larga y compleja peripecia.
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Aparentemente, su destino era malograrse, pero sufrirá una inesperada y fecunda metamorfosis. Fructificar nunca es sencillo. Hay que luchar contra la oscuridad y el frío, el silencio y la soledad, pero al final del viaje aguarda la claridad, el calor y la vida. Eso sí, la luz no es un don, sino una cúspide que solo se alcanza con grandes sacrificios.
La ley del silencio ha sufrido el descrédito de ser una apología de la delación. Elia Kazan colaboró con Comité de Actividades Antinorteamericanas en la época del macartismo y la caza de brujas. Proporcionó nombres y sembró dudas sobre Lee Strasberg, con el que había fundado el Actors Studio. En La ley del silencio, utilizó la corrupción sindical que imperaba en los muelles de Nueva York para justificar su conducta, pero el tiempo ha borrado esa indigna maniobra, dejando tan solo una historia sobre el eterno conflicto entre la ambición de poder, siempre insaciable y amoral, y la determinación de obrar éticamente, una empresa que jamás prospera sin grandes dosis de heroísmo y abnegación.
'La ley del silencio' asimila las enseñanzas del neorrealismo: explotar los contrastes entre la luz y la sombra para crear una atmósfera intensa y angustiosa
Salpicada de escenas memorables, La ley del silencio asimila las enseñanzas del neorrealismo: explotar los contrastes entre la luz y la sombra para crear una atmósfera intensa y angustiosa, mostrar la rutina miserable de los barrios obreros, plantear las grandes preguntas sobre el bien y el mal, la vida y la muerte, lo divino y lo humano, visibilizar lo que la sociedad capitalista pretende ocultar, dar voz a los que están acostumbrados a callar por miedo, precariedad o escasa autoestima. La mafia de los muelles no funciona como analogía de la supuesta amenaza comunista, sino como la evidencia de que el capitalismo rebaja al ser humano a la condición de mercancía.
Desde las primeras notas de la banda sonora de Leonard Bernstein, advertimos que vamos a presenciar una tragedia clásica. En esas fechas, el esplendor de Hollywood parecía inagotable. Aún no había comenzado el declive del sistema de estudios. Cada película se concebía como una partitura, cuidando hasta el último detalle. Se buscaba la profundidad, no solo el espectáculo. Lo grandioso todavía discurría por los cauces de la ambición artística y no por el mero anhelo de alumbrar un buen entretenimiento.
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La ley del silencio se basa en una serie de artículos de Malcom Johnson publicados en el New York Post donde se narra cómo la mafia controla los muelles de Nueva York. Johnson ganó el Premio Pulitzer por su trabajo de investigación, cuyas conclusiones son mucho más sombrías que el desenlace de la película. Arthur Miller aceptó escribir el guion, pero abandonó el proyecto y Budd Schulberg asumió su tarea. Al igual que Kazan, Schulberg había delatado a varios compañeros del mundo del cine para conservar sus privilegios y alejar sospechas de simpatía por el comunismo.
Brando conocía estos hechos y estuvo a punto de rechazar el papel de Terry Malloy, pero finalmente aceptó, atraído por la historia y el personaje. Su compañera sería Eva Marie Saint, un actriz debutante procedente del Actors Studio, que ganaría un Oscar por una interpretación llena de sensibilidad y delicadeza.
El reparto se completó con Karl Malden como padre Barry, Rod Steiger como Charley Malloy y Lee J. Cobb como Michael J. Skelly, alias “Johnny Friendly”. Un buen elenco no es una garantía de calidad, pero en este caso la conjunción de talentos arrojó un resultado deslumbrante. Brando está magnífico, pero no hasta el extremo de eclipsar a sus compañeros, que aportan intensidad, credibilidad y desgarro.
La fotografía de Boris Kaufman esculpe a Brando, destacando su lucha interior. Su rudeza exterior solo es una máscara concebida para ocultar sus miedos e inseguridades. Su fatalismo es fruto de una conciencia desdichada. Sabe que es un fracasado, que su vida es una boya a la deriva, que carece de afectos sinceros, pero apenas conoce a Edie se enamora de ella y sueña con un futuro a su lado. Brando camina como un fanfarrón, pero es un alma rota, un joven al que la pobreza, el desamparo y la corrupción de los muelles le han impedido madurar. Huérfano, creció en un hogar infantil donde solo recibía palos.
Su rudeza exterior solo es una máscara concebida para ocultar sus miedos e inseguridades. Su fatalismo es fruto de una conciencia desdichada
Aunque tenía talento como boxeador, su hermano Charley, mano derecha de "Friendly", destruyó su carrera, forzándole a fingir una derrota para asegurar unas apuestas. Como Terry Malloy, Brando expresa todos los matices de la indolencia, la tristeza, la nostalgia, la rabia y la infelicidad. Adorado por una pandilla de adolescentes que le ayudan a cuidar de un palomar situado en las azoteas, sufrirá su rechazo tras testificar contra “Friendly” y sus esbirros. De hecho, matarán a sus palomas.
El gesto de dolor de Malloy al descubrir los cuerpos inertes expresa una desolación infinita. Con una camisa y una corbata, pues acaba de testificar en el tribunal, parece una criatura extraviada entre dos mundos. Ya no pertenece a ningún lugar. Solo le queda el amor de Edie, pero no sabe si será suficiente para sobrevivir. Aunque nada le importa más, se ha convertido en un paria execrado por todos, pues “no saber nada, no decir nada” es un precepto inviolable en los muelles de Nueva York. La mafia sindical no despierta simpatías, pero se odia más a la policía y los jueces.
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El atuendo de Brando es una de las estampas legendarias de la historia del cine: cazadora de cuadros, pantalones negros, botas viejas. Cuando juguetea con el guante de Edie, se aprecia que su existencia está vacía. Su aparente descaro solo es fragilidad encubierta. De hecho, cuando consigue suscitar su amor y se esboza la posibilidad de perderlo, reacciona con desesperación, rompiendo la puerta del miserable apartamento de Edie para poder abrazarla y besarla. Se trata de una escena donde se funden erotismo y ternura, mostrando que el deseo no es solo una pulsión, sino un sentimiento que sortea todas las barreras para materializar la perfecta conjunción de dos vidas.
La redención de Terry Malloy no será sencilla. Tendrá que enfrentarse a su hermano en el asiento trasero de un coche y rechazar el cuantioso soborno que le ofrece para no testificar. La conversación entre ellos es uno de los momentos estelares del séptimo arte. Terry le recuerda el tongo que arruinó su carrera y exclama con amargura: “Podría haber sido grande, aspirar al título, ser algo en la vida, pero solo soy un golfo. Por ti. Solo por ti”. Charley se avergüenza de su comportamiento y acepta inmolarse en un vano intento de protegerlo.
Su muerte será inútil, pues “Friendly” y sus matones propinarán una paliza terrible a Terry. Sin embargo, Terry, animado por el padre Barry, se levantará y caminará tambaleándose por el muelle para exigir un jornal. Su rostro ensangrentado y sus pasos vacilantes emulan el penoso itinerario de Cristo hasta el Gólgota. Cada metro constituirá un suplicio, pero el desenlace no representará un nuevo escarnio, sino la recuperación definitiva de su dignidad.
Brando hizo una gran interpretación en La jauría humana (Arthur Penn, 1966) como sheriff Calder, intentando evitar el linchamiento de un inocente, y se adentró de nuevo en el terreno del mito como Vito Corleone (El padrino, Francis Ford Coppola, 1972), pero yo siempre le recordaré como Terry Malloy, con esa mezcla de arrogancia y vulnerabilidad, acudiendo al muelle con su gancho de estibador para reclamar sus derechos, pese a que tal vez le espera la muerte.
Odié a Marlon Brando como Kowalski, pero con Malloy aprendí a quererlo. A veces, cuando la vida me golpea, su determinación de seguir adelante después de recibir una paliza, me ayuda a no desplomarme y continuar avanzando. "Pude ser grande", exclama Malloy, lamentando que un tongo arruinara sus posibilidades de ganar un título de boxeo. Al volver a oír esta frase con su voz susurrante, siempre pienso lo mismo: "Ya eres grande, Terry. No has permitido que la adversidad acabe contigo. Sigues peleando". Nadie debería olvidar esa lección. El buen cine es un gran maestro de vida.